Si
hubiese sido posible cambiar la ley o aboliría, entonces Cristo no
habría tenido por qué morir para salvar a la humanidad de la condenación
del pecado. La muerte de Cristo, lejos de abolir la ley, demuestra que
es inmutable. […]
La ley de
Dios, por su naturaleza misma, es inmutable. Es una revelación de la
voluntad y del carácter de su Autor. Dios es amor, y su ley es amor. Sus
dos grandes principios son el amor a Dios y al prójimo. «El amor es el
cumplimiento de la ley» (Rom. 13: 10, NVI). El carácter de Dios es
justicia y verdad, por lo tanto su ley también lo es. Dice el salmista:
«Tu ley es la verdad»; «todos tus mandamientos son justos» (Sal. 119:
142, 172, NVI). Y el apóstol Pablo declara: «La ley a la verdad es
santa, y el mandamiento, santo, justo y bueno» (Rom. 7: 12). Semejante
ley, que es la expresión del pensamiento y de la voluntad de Dios, debe
ser tan duradera como su Autor.
Por medio
de la conversión y de la santificación somos reconciliados con Dios,
nuestras vidas pueden llegar a estar de acuerdo con los principios de su
ley. Al principio el ser humano fue creado a la imagen de Dios [ver
Gén. 1: 26]. Estaba en perfecta armonía con la naturaleza y la ley de
Dios; los principios de justicia estaban grabados en su corazón. Pero el
pecado nos separó de nuestro Creador. Ya no reflejamos la imagen
divina. El pecado nos ha puesto en guerra con los principios de la ley
de Dios. «La mentalidad pecaminosa es enemiga de Dios, pues no se somete
a la ley de Dios, ni es capaz de hacerlo» (Rom. 8: 7, NVI). Pero la
Biblia también presenta la solución: «de tal manera amó Dios al mundo,
que dio a su Hijo unigénito» (Juan 3: 16), para reconciliarnos con Dios.
Por los méritos de Cristo puede restaurarse la armonía entre Dios y la
humanidad. Pero para esto nuestro corazón necesita ser renovado por la
gracia divina; debe recibir nueva vida de lo alto. Este cambio es el
nuevo nacimiento, sin el cual, según expuso Jesús, nadie «puede ver el
reino de Dios» (Juan 3: 3).
El primer
paso hacia la reconciliación con Dios, es la convicción del pecado. «El
pecado es transgresión de la ley». «Por medio de la ley es el
conocimiento del pecado» (1 Juan 3: 4; Rom. 3: 20). Solo cuando
contemplamos la elevada norma de justicia que Dios ha establecido
podemos reconocer nuestra culpabilidad. La ley de Dios es un espejo que
nos muestra un carácter perfecto y justo, y nos permite discernir los
defectos de nuestro propio carácter.
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