Juan el Bautista estaba predicando y bautizando en Betábara, al otro lado del Jordán. No quedaba muy lejos del lugar donde antaño Dios había detenido el río en su curso hasta que pasara Israel. A corta distancia de allí, la fortaleza de Jericó había sido derribada por los ejércitos celestiales. El recuerdo de dichos sucesos revivía en este tiempo, y prestaba conmovedor interés al mensaje del Bautista. ¿No habría de volver a manifestar su poder, para librar a Israel, Aquel que había obrado tan maravillosamente en tiempos pasados? Tal era el pensamiento que conmovía el corazón de la gente que diariamente se agolpaba a orillas del Jordán.
La predicación de Juan se había posesionado tan profundamente de la nación, que exigía la atención de las autoridades religiosas. El peligro de que se produjera alguna insurrección, inducía a los romanos a considerar con sospecha toda reunión popular, y todo lo que tuviese el menor viso de un levantamiento del pueblo excitaba los temores de los gobernantes judíos. Juan no había reconocido la autoridad del Sanedrín ni pedido su sanción sobre su obra; y había reprendido a los gobernantes y al pueblo, a fariseos y saduceos por igual. Sin embargo, el pueblo le seguía ávidamente. El interés manifestado en su obra parecía aumentar de continuo. Aunque él no le había manifestado deferencia, el Sanedrín estimaba que, por enseñar en público, se hallaba bajo su jurisdicción.
Ese cuerpo estaba compuesto de miembros elegidos del sacerdocio, y de entre los principales gobernantes y maestros de la nación. El sumo sacerdote era quien lo presidía, por lo general. Todos sus miembros debían ser hombres de edad provecta, aunque no demasiado ancianos; hombres de saber, no sólo versados en la religión e historia de los judíos, sino en el saber general. Debían ser sin defecto físico, y hombres casados, y además, padres, pues así era más probable que fuesen humanos y considerados. Su lugar de reunión era un departamento anexo al templo de Jerusalén. En el tiempo de la independencia de los judíos, el Sanedrín era la corte suprema de la nación, y poseía autoridad secular tanto como eclesiástica. Aunque en el tiempo de Cristo se hallaba subordinado a los gobernadores romanos, ejercía todavía una influencia poderosa en los asuntos civiles y religiosos.
Era difícil para el Sanedrín postergar la investigación de la obra de Juan. Algunos recordaban la revelación dada a Zacarías en el templo, y su profecía de que su hijo sería el heraldo del Mesías. En los tumultos y cambios de treinta años, estas cosas habían sido en gran parte olvidadas. Ahora la conmoción ocasionada por el ministerio de Juan las traía a la memoria de la gente.
Hacía mucho que Israel no había tenido profeta; hacía mucho que no se había realizado una reforma como la que se presenciaba. El llamamiento a confesar los pecados parecía nuevo y sorprendente. Muchos de entre los dirigentes no querían ir a oír las invitaciones y denuncias de Juan, por temor a verse inducidos a revelar los secretos de sus vidas; sin embargo, su predicación era un anuncio directo del Mesías. Era bien sabido que las setenta semanas de la profecía de Daniel, que incluían el advenimiento del Mesías, estaban por terminar; y todos anhelaban participar en esa era de gloria nacional que se esperaba para entonces. Era tal el entusiasmo popular, que el Sanedrín se vería pronto obligado a sancionar o a rechazar la obra de Juan. El poder que dicha asamblea ejercía sobre el pueblo estaba ya decayendo. Era para ella un asunto grave saber cómo mantener su posición. Esperando llegar a alguna conclusión, enviaron al Jordán una delegación de sacerdotes y levitas para que se entrevistaran con el nuevo maestro.
Cuando los delegados llegaron, había una multitud congregada que escuchaba sus palabras. Con aire de autoridad, destinado a impresionar a la gente y a inspirar deferencia al profeta, llegaron los altivos rabinos. Con un movimiento de respeto, casi de temor, la muchedumbre les dio paso. Los notables, con lujosa vestimenta y con el orgullo de su posición y poder, se llegaron ante el profeta del desierto.
"¿Tú, quién eres?" preguntaron.
"No soy yo el Cristo," contestó Juan, sabiendo lo que ellos pensaban.
"¿Qué pues? ¿Eres tú Elías?"
"No soy."
"¿Eres tú el profeta?"
"No."
"¿Pues quién eres? para que demos respuesta a los que nos enviaron. ¿Qué dices de ti mismo?"
"Yo soy la voz del que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como dijo Isaías profeta."
"No soy yo el Cristo," contestó Juan, sabiendo lo que ellos pensaban.
"¿Qué pues? ¿Eres tú Elías?"
"No soy."
"¿Eres tú el profeta?"
"No."
"¿Pues quién eres? para que demos respuesta a los que nos enviaron. ¿Qué dices de ti mismo?"
"Yo soy la voz del que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como dijo Isaías profeta."
El pasaje al que se refirió Juan es la hermosa profecía de Isaías: "Consolaos, consolaos, pueblo mío, dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalem: decidle a voces que su tiempo es ya cumplido, que su pecado es perdonado.... Voz que clama en el desierto: Barred camino a Jehová: enderezad calzada en la soledad a nuestro Dios. Todo valle sea alzado, y bájese todo monte y collado; y lo torcido se enderece, y lo áspero se allane. Y manifestaráse la gloria de Jehová, y toda carne juntamente la verá."
Antiguamente, cuando un rey viajaba por las comarcas menos frecuentadas de sus dominios, se enviaba delante del carro real a un grupo de hombres para que aplanase los lugares escabrosos y llenase los baches, a fin de que el rey pudiese viajar con seguridad y sin molestia. Esta costumbre es la que menciona el profeta para ilustrar la obra del Evangelio. "Todo valle sea alzado, y bájese todo monte y collado." Cuando el Espíritu de Dios conmueve el alma con su maravilloso poder de despertarla, humilla el orgullo humano. El placer mundanal, la jerarquía y el poder son tenidos por inútiles. Son destruidos los "consejos, y toda altura que se levanta contra la ciencia de Dios," y se sujeta "todo intento a la obediencia de Cristo." Entonces la humildad y el amor abnegado, tan poco apreciados entre los hombres, son ensalzados como las únicas cosas de valor. Tal es la obra del Evangelio, de la cual el mensaje de Juan era una parte.
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