JESÚS pasó su niñez y juventud en una aldea de montaña. No había en la tierra lugar que no habría resultado honrado por su presencia. Habría sido un privilegio para los palacios reales recibirle como huésped. Pero él pasó por alto las mansiones de los ricos, las cortes reales y los renombrados atrios del saber, para vivir en el obscuro y despreciado pueblo de Nazaret.
Es admirable por su significado el breve relato de sus primeros años: “Y el niño crecía, y fortalecíase, y se henchía de sabiduría; y la gracia de Dios era sobre él.” En el resplandor del rostro de su Padre, Jesús “crecía en sabiduría, y en edad, y en gracia para con Dios y los hombres.” Su inteligencia era viva y aguda; tenía una reflexión y una sabiduría que superaban a sus años. Sin embargo, su carácter era de hermosa simetría. Las facultades de su intelecto y de su cuerpo se desarrollaban gradualmente, en armonía con las leyes de la niñez.
Durante su infancia, Jesús manifestó una disposición especialmente amable. Sus manos voluntarias estaban siempre listas para servir a otros. Revelaba una paciencia que nada podía perturbar, y una veracidad que nunca sacrificaba la integridad. En los buenos principios, era firme como una roca, y su vida revelaba la gracia de una cortesía desinteresada
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