«Por medio de estas cosas nos ha dado sus promesas, que son muy grandes y de mucho valor, para que por ellas lleguen ustedes a tener parte en la naturaleza de Dios». 2 Pedro 1: 4, DHH
CUANDO SUPLICAMOS al Señor que se compadezca de nosotros en nuestras aflicciones y que nos guíe mediante su Santo Espíritu, no desoirá nuestra petición. Es posible que aun un padre se aleje de su hijo hambriento, pero Dios no podrá nunca rechazar el clamor del corazón menesteroso y anhelante. ¡Con qué ternura maravillosa describió su amor! A los que en días de tinieblas sientan que Dios no cuida de ellos, este es el mensaje del corazón del Padre: «Pero Sion dijo: “El Señor me ha abandonado; el Señor se ha olvidado de mí”. ¿Puede una madre olvidar a su niño de pecho, y dejar de amar al hijo que ha dado a luz? ¡Aun cuando ella lo olvidara, ¡yo no te olvidaré! Grabada te llevo en las palmas de mis manos» (Isa. 49: 14-16, NVI).
Toda promesa de la Palabra de Dios viene a ser un motivo para orar, pues su cumplimiento nos ha sido garantizado por la palabra empeñada por el señor. Tenemos el privilegio de pedir por medio de Jesús cualquier bendición espiritual que necesitemos. Podemos decir al Señor exactamente lo que necesitamos, con la sencillez de un niño. Podemos exponerle nuestros asuntos temporales, y suplicarle pan y vestido, así como el pan de vida y el manto de la justicia de Cristo. Nuestro Padre celestial sabe que necesitamos todas estas cosas, y nos invita a pedírselas. En el nombre de Jesús es como se recibe todo favor. […]
No olvidemos, sin embargo, que al acercarnos a Dios como a un Padre, reconocemos nuestra relación con él como hijos. No solamente nos fiamos en su bondad, sino que nos sometemos a su voluntad en todas las cosas, sabiendo que su amor no cambia. Nos consagramos para hacer su obra. A quienes había invitado a buscar primero el reino de Dios y su justicia, Jesús les prometió: «Pidan y recibirán» (Juan 16: 24, NVI).
Los dones de Aquel que tiene todo poder en el cielo y en la tierra esperan a los hijos de Dios. Todos los que acudan a Dios como niñitos recibirán y gozarán dádivas preciosísimas pues las proveyó el costoso sacrificio de la sangre del Redentor, dones que satisfarán el anhelo más profundo del corazón, regalos permanentes como la eternidad. Aceptemos como dirigidas a nosotros las promesas de Dios. Presentémoslas ante él como sus propias palabras, y recibiremos la plenitud del gozo
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