LA CONDICIÓN para alcanzar la vida eterna es ahora exactamente la misma de siempre, tal cual era en el Edén antes de la caída de nuestros primeros padres: la perfecta obediencia a la ley de Dios, la perfecta justicia. Si la vida eterna se concediera con alguna condición inferior a esta, peligraría la dicha de todo el universo, abriéndole para siempre la puerta al pecado con todas sus secuelas de miseria y dolor.
Antes que Adán cayera le era posible desarrollar un carácter justo por la obediencia a la ley de Dios. Pero no lo hizo, y por causa de su caída tenemos una naturaleza pecaminosa y no podemos hacernos justos a nosotros mismos. Puesto que somos pecadores y malos, no podemos obedecer perfectamente una ley sacrosanta. No tenemos justicia propia con que cumplir lo que la ley de Dios exige. Pero Cristo nos preparó una vía de escape. Vivió en esta tierra en medio de pruebas y tentaciones como las que nosotros tenemos que afrontar. Sin embargo, su vida fue impecable. Murió por nosotros, y ahora ofrece quitar nuestros pecados y revestirnos de su justicia. Si te entregas a él y lo aceptas como tu Salvador, por pecaminosa que haya sido tu vida, gracias a él serás contado entre los justos. El carácter de Cristo reemplaza el tuyo, y Dios te acepta como si no hubieras pecado.
Más aún, Cristo transforma el corazón, y habita en el tuyo por la fe. Tienes que mantener esta comunión con Cristo por la fe y la sumisión continua de tu voluntad a él. Mientras lo hagas, él producirá en ti tanto «el querer como el hacer por su buena voluntad» (Fil. 2: 13). Así podrás decir: «Ya no soy yo quien vive; es Cristo quien vive en mí. Mi vida en este mundo consiste en creer en el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí» (Gál. 2: 20, LPH). Así dijo el Señor Jesús a sus discípulos: «Porque no serán ustedes los que hablen, sino que el Espíritu de su Padre hablará por medio de ustedes» (Mat. 10: 20, NVI). De modo que si Cristo obra en ti, manifestarás el mismo espíritu y harás las mismas obras que él: obras de justicia y obediencia.
Así que no hay en nosotros mismos nada en absoluto de lo cual jactarnos. No tenemos motivo para ensalzarnos. El único fundamento de nuestra esperanza es la justicia de Cristo que se nos imputa y la que produce su Espíritu obrando en nosotros y por nosotros.
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