QUIENES
SE ENCUENTRAN al pie de la cruz no se glorían de sí mismos, tampoco
pretenden arrogantemente estar libres de pecado. Para ellos resulta
obvio que sus pecados fueron la causa de la agonía que padeció el Hijo
de Dios; y este pensamiento les inspira profunda humildad. Los que viven
más cerca de Jesús son también los que perciben mejor la fragilidad y
culpabilidad de la humanidad, y cifran su esperanza únicamente en los
méritos de un Salvador crucificado y resucitado.
La
santificación, tal como muchos la entienden en el mundo religioso
actual, conduce al orgullo espiritual y al menosprecio de la ley de
Dios, pues se presenta como ajena a la religión de la Biblia. Sus
defensores señalan que la santificación es una obra instantánea, por la
cual, mediante la fe solamente, alcanzan perfecta santidad. «Tan solo
cree —dicen— y alcanzarás la bendición». Según ellos, no se necesita
mayor esfuerzo de parte del que recibe la bendición. Al mismo tiempo
niegan la autoridad de la ley de Dios y afirman que no es necesario
guardar los mandamientos. ¿Pero será acaso posible que alcancemos la
santidad y estemos de acuerdo con la voluntad y el modo de ser de Dios,
si no nos ponemos primero en armonía con los principios que expresan su
naturaleza y voluntad, y muestran lo que le agrada?
El deseo
de llevar una religión fácil, que no exija luchas, ni desprendimiento,
ni ruptura con los excesos del mundo, ha hecho popular la doctrina de la
fe, y la fe sola; ¿pero qué dice la Palabra de Dios? […]
El
testimonio de la Palabra de Dios se opone a esta doctrina dañina de la
fe sin obras. No es fe pretender el favor del cielo sin cumplir las
condiciones necesarias para que se nos conceda la gracia. Esto es
presunción, pues la fe verdadera se basa en las promesas y disposiciones
de las Sagradas Escrituras.
Nadie se
engañe a sí mismo creyendo que puede volverse santo mientras viole uno
de los mandamientos de Dios. Un pecado cometido deliberadamente acalla
la voz del Espíritu Santo y separa al alma de Dios. […] No podemos
reconocer a nadie como santo sin haberle comparado primero con la única
regla de santidad que Dios ha establecido en el cielo y en la tierra.
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