Devoción Matutina para Adultos 2017 | La justicia propia
DECIR QUE
SE ESTÁ libre de pecado es una evidencia irrefutable de que el que tal
asevera dista mucho de ser santo. Solo puede creerse santo quien no
tiene un verdadero concepto de lo que es la pureza y santidad infinita
de Dios, ni de lo que deben ser los que han de armonizar con su
carácter; solo asevera estar libre de pecado quien no tiene un verdadero
concepto de la pureza y perfección supremas de Jesús ni de la maldad y
horror del pecado. Cuanto más lejos esté una persona de Cristo y más
equivocada se encuentre acerca del carácter de Dios y lo que él espera
de nosotros, más justo se cree.
La
santificación que presentan las Santas Escrituras abarca todo el ser.
Pablo rogaba por los tesalonicenses, que «todo su ser, espíritu, alma y
cuerpo» fuese guardado y presentado «sin defecto alguno, para la venida
de nuestro Señor Jesucristo» (1 Tes. 5: 23, DHH). Y vuelve a escribir a
los creyentes: «Hermanos, tomando en cuenta la misericordia de Dios, les
ruego que cada uno de ustedes, en adoración espiritual, ofrezca su
cuerpo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios» (Rom. 12: 1,
NVI). En tiempos del antiguo Israel, toda ofrenda que se traía a Dios
debía ser cuidadosamente examinada. Si se descubría un defecto en el
animal, se lo rechazaba, pues Dios había mandado que las ofrendas fuesen
«sin defecto» (Lev. 1:3). Así también se pide a los cristianos que
presenten sus cuerpos en «sacrificio vivo, santo y agradable a Dios»
(Rom. 12: 1). Para ello, todas nuestras destrezas deben conservarse en
el mejor estado posible. Todo hábito que pueda debilitarnos física o
mentalmente nos incapacita para servir al Creador. ¿Y se complacerá Dios
con menos de lo mejor que podamos ofrecerle? Cristo dijo: «Amarás al
Señor tu Dios de todo tu corazón» (Mat. 22: 37). Los que aman a Dios de
todo corazón desearán darle lo mejor de sus vidas y tratarán siempre de
poner todas sus capacidades en armonía con las leyes que representan su
voluntad. No permitirán que tenga defecto alguno la ofrenda que
presentan a su Padre celestial […].
Cada vez
que cedemos al pecado nuestra mente se debilita y se nubla el
entendimiento, de modo que la Palabra o el Espíritu de Dios solo causa
una débil impresión en el corazón.
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