Luego vino la sumisión divina a la voluntad de su Padre. «Para esto —dijo— he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre» (Juan 12: 27-28). Únicamente por la muerte de Cristo podía ser derrocado el reino de Satanás. Únicamente así podía ser redimido el ser humano y Dios glorificado. Jesús consintió en la agonía, aceptó el sacrificio. El Rey del cielo consintió en sufrir como portador del pecado. «Padre, glorifica tu nombre», dijo. Mientras Cristo decía estas palabras, vino una respuesta de la nube que se cernía sobre su cabeza: «Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez» (Juan 12: 28). Toda la vida de Cristo, desde el pesebre hasta el tiempo en que fueron pronunciadas estas palabras, había glorificado a Dios. Y en la prueba que se acercaba, sus sufrimientos divino-humanos iban a glorificar en verdad el nombre de su Padre.

Al oírse la voz, una luz brotó de la nube y rodeó a Cristo, como si los brazos del poder infinito se cerniesen alrededor de él como una muralla de fuego. La gente contempló esta escena con terror y asombro.

Nadie se atrevió a hablar. Con labios silenciosos y aliento en suspenso, permanecieron todos con los ojos fijos en Jesús. Habiéndose dado el testimonio del Padre, la nube se alzó y se disipó en el cielo. Por el momento, terminó la comunión visible entre el Padre y el Hijo.

«Y la multitud que estaba allí, y había oído la voz, decía que había sido trueno. Otros decían: “Un ángel le ha hablado”» (Juan 12: 29). Pero los griegos investigadores vieron la nube, oyeron la voz, comprendieron su significado y discernieron verdaderamente a Cristo; les fue revelado como el Enviado de Dios.

La voz de Dios había sido oída en ocasión del bautismo de Jesús al principio de su ministerio, y nuevamente en ocasión de su transfiguración sobre el monte. Ahora, al final de su ministerio, es escuchó por tercera vez, por un número mayor de personas y en circunstancias peculiares.