EL SALVADOR vio un caso de extrema miseria. Un hombre que había estado imposibilitado durante treinta y ocho años. Su enfermedad era en gran parte resultado de su propio pecado y considerada como juicio de Dios. Solo y sin amigos, sintiéndose privado de la misericordia de Dios, el enfermo había sufrido largos años. […]
Jesús no le pidió que tuviera fe en él. Simplemente le dijo: «Levántate, toma tu camilla, y anda» (Juan 5: 8). Pero el enfermo se aferró con fe a esa orden. Sintió nueva vida en todos sus nervios y músculos, vida que se transmitió a sus miembros inválidos. Sin la menor duda, aquel paralítico dedicó sus fuerzas a obedecer la orden de Cristo, y todos sus músculos respondieron. De un salto se puso de pie, y se dio cuenta de que ahora es un hombre activo.
Jesús no le había dado seguridad alguna de ayuda divina. El paralítico podría haberse detenido a dudar, y así haber perdido su única oportunidad de ser sanado. Pero creyó en la palabra de Cristo, y al obrar de acuerdo con ella recibió fortaleza y sanidad.
Por la misma fe podemos recibir curación espiritual. El pecado nos separó de Dios. Nuestra alma está paralizada. Por nosotros mismos somos tan incapaces de vivir una vida santa como aquel lisiado lo era de caminar. Son muchos los que comprenden su impotencia y anhelan esa vida espiritual que los pondría en armonía con Dios; luchan en vano para obtenerla. En su desesperación claman: «¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rom. 7: 24). Todos los que luchan presa de la desesperación pueden alzar la mirada. El Salvador se inclina hacia el alma adquirida por su sangre, diciendo con inefable ternura y compasión: «¿Quieres ser sano?» (Juan 5:6). Él nos invita a levantarnos llenos de salud y paz. No esperemos hasta sentir que hemos sido sanados. Creamos en su palabra, y se cumplirá. Pongamos nuestra voluntad de parte de Cristo. Sintamos el deseo de servirle, y al obrar de acuerdo con su palabra, recibiremos fortaleza. Cualquiera sea la mala conducta, la pasión dominante que haya llegado a esclavizar nuestra alma y cuerpo por haber cedido largo tiempo a ella, Cristo puede y anhela librarnos. Él impartirá vida al alma de los que «estaban muertos en sus transgresiones y pecados» (Efe. 2: 1, NVI). Librará al cautivo que está sujeto por la debilidad, la desgracia y las cadenas del pecado
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