Una Sombra cruzó los
agradables días del ministerio de Cristo en Galilea. La gente de Nazaret
le rechazó. “¿No es éste el hijo del carpintero?” decía.
Durante
su niñez y juventud, Jesús había adorado entre sus hermanos en la
sinagoga de Nazaret. Desde que iniciara su ministerio, había estado
ausente, pero ellos no ignoraban lo que le había acontecido. Cuando
volvió a aparecer entre ellos, su interés y expectativa se avivaron en
sumo grado. Allí estaban las caras familiares de aquellos a quienes
conociera desde la infancia. Allí estaban su madre, sus hermanos y
hermanas, y todos los ojos se dirigieron a él cuando entró en la
sinagoga el sábado y ocupó su lugar entre los adoradores.
En
el culto regular del día, el anciano leyó de los profetas, y exhortó a
la gente a esperar todavía al que había de venir, al que iba a
introducir un reino glorioso y desterrar toda la opresión. Repasando la
evidencia de que la venida del Mesías estaba cerca, procuró alentar a
sus oyentes. Describió la gloria de su advenimiento, recalcando la idea
de que aparecería a la cabeza de ejércitos para librar a Israel.
Cuando
un rabino estaba presente en la sinagoga, se esperaba que diese el
sermón, y cualquier israelita podía hacer la lectura de los profetas. En
ese sábado, se pidió a Jesús que tomase parte en el culto. “Se levantó a
leer. Y fuéle dado el libro del profeta Isaías.” Según se lo
comprendía, el pasaje por él leído se refería al Mesías:
“El
espíritu del Señor es sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas
nuevas a los pobres: me ha enviado para sanar a los quebrantados de
corazón; para pregonar a los cautivos libertad, y a los ciegos vista;
para poner en libertad a los quebrantados: para predicar el año
agradable del Señor.”
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