Devoción Matutina Adultos | La llave en la mano de la fe
¿QUÉ PUEDEN pensar los ángeles del cielo de los pobres seres humanos desvalidos, sujetos a la tentación, y que sin embargo oran tan poco y tienen tan poca fe, cuando el gran Dios lleno de infinito amor se compadece de ellos y está dispuesto a darles más de lo que pueden pedir o imaginar? […] Las tinieblas del maligno envuelven a aquellos que descuidan la oración. Las tentaciones secretas del enemigo los incitan al pecado; y todo porque no se valen del
privilegio de orar que Dios les ha concedido. ¿Por qué los hijos e hijas de Dios son tan perezosos para orar, cuando la oración es la llave en la mano de la fe para abrir el almacén del cielo donde están atesorados los recursos infinitos de la Omnipotencia? Sin oración incesante y vigilancia diligente corremos el riesgo de volvernos indiferentes y de desviarnos del buen camino. El adversario procura constantemente obstruir el acceso al propiciatorio para que no obtengamos, mediante fervientes súplicas y fe, gracia y poder para resistir la tentación.
Hay ciertas condiciones de acuerdo con las cuales podemos esperar que Dios escuche y conteste nuestras oraciones. Una de las primeras es que sintamos necesidad de la ayuda que él puede dar. Él nos ha dejado esta promesa: «Regaré con agua la tierra sedienta, y con arroyos el suelo seco» (Isa. 44: 3, NVI). Los que tienen hambre y sed de justicia, los que suspiran por Dios, pueden estar seguros de que serán saciados. El corazón tiene que estar abierto a la influencia del Espíritu; de otra manera no puede recibir las bendiciones de Dios.
Nuestra gran necesidad es en sí misma un argumento, y habla elocuentemente en nuestro favor. Pero se necesita buscar al Señor para que haga estas cosas por nosotros.
Nos dice: «Pidan, y se les dará» (Mat. 7: 7, NVI). Y «el que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de darnos generosamente, junto con él, todas las cosas?» (Rom. 8: 32, NVI).
Si toleramos la iniquidad en nuestro corazón, si nos aferramos a algún pecado del que somos conscientes, el Señor no nos oirá; pero la oración del suplicante confeso y arrepentido será siempre aceptada. Cuando hayamos confesado con verdadero dolor de corazón, y corregido en lo posible todos nuestros pecados conocidos, podremos esperar que Dios conteste nuestras oraciones. Ningún mérito nuestro podría jamás hacernos merecedores de la gracia de Dios. Son los méritos del Señor Jesús los que nos salvan y su sangre la que nos limpia; sin embargo nosotros tenemos una parte que hacer para cumplir las condiciones de la aceptación.
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