El destino del Mundo

Dios creó nuestra historia y a ÉL nos debemos

sábado, 19 de marzo de 2016

Nicodemo


Nicodemo ocupaba un puesto elevado y de confianza en la nación judía. Era
un hombre muy educado, y poseía talentos extraordinarios. Era un
renombrado miembro del concilio nacional. Como otros, había sido conmovido
por las enseñanzas de Jesús. Aunque rico, sabio y honrado, se había sentido
extrañamente atraído por el humilde Nazareno. Las lecciones que habían caído
de los labios del Salvador
le habían impresionado grandemente, y quería
aprender más de estas verdades
maravillosas.
La autoridad que Cristo ejerciera al purificar el templo había despertado el odio
resuelto de los sacerdotes y gobernantes. Temían el poder de este extraño. No
habí
an de tolerar tanto atrevimiento de parte de un obscuro galileo. Se
proponían acabar con su obra. Pero no estaban todos de acuerdo en este
propósito. Algunos temían oponerse a quien estaba tan evidentemente movido
por el Espíritu de Dios. Recordaban cómo l
os profetas habían sido muertos por
reprender los pecados de los dirigentes de Israel. Sabían que la servidumbre de
los judíos a una nación pagana era el resultado de su terquedad en rechazar las
reprensiones de Dios. Temían que al maquinar contra Jesús, l
os sacerdotes y
gobernantes estuviesen siguiendo en los pasos de sus padres, y hubiesen de
traer nuevas calamidades sobre la nación. Nicodemo participaba de estos
sentimientos. En un concilio del Sanedrín, cuando se consideraba la conducta
que se debía seg
uir para con Jesús, Nicodemo aconsejó cautela y moderación.
Hizo notar con insistencia que si Jesús estaba realmente investido de autoridad
de parte de Dios, sería peligroso rechazar sus amonestaciones. Los sacerdotes
no se atrevieron a despreciar este con
sejo, y por el momento no tomaron
medidas abiertas contra el Salvador. Desde que oyera a Jesús, Nicodemo había
estudiado ansiosamente las profecías relativas al Mesías, y cuanto más las
escudriñaba, tanto más profunda se volvía su convicción de que era el
que
había de venir. Juntamente con muchos otros hijos de Israel, había sentido
honda angustia por la profanación del templo. Había presenciado la escena
cuando Jesús echó a los compradores y vendedores; contempló la admirable
manifestación del poder divino
; vio al Salvador recibir a los pobres y sanar a los
enfermos; vio las miradas de gozo de éstos y oyó sus palabras de alabanza; y no
podía dudar de que Jesús de Nazaret era el enviado de Dios. Deseaba
ardientemente entrevistarse con Jesús, pero no osaba bu
scarle abiertamente.
Sería demasiado humillante para un príncipe de los judíos declararse
simpatizante de un maestro tan poco conocido. Si su visita llegase al
conocimiento del Sanedrín, le atraería su desprecio y denuncias. Resolvió, pues,
verle en secret
o, con la excusa de que si él fuese abiertamente, otros seguirían
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su ejemplo. Haciendo una investigación especial, llegó a saber dónde tenía el
Salvador un lugar de retiro en el monte de las Olivas; aguardó hasta que la
ciudad quedase envuelta por el sueño
, y entonces salió en busca de Jesús.
En presencia de Cristo, Nicodemo sintió una extraña timidez, la que trató de
ocultar bajo un aire de serenidad y dignidad. "Rabbí

dijo,

sabemos que has
venido de Dios por maestro; porque nadie puede hacer estas seña
les que tú
haces, si no fuere Dios con él." Hablando de los raros dones de Cristo como
maestro, y también de su maravilloso poder de realizar milagros, esperaba
preparar el terreno para su entrevista. Sus palabras estaban destinadas a
expresar e infundir c
onfianza; pero en realidad expresaban incredulidad. No
reconocía a Jesús como el Mesías, sino solamente como maestro enviado de
Dios. En vez de reconocer este saludo, Jesús fijó los ojos en el que le hablaba,
como si leyese en su alma. En su infinita sabid
uría, vio delante de sí a uno que
buscaba la verdad. Conoció el objeto de esta visita, y con el deseo de
profundizar la convicción que ya había penetrado en la mente del que le
escuchaba, fue directamente al tema que le preocupaba, diciendo solemne
aunque
bondadosamente: "En verdad, en verdad te digo: A menos que el
hombre naciere de lo alto, no puede ver el reino de Dios.” Nicodemo había
venido al Señor pensando entrar en discusión con él, pero Jesús descubrió los
principios fundamentales de la verdad. Dij
o a Nicodemo: No necesitas
conocimiento teórico tanto como regeneración espiritual. No necesitas que se
satisfaga tu curiosidad, sino tener un corazón nuevo. Debes recibir una vida
nueva de lo alto, antes de poder apreciar las cosas celestiales. Hasta que
se
realice este cambio, haciendo nuevas todas las cosas, no producirá ningún bien
salvador para ti el discutir conmigo mi autoridad o mi misión.
Nicodemo había oído la predicación de Juan el Bautista concerniente al
arrepentimiento y el bautismo, y cuando
había señalado al pueblo a Aquel que
bautizaría con el Espíritu Santo. El mismo había sentido que había falta de
espiritualidad entre los judíos; que, en gran medida, estaban dominados por el
fanatismo y la ambición mundanal. Había esperado que se produje
se un mejor
estado de cosas al venir el Mesías. Sin embargo, el mensaje escrutador del
Bautista no había producido en él convicción de pecado. Era un fariseo estricto,
y se enorgullecía de sus buenas obras. Era muy estimado por su benevolencia y
generosida
d en sostener el culto del templo y se sentía seguro del favor de
Dios. Le sorprendió la idea de un reino demasiado puro para que él lo viese en
la condición en que estaba.
La figura del nuevo nacimiento que Jesús había
empleado no era del todo desconocida
para Nicodemo. Los conversos del
paganismo a la fe de Israel eran a menudo comparados a niños recién nacidos.
Por lo tanto, debió percibir que las palabras de Cristo no habían de ser tomadas
en su sentido literal. Pero por virtud de su nacimiento como isr
aelita, se
consideraba seguro de tener un lugar en el reino de Dios. Le parecía que no
necesitaba cambio alguno. Por esto le sorprendieron las palabras del Salvación.








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