HASTA ENTONCES, los discípulos no conocían los recursos y el poder limitado del Salvador. Él les dijo: «Hasta ahora no han pedido nada en mi nombre» (Juan 16: 24, NVI). Explicó que el secreto de su éxito consistiría en pedir fuerza y gracia en su nombre. Estaría delante del Padre para pedir por ellos. La oración del humilde suplicante es presentada por él como su propio deseo en favor de aquella alma. Cada oración sincera es oída en el cielo. Tal vez no sea expresada con fluidez; pero si procede del corazón ascenderá al santuario donde Jesús ministra, y él la presentará al Padre sin balbuceos, hermosa y fragante con el incienso de su propia perfección.
La senda de la sinceridad e integridad no es una senda libre de obstáculos, pero en toda dificultad hemos de ver una invitación a orar. Nadie tiene poder que no haya recibido de Dios, y la fuente de donde proviene está abierta para el ser humano más débil. «Y todo lo que pidan al Padre en mi nombre —dijo Jesús—, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si algo piden en mi nombre, yo lo haré» (Juan 14: 13-14, RVC).
Cristo ordenó a sus discípulos que oraran en su nombre. En el nombre de Cristo hemos de comparecer ante el Padre. Por el sacrificio hecho en nuestro favor Dios nos tiene en alta estima. Se nos considera valiosos a causa de la justicia de Cristo. Por causa de Cristo, el Señor perdona a los que le temen. No ve en ellos la vileza del pecador sino que reconoce en ellos la semejanza de su Hijo en quien creen.
El Señor se entristece cuando su pueblo se tiene en estima demasiado baja. Desea que su heredad escogida se estime según el valor que él le ha atribuido. Dios nos ama; de lo contrario no habría mandado a su Hijo a una empresa tan costosa para redimirnos. Tiene una tarea para cada uno de nosotros y le agrada cuando le dirigimos las más elevadas demandas a fin de glorificar su nombre. Podemos esperar grandes cosas si tenemos fe en sus promesas.
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