La primera persecución
De la Iglesia tuvo lugar en el año 67, bajo Nerón, el sexto emperador de
Roma. Este monarca reinó por el espacio de cinco años de una manera tolerable, pero luego dio
rienda suelta al mayor desenfreno y a las más atroces barbaridades. Entre otros caprichos
diabólicos, ordenó que la ciudad de Roma fuera incendiada, orden que fue cumplida por sus
oficiales, guardas y siervos. Mientras la ciudad imperial estaba en llamas, subió a la torre de
Mecenas, tocando la lira y cantando el cántico del incendio de Troya, declarando abiertamente
que «deseaba la ruina de todas las cosas antes de su muerte». Además del gran edificio del Circo,
muchos otros palacios y casas quedaron destruidos; varios miles de personas perecieron en las
llamas, o se ahogaron en el humo, o quedaron sepultados bajo las ruinas.
Este terrible incendio duró nueve años. Cuando Nerón descubrió que, su conducta era
intensamente censurada, y que era objeto de un profundo odio, decidió inculpar a los cristianos, a
la vez para excusarse para aprovechar la oportunidad para llenar su mirada con nuevas
crueldades. Esta fue la causa de la primera persecución; y las brutalidades cometidas contra los
cristianos fueron tales que incluso movieron a los mismos romanos a compasión. Nerón incluso
refinó sus crueldades e inventó todo tipo de castigos contra los cristianos que pudiera inventar la
más infernal imaginación. En particular, hizo que algunos fueran cosidos en pieles de animales
silvestres, antojándolos a los perros hasta que expiraran; a otros los vistió de camisas atiesadas
con cera, atándolos a postes, y los encendió en sus jardines, para iluminarlos. Esta persecución
fue general por todo el Imperio Romano; pero más bien aumentó que disminuyó el espíritu del
cristianismo. Fue durante esta persecución que fueron martirizados San Pablo y San Pedro.
A sus nombres se pueden añadir Erasto, tesorero de Corinto; Aristarco, el macedonio, y
Trófimo, de Éfeso, convertido por San Pablo y su colaborador, así como Josés, comúnmente
llamado Barsabás, y Ananías, obispo de Damasco; cada uno de los Setenta.
La Segunda persecución,
Bajo Domiciano, el 81 d.C
El emperador Domiciano, de natural inclinado a la crueldad, dio muerte primero a su
hermano, y luego suscitó la segunda persecución contra los cristianos. En su furor dio muerte a
algunos senadores romanos, a algunos por malicia, y a otros para confiscar sus fincas. Luego
mandó que todos los pertenecientes al linaje de David fueran ejecutados.
Entre los numerosos mártires que sufrieron durante esta persecución estaban Simeón,
obispo de Jerusalén, que fue crucificado, y San Juan, que fue hervido en aceite, y luego
desterrado a Patmos. Flavia, hija de un senador romano, fue asimismo desterrada al Ponto; y se
dictó una ley diciendo: «Que ningún cristiano, una vez traído ante un tribunal, quede exento de
castigo sin que renuncie a su religión».
Durante este reinado se redactaron varias historias inventadas, con el fin de dañar a los
cristianos. Tal era el apasionamiento de los paganos que si cualquier hambre, epidemia o
terremotos asolaban cualquiera de las provincias romanas, se achacaba a los cristianos. Estas
persecuciones contra los cristianos aumentaron el número de informadores, y muchos, movidos
por la codicia, testificaron en falso contra las vidas de los inocentes.
Otra dificultad fue que cuando cualquier cristiano era llevado ante los tribunales, se les
sometía a un juramento de prueba, y si rehusaban tomarlo, se les sentenciaba a muerte, mientras
que si se confesaban cristianos, la sentencia era la misma.
Los siguientes fueron los más destacables entre los numerosos mártires que sufrieron
durante esta persecución.
Dionisio, el areopaguita, era ateniense de nacimiento, y fue instruido en toda la literatura
útil y estética de Grecia. Viajó luego a Egipto para estudiar astronomía, e hizo observaciones
muy precisas del gran eclipse sobrenatural que tuvo lugar en el tiempo de la crucifixión de
nuestro Salvador.
La santidad de su forma de vivir y la pureza de sus maneras le recomendaron de tal
manera ante los cristianos en general que fue designado obispo de Atenas.
Nicodemo, un benevolente cristiano de alguna distinción, sufrió en Roma durante el furor
de la persecución de Domiciano.
Protasio y Gervasio fueron martirizados en Milán.
Timoteo, el célebre discípulo de San Pablo, fue obispo de Éfeso, donde gobernó celosamente la
Iglesia hasta el 97 d.C. En este tiempo, cuando los paganos estaban para celebrar una fiesta
llamada Catagogión, Timoteo, enfrentándose a la procesión, los reprendió severamente por su
ridícula idolatría, lo que exasperó de tal manera al pueblo que cayeron sobre el con palos, y lo
apalizaron de manera tan terrible que expiró dos días después por efecto de los golpes.
La tercera persecución,
Bajo Trajano, 108 d.C.
En la tercera persecución, Plinio el Joven, hombre erudito y famoso, viendo la lamentable
matanza de cristianos, y movido por ella a compasión, escribió a Trajano, comunicándole que
había muchos miles de ellos que eran muertos a diario, que no habían hecho nada contrario a las
leyes de Roma, por lo que no merecían persecución. «Todo lo que ellos contaban acerca de su
crimen o error (como se tenga que llamar) sólo consistía en esto: que solían reunirse en
determinado día antes del amanecer, y repetir juntos una oración compuesta en honor de Cristo
como Dios, y a comprometerse por obligación no ciertamente a cometer maldad alguna, sino al
contrario, a nunca cometer hurtos, robos o adulterio, a nunca falsear su palabra, a nunca
defraudar a nadie; después de lo cual era costumbre separarse, y volverse a reunir después para
participar en común de una comida inocente.»
En esta persecución sufrieron el bienaventurado mártir Ignacio, que es tenido en gran
reverencia entre muchos. Este Ignacio había sido designado al obispado de Antioquia, siguiendo
a Pedro en sucesión. Algunos dicen que al ser enviado de Siria a Roma, porque profesaba a
Cristo, fue entregado a las fieras para ser devorado. También se dice de él que cuando pasó por
Asia [la actual Turquía], estando bajo el más estricto cuidado de sus guardianes, fortaleció y
confirmó a las iglesias por todas las ciudades por donde pasaba, tanto con sus exhortaciones
como predicando la Palabra de Dios. Así, habiendo negado a Esmirna, escribió a la Iglesia de
Roma, exhortándoles para que no emplearan medio alguno para liberarle de su martirio, no fuera
que le privaran de aquello que más anhelaba y esperaba. «Ahora comienzo a ser un discípulo.
Nada me importa de las cosas visibles o invisibles, para poder sólo ganar a Cristo. ¡Que el fuego
y la cruz, que manadas de bestias salvajes, que la rotura de los huesos y el desgarramiento de
todo el cuerpo, y que toda la malicia del diablo vengan sobre mí; ¡sea así, si sólo puedo ganar a
Cristo Jesús!» E incluso cuando fue sentenciado a ser echado a las fieras, tal era el ardiente deseo
que tenía de padecer, que decía, cada vez que oía rugir a los leones: «Soy el trigo de Cristo; voy
a ser molido con los dientes de fieras salvajes para que pueda ser hallado pan puro».
Adriano, el sucesor de Trajano, prosiguió esta tercera persecución con tanta severidad
como su sucesor. Alrededor de este tiempo fueron martirizados Alejandro, obispo de Roma, y
sus dos diáconos; también Quirino y Hermes, con sus familias; Zeno, un noble romano, y
alrededor de diez mil otros cristianos.
Muchos fueron crucificados en el Monte Ararat, coronados de espinas, siendo traspasados
con lanzas, en imitación de la pasión de Cristo. Eustaquio, un valiente comandante romano, con
muchos éxitos militares, recibió la orden de parte del emperador de unirse a un sacrificio
idolátfico para celebrar algunas de sus propias victorias. Pero su fe (pues era cristiano de
corazón) era tanto más grande que su vanidad, que rehusó noblemente. Enfurecido por esta
negativa, el desagradecido emperador olvidó los servicios de este diestro comandante, y ordenó
su martirio y el de toda su familia.
En el martirio de Faustines y Jovitas, que eran hermanos y ciudadanos de Brescia, tantos
fueron sus padecimientos y tan grande su paciencia, que el Calocerio, un pagano,
contemplándolos, quedó absorto de admiración, y exclamó, en un arrebato: « ¡Grande es el Dios
de los cristianos! », por lo cual fue prendido y se le hizo sufrir pareja suerte.
Muchas otras crueldades y rigores tuvieron que sufrir los cristianos, hasta que Quadratus,
obispo de Atenas, hizo una erudita apología en su favor delante del emperador, que estaba
entonces presente, y Arístides, un filósofo de la misma ciudad, escribió una elegante epístola, lo
que llevó a Adriano a disminuir su severidad y a ceder en favor de ellos.
Adriano, al morir en el 138 d.C., fue sucedido por Antonino Pío, uno de los más gentiles
monarcas que jamás minara, y que detuvo las persecuciones contra los cristianos.
La cuarta persecución,
Bajo Marco Aurelio Antonino, 162 d.C.
Marco Aurelio sucedió en el trono en el año 161 de nuestro Señor, era un hombre de naturaleza
más rígida y severa, y aunque elogiable en el estudio de la filosofía y en su actividad de
gobierno, fue duro y fiero contra los cristianos, y desencadenó la cuarta persecución.
Las crueldades ejecutadas en esta persecución fueron de tal calibre que muchos de los
espectadores se estremecían de honor al verlas, y quedaban atónitos ante el valor de los
sufrientes. Algunos de los mártires eran obligados a pasar, con sus pies ya heridos, sobre espinas,
clavos, aguzadas conchas, etc., puestos de punta; otros eran azotados hasta que quedaban a la
vista sus tendones y venas, y, después de haber sufrido los más atroces tormentos que pudieran
inventarse, eran destruidos por las muertes más temibles.
Germánico, un hombre joven, pero verdadero cristiano, siendo entregado a las fieras a
causa de su fe, se condujo con un valor tan asombroso que varios paganos se convirtieron a
aquella fe que inspiraba tal arrojo.
Policarpo, el venerable obispo de Esmirna, se ocultó al oír que le estaban buscando, pero fue
descubierto por un niño. Tras dar una comida a los guardas que le habían prendido, les pidió una
hora de oración, lo que le permitieron, y oró con tal fervor que los guardas que le habían
arrestado sintieron haberio hecho. Sin embargo, lo llevaron ante el procónsul, y fue condenado y
quemado en la plaza del mercado.
El procónsul le apremió, diciendo: «Jura, y te daré la libertad: Blasfema contra Cristo.»
Policarpo le respondió: «Durante ochenta y seis años le he servido, y nunca me ha hecho
mal alguno: ¿Cómo voy yo a blasfemar contra mi Rey, que me ha salvado?» En la estaca fue
sólo atado, y no clavado como era costumbre, porque les aseguró que se iba a quedar inmóvil; al
encenderse la hoguera, las llamas rodearon su cuerpo, como un arco, sin tocarlo; entonces dieron
orden al verdugo que lo traspasara con una espada, con lo que manó tal cantidad de sangre que
apagó el fuego. Sin embargo se dio orden, por instigación de los enemigos del Evangelio,
especialmente judíos, de que su cuerpo fuera consumido en la hoguera, y la petición de sus
amigos, que querían darle cristiana sepultura, fue rechazada. Sin embargo, recogieron sus huesos
y tanto de sus miembros como pudieron, y los hicieron enterrar decentemente.
Metrodoro, un ministro que predicaba denodadamente, y Pionio, que hizo varias
excelentes apologías de la fe cristiana, fueron también quemados. Carpo y Papilo, dos dignos
cristianos, y Agatónica, una piadosa mujer, sufrió el martirio en Pergamópolis, en Asia.
Felicitate, una ilustre dama romana, de una familia de buena posición, y muy virtuosa, era
una devota cristiana. Tenía siete hijos, a los que había educado con la más ejemplar piedad.
Enero, el mayor, fue flagelado y prensado hasta morir con pesos; Félix y Felipe, que le
seguían en edad, fueron descerebrados con garrotes; Silvano, el cuarto, fue asesinado siendo
echado a un precipicio; y los tres hijos menores, Alejandro, Vital y Marcial, fueron decapitados.
La madre fue después decapitada con la misma espada que los otros tres.
Justino, el célebre filósofo, murió mártir en esta persecución. Era natural de Nápolis, en
Sarnaria, y había nacido el 103 d.C. Fue un gran amante de la verdad y erudito universal;
investigó las filosofías estoica y peripatética, y probó la pitagórica, pero, disgustándole la
conducta de uno de sus profesores, investigó la platónica, en la que encontró gran deleite.
Alrededor del año 13 3, a los treinta años, se convirtió al cristianismo, y entonces, por vez
primera, percibió la verdadera naturaleza de la verdad.
Escribió una elegante epístola a los gentiles, y empleó sus talentos para convencer a los
judíos de la verdad de los ritos cristianos. Dedicó gran tiempo a viajar, hasta que estableció su
residencia en Roma, en el monte Viminal.
Abrió una escuela pública, enseñó a muchos que posteriormente fueron personajes
prominentes, y escribió un tratado para confutar las herejías de todo tipo. Cuando los paganos
comenzaron a tratar a los cristianos con gran severidad, Justino escribió su primera apología en
favor de ellos. Este escrito exhibe una gran erudición y genio, e hizo que el emperador publicara
un edicto en favor de los cristianos.
Poco después entró en frecuentes discusiones con Crescente, persona de vida viciosa,
pero que era un célebre filósofo cínico; los argumentos de Justino fueron tan poderosos, pero
odiosos para el cínico, que decidió, y consiguió, su destrucción.
La segunda apología de Justino, debido a ciertas cosas que contenía, dio al cínico
Crescente una oportunidad para predisponer al emperador en contra de su autor, y por esto
Justino fue arrestado, junto con seis compañeros suyos. Al ordenársele que sacrificara a los
ídolos paganos, rehusaron, y fueron condenados a ser azotados, y a continuación decapitados;
esta sentencia se cumplió con toda la severidad imaginable.
Varios fueron decapitados por rehusar sacrificar a la imagen de Júpiter, en particular Concordo,
diácono de la ciudad de Spolito.
Al levantarse en armas contra Roma algunas de las agitadas naciones del norte, el
emperador se puso en marcha para enfrentarse a ellas. Sin embargo, se vio atrapado en una
emboscada, y temió perder todo su ejército. Encerrado entre montañas, rodeado de enemigos y
muriéndose de sed, en vano invocaron a las deidades paganas, y entonces ordenó a los hombres
que pertenecían a la militine, o legión del trueno, que oraran a su Dios pidiendo socorro. De
inmediato tuvo lugar una milagrosa liberación; cayó una cantidad prodigiosa de lluvia, que fue
recogida por los hombres, haciendo presas, y dio un alivio repentino y asombroso. Parece que la
tormenta, que se abatió intensamente sobre los rostros de los enemigos, los intimidó de tal
manera, que una parte desertó hacia el ejército romano; el resto fueron derrotados, y las
provincias rebeldes fueron totalmente recuperadas.
Este asunto hizo que la persecución amainara por algún tiempo, al menos en aquellas
zonas inmediatamente bajo la inspección del emperador, pero nos encontramos que pronto se
desencadenó en Francia, particularmente en Lyon, donde las torturas que fueron impuestas a
muchos de los cristianos casi rebasan la capacidad de descripción.
Los principales de estos mártires fueron un joven llamado Vetio Agato; Blandina, una
dama cristiana de débil constitución; Sancto, que era diácono en Vienna; a éste le aplicaron
platos de bronce al rojo vivo sobre las partes más sensibles de su cuerpo; Biblias, una débil mujer
que había sido apóstata anteriormente. Attalo, de Pérgamo, y Potino, el venerable obispo de
Lyon, que ienía noventa años. El día en que Blandina y otros tres campeones de la fe fueron
llevados al anfiteatro, a ella la colgaron de un madero fijado sobre el suelo, y la expusieron a las
fieras como alimento-, mientras tanto ella, con sus fervorosas oraciones, alentaba a los otros.
Pero ninguna de las fieras la tocó, por lo que fue vuelta a llevar a la mazmorra. Cuando fue
sacada por tercera y última vez, salió acompañada por Pontico, un joven de quince años, y la
constancia de la fe de ellos enfureció de tal manera a la multitud que no fueron respetados ni el
sexo de ella ni la juventud de él, y los hicieron objeto de todo tipo de castigos y torturas.
Fortalecido por Blandina, el muchacho perseveró hasta la muerte; y ella, después de soportar los
tormentos mencionados, fue finalmente muerta con espada.
En estas ocasiones, cuando los cristianos recibían el martirio, iban omados y coronados
con guirnaldas de flores; por ellas, en el cielo, recibían eternas coronas de gloria.
Se ha dicho que las vidas de los cristianos primitivos consistían de «persecución por encima del
suelo y oración por debajo del suelo.» Sus vidas están expresadas por el Coliseo y las
catacumbas. Debajo de Roma están los subterráneos que llamamos las catacumbas, que eran a la
vez templos y tumbas. La primitiva Iglesia en Roma podría ser llamada con razón la Iglesia de
las Catacumbas. Hay unas sesenta catacumbas cerca de Roma, en las que se han seguido unas
seiscientas millas de galerías, y esto no es la totalidad. Estas galerías tienen una altura de
alrededor de ocho pies (2,4 metros) y una anchura de entre tres a cinco pies (de casi 1 metro
hasta 1,5), y contienen a cada lado varias hileras de recesos largos, bajos, horizontales, uno
encima de otros como a modo de literas en un barco. En estos nichos eran puestos los cadáveres,
y eran cerrados bien con una simple lápida de mármol, o con varias grandes losas de tierra cocida
ligadas con mortero. En estas lápidas o losas hay grabados o pintados epitafios y símbolos. Tanto
los paganos como los cristianos sepultaban a sus muertos en estas catacumbas. Cuando se
abrieron los sepulcros cristianos, los esqueletos contaron su temible historia. Se encuentran
cabezas separadas del cuerpo; costillas y clavículas rotas, huesos frecuentemente calcinados por
el fuego. Pero a pesar de la terrible historia de persecución que podemos leer ahí, las
inscripciones respiran paz, gozo y triunfo. Aquí tenemos unas cuantas:
«Aquí yace Marcia, puesta a reposar en un sueño de paz.»
«Lorenzo a su más dulce hijo, llevado por los ángeles.»
«Victorioso en paz y en Cristo.»
«Al ser llamado, se fue en paz.»
Recordemos, al leer estas inscripciones la historia que los esqueletos cuentan de persecución,
tortura y fuego.
Pero la plena fuerza de estos epitafios se aprecia cuando los contrastarnos con los epitafios
paganos, como:
«Vive para esta hora presente, porque de nada más estamos seguros.»
«Levanto mi mano contra los dioses que me arrebataron a los veinte años, aunque nada malo
había hecho.»
«Una vez no era. Ahora no soy. Nada sé de ello, y no es mi preocupación.»
«Peregrino, no me maldigas cuando pases por aquí, porque estoy en tinieblas y no puedo
responder.»
Los más frecuentes símbolos cristianos en las paredes de las catacumbas son el buen pastor con
el cordero en sus hombros, una nave con todo el velamen, arpas, anclas, coronas, vides, y por
encima de todo, el pez.
La quinta persecución,
Comenzando con Severo, el 192 d.C.
Severo, recuperado de una grave enfermedad por los cuidados de un cristiano, Regó a ser
un gran favorecedor de los cristianos en general; pero al prevalecer los prejuicios y la furia de la
multitud ignorante, se pusieron en acción unas leyes obsoletas contra los cristianos. El avance del
cristianismo alarmaba a los paganos, y reavivaron la enmohecida calumnia de achacar a los
cristianos les desgracias accidentales que sobrevenían. Esta persecución se desencadenó en el
192 d.C.
Pero aunque rugía la malicia persecutoria, sin embargo el Evangelio resplandecía
fulgurosarnente; y firme como inexpugnable roca resistía con éxito a los ataques de sus chillones
enemigos. Tertuliano, que vivió en esta época, nos informa de que si los cristianos se hubieran
ido en masa de los territorios romanos, el imperio habría quedado despoblado en gran manera.
Víctor, obispo de Roma, sufrió el martírio en el primer año del siglo tercero, el 201 d.C.
Leónidas, padre del célebre Orígenes, fue decapitado por cristiano. Muchos de los oyentes de
Orígenes también sufrieron el martirio; en particular dos hermanos, llamados Plutarco y Sereno;
otro Sereno, Herón y Heráclides, fueron decapitados. A Rhais le deffarnaron brea hirviendo
sobre la capeza, y luego lo quemaron, como también su madre Marcela. Potainiena, hermana de
Rhais, fue ejecutada de la misma forma que Rhais; pero Basflides, oficial del ejército, a quien se
le ordenó que asistiera a la ejecución, se convirtió.
Al pedírsele a Basílides, que era oficial, que hiciera un cierto juramento, rehusó, diciendo
que no podría jurar por los ídolos romanos, por cuanto era cristiano. Llenos de estupor, los del
populacho no podían al principio creer lo que oían; pero tan pronto él confirmó lo que había
dicho, fue arrastrado ante el juez, echado en la cárcel, y poco después decapitado.
Ireneo, obispo de Lyon, había nacido en Grecia, y recibió una educación esmerada y cristiana. Se
supone generalmente que el relato de las persecuciones en Lyon fue escrito por él mismo.
Sucedió al mártir Potino como obispo de Lyon, y gobernó su diócesis con gran discreción; era un
celoso oponente de las herejías en general, y alrededor del 187 d.C. escribió un célebre tratado
contra las herejías. Víctor, obispo de Roma, queriendo imponer allí la observancia de la Pascua
en preferencia a otros lugares, ocasionó algunos desórdenes entre los cristianos. De manera
particular, Ireneo le escribió una epístola sinódica, en nombre de las iglesias galicanas. Este celo
en favor del cristianismo lo señaló como objeto de resentimiento ante el emperador, y fue
decapitado el 202 d.C.
Extendiéndose las persecuciones a África, muchos fueron martirizados en aquel lugar del
globo; mencionaremos a los más destacados entre ellos.
Perpetua, de unos veintidós años, casada. Los que sufrieron con ella fueron Felicitas, una
mujer casada y ya en muy avanzado estado de gestación cuando fue arrestada, y Revocato,
catecúmeno de Cartago, y un esclavo. Los nombres de los otros presos destinados a sufrir en esta
ocasión eran Saturnino, Secundulo y Satur. En el día señalado para su ejecución fueron llevados
al anfiteatro. A Satur, Secúndulo y Revocato les mandaron que corrieran entre los cuidados de
las fieras. Estos, dispuestos en dos hileras, los flagelaron severamente mientras corrían entre
ellos. Felicitas y Perpetua fueron desnudadas para echarlas a un toro bravo, que se lanzó primero
contra Perpetua, dejándola inconsciente; luego se abalanzó contra Felicitas, y la empitonó
terriblemente; pero no habían quedado muertas, por lo que el verdugo las despachó con una
espada. Revocato y Satur fueron devorados por las fieras; Saturnino fue decapitado, y Secúndulo
murió en la cárcel. Estas ejecuciones tuvieron lugar en el ocho de marzo del año 205.
Esperato y otros doce fueron decapitados, lo mismo que Androcles en Francia.
Asclepiades, obispo de Antioquia, sufrió muchas torturas, pero no fue muerto.
Cecilia, una joven dama de una buena familia en Roma, fue casada con un caballero
llamado Valeriano, y convirtió a su marido y hermano, que fueron decapitados; el máximo, u
oficial, que los llevó a la ejecución, fue convertido por ellos, y sufrió su misma suerte. La dama
fue echada desnuda en un baño hirviente, y permaneciendo allí un tiempo considerable, la
decapitaron con una espada. Esto sucedió el 222 d.C.
Calixto, obispo de Roma, sufrió martirio el 224 d.C., pero no se registra la forma de su
muerte; Urbano, obispo de Roma, sufrió la misma suerte el 232 d.C.
La sexta persecución,
Bajo Maximino, el 235 d.C.
El 235 d.C. comenzó, bajo Maximino, una nueva persecución. El gobernador de Capadocia,
Seremiano, hizo todo lo posible para exterminar a los cristianos de aquella provincia.
Las personas principales que murieron bajo este reinado fueron Pontiano, obispo de
Roma; Anteros, un griego, su sucesor, que ofendió al gobierno al recogerlas actas de los
mártires. Pamaquio y Quirito, senadores romanos, junto con sus familias enteras, y muchos otros
cristianos; Simplicio, también senador, Calepodio, un ministro cristiano, que fue echado al Tiber,
Martina, una noble y hermosa doncella; e Hipólito, un prelado cristiano, que fue atado a un
caballo indómito, y arrastrado hasta morir.
Durante esta persecución, suscitada por Maximino, muchísimos cristianos fueron
ejecutados sin juicio, y enterrados indiscriminadamente a montones, a veces cincuenta o sesenta
echados juntos en una fosa común, sin la más mínima decencia.
Al morir el tirano Maximino en el 238 d.C., le sucedió Gordiano, y durante su reinado,
así como el de su sucesor, Felipe, la Iglesia estuvo libre de persecuciones durante más de diez
años; pero en el 249 d.C. se desató una violenta persecución en Alejandría, por instigación de un
sacerdote pagano, sin conocimiento del emperador.
La séptima persecución,
Bajo Decio, el 249 d.C.
Ésta estuvo ocasionada en parte por el aborrecimiento que tenía contra su predecesor Felipe, que
era considerado cristiano, y tuvo lugar en parte por sus celos ante el asombroso avance del
cristianismo; porque los templos paganos comenzaban a ser abandonados, y las iglesias
cristianas estaban llenas.
Estas razones estimularon a Decio a intentar la extirpación del nombre mismo de
cristiano; y fue cosa desafortunada para el Evangelio que varios errores se habían deslizado para
este tiempo dentro de la Iglesia; los cristianos estaban divididos entre sí; los intereses propios
dividían a aquellos a los que el amor social debía haber mantenido unidos; y la virulencia del
orgullo dio lugar a una variedad de facciones.
Los paganos, en general, tenían la ambición de poner en acción los decretos imperiales en esta
ocasión, y consideraban el asesinato de los cristianos como un mérito para sí mismos. En esta
ocasión los mártires fueron innumerables; pero haremos relación de los principales.
Fabiano, obispo de Roma, fue la primera persona en posición eminente que sintió la
severidad de esta persecución. El difunto emperador había puesto su tesoro al cuidado de este
buen hombre, debido a su integridad. Pero Decio, al no hallar tanto como su avaricia le había
hecho esperar, decidió vengarse del buen prelado. Fue entonces arrestado, y decapitado el 20 de
enero del 250 d.C.
Julián, nativo de Cilicia, como nos informa San Crisóstomo, fue arrestado por ser
cristiano. Fue metido en una bolsa de cuero, junto con varias serpientes y escorpiones, y echado
así al mar.
Pedro, un joven muy atractivo tanto de físico como por sus cualidades intelectuales, fue
decapitado por rehusar sacrificar a Venus. En el juicio declaró: «Estoy atónito de que sacrifiquéis
a una mujer tan infame, cuyas abominaciones son registradas por vuestros mismos historiadores,
y cuya vida consistió de unas acciones que vuestras mismas leyes castigarían. No, al verdadero
Dios ofreceré yo el sacrificio aceptable de alabanzas y oraciones.» Al oír esto Optimo, procónsul
de Asia, ordenó al preso que fuera estirado en la rueda de tormento, rompiéndole todos los
huesos, y luego fue enviado a ser decapitado.
A Nicomaco, hecho comparecer ante el procónsul como cristiano, le mandaron que
sacrificara a los ídolos paganos. Nicomaco replicó: «No puedo dar a demonios la reverencia
debida sólo al Todopoderoso.» Esta manera de hablar enfureció de tal manera al procónsul que
Nicomaco fue puesto en el potro. Después de soportar los tormentos durante un tiempo, se
retractó; pero apenas si había dado tal prueba de debilidad que cayó en las mayores agonías, cayó
al suelo, y expiró inmediatamente.
Denisa, una joven de sólo dieciséis años, que contempló este terrible juicio, exclamó de
repente: «Oh infeliz, ¡para qué comprar un momento de alivio a costa de una eternidad de
miseria! » Optimo, al oír esto, la llamó, y al reconocerse Denisa como cristiana, fue poco
después decapitada, por orden suya.
Andrés y Pablo, dos compañeros de Nicomaco el mártir, sufrieron el martirio el 251 d.C.
por lapidación, y murieron clamando a su bendito Redentor.
Alejandro y Epimaco, de Alejandría, fueron arrestados por ser cristianos; al confesar que
efectivamente lo eran, fueron golpeados con estacas, desgarrados con garfios, y al final
quemados con fuego; también se nos informa, en un fragmento preservado por Eusebio, que
cuatro mujeres mártires sufrieron aquel mismo día, y en el mismo lugar, pero no de la misma
manera, por cuanto fueron decapitadas.
Luciano y Marciano, dos malvados paganos, aunque hábiles magos, se convirtieron al
cristianismo, y para expiar sus antiguos errores vivieron como eremitas, sustentándose sólo con
pan y agua. Después de un tiempo en esta condición, devinieron celosos predicadores, e hicieron
muchos convertidos. Sin embargo, rugiendo en este entonces la persecución, fueron arrestados y
llevados ante Sabinio, el gobernador de Bitinia. Al preguntárseles en base de qué autoridad se
dedicaban a predicar, Luciano contestó: «Que las leyes de la caridad y de la humanidad
obligaban a todo hombre a buscar la conversión de sus semejantes, y a hacer todo lo que
estuviera en su poder para liberarlos de las redes del diablo.»
Habiendo respondido Luciano de esta manera, Marciano añadió que la conversión de
ellos «había tenido lugar por la misma gracia que le había sido dada a San Pablo, que, de celoso
perseguidor de la Iglesia, se convirtió en predicador del Evangelio».
Viendo el procónsul que no podía prevalecer sobre ellos para que renunciaran a su fe, los
condenó a ser quemados vivos, sentencia que fue pronto ejecutada.
Trifón y Respicio, dos hombres eminentes, fueron aprehendidos como cristianos, y
encarcelados en Niza. Sus pies fueron traspasados con clavos; fueron arrastrados por las calles,
azotados, desgarrados con garfios de hierro, quemados con antorchas, y finalmente decapitados,
el 1 de febrero del 251 d.C.
Agata, una dama siciliana, no era tan notable por sus dotes personales y adquiridas como
por su piedad; tal era su hermosura que Quintiano, gobernador de Sicilia, se enamoró de ella, e
hizo muchos intentos por vencer su castidad, pero sin éxito. A fin de gratificar sus pasiones con
la mayor facilidad, puso a la virtuosa dama en manos de Afrodica, una mujer infame y
licenciosa. Esta miserable trató, con sus artificios, de ganarla a la deseada prostitución, pero vio
fallidos todos sus esfuerzos, porque la castidad de Agata era inexpugnable, y ella sabía muy bien
que sólo la virtud podría procurar una verdadera dicha, Afrodica hizo saber a Quinti ano la
inutilidad de sus esfuerzos, y éste, enfurecido al ver sus designios torcidos, cambió su
concupiscencia en resentimiento. Al confesar ella que era cristiana, decidió satisfacerse con la
venganza, al no poderlo hacer con su pasión. Siguiendo órdenes suyas, fue flagelada, quemada
con hierros candentes, y desgarrada con aguzados garfios. Habiendo soportado estas torturas con
una admirable fortaleza, fue luego puesta desnuda sobre ascuas mezcladas con vidrio, y luego
devuelta a la cárcel, donde expiró el 5 de febrero del 251.
Cirilo, obispo de Gortyna, fue arrestado por órdenes de Lucio, gobernador de aquel lugar,
que sin embargo le exhortó a obedecer la orden imperial, a hacer los sacrificios, y salvar su
venerable persona de la destrucción; porque ahora tenía ochenta y cuatro años. El buen prelado le
contestó que como había enseñado a otros durante mucho tiempo que salvaran sus almas, ahora
sólo podía pensar en su propia salvación. El digno prelado escuchó su sentencia, dada con furor,
sin la menor emoción, anduvo animosamente hasta el lugar de la ejecución, y sufrió su martirio
con gran entereza.
En ningún lugar se manifestó esta persecución con tanta saña como en la isla de Creta,
porque el gobernador, sumamente activo en la ejecución de los edictos imperiales, hizo correr a
ríos la sangre de los piadosos.
Babylas, un cristiano con educación académica, llegó a ser obispo de Antioquia el 237
d.C., después de Zebino. Actuó con un celo sin parangón, y gobernó la Iglesia con una prudencia
admirable durante los tiempos más tormentosos.
La primera desgracia que tuvo lugar en Antioquia durante su misión fue su asedio por Sapor, rey
de Persia, que, habiendo invadido toda la Siria, tomó y saqueó esta ciudad entre otras, y trató a
los moradores cristianos de la ciudad con mayor dureza que a los otros; pero pronto fue
derrotado totalmente por Gordiano.
Después de la muerte de Gordiano, en el reinado de Decio, este emperador vino a
Antioquía, y allí, expresando su deseo de visitar una asamblea de cristianos; pero Babylas se le
opuso, y se negó absolutamente a que entrara. El emperador disimuló su ira en aquel tiempo,
pero pronto envió a buscar al obispo, reprendiéndole duramente por su insolencia, y luego le
ordenó que sacrificara a las deidades paganas como expiación por su ofensa. Al rehusar, fue
echado en la cárcel, cargado de cadenas, tratado con la mayor severidad, y luego decapitado,
junto con tres jóvenes que habían sido sus alumnos. Esto sucedió el 251 d.C.
Alejandro, obispo de Jerusalén, fue encarcelado por su religión por este mismo tiempo, y
allí murió debido a la dureza de su encierro.
Juliano, un anciano y cojo debido a la gota, y Cronión, otro cristiano, fueron atados a las
jorobas de unos camellos, flagelados cruelmente, y luego echados a un fuego y consumidos.
También cuarenta doncellas fueron quemadas en Antioquia, después de haber sido encarceladas
y flageladas.
En el año 251 de nuestro Señor, el emperador Decio, después de haber erigido un templo
pagano en Éfeso, ordenó que todos los habitantes de la ciudad sacrificaran a los ídolos. Esta
orden fue noblemente rechazada por siete de sus propios soldados, esto es, Maximiano,
Marciano, Joanes, Malco, Dionisio, Seraión y Constantino. El emperador, queriendo ganar a
estos soldados a que renunciaran a su fe mediante sus exhortaciones y lenidad, les dio un tiempo
considerable de respiro hasta volver de una expedición. Durante la ausencia del emperador, estos
huyeron y se ocultaron en una cueva; al saber esto el emperador a su vuelta, la boca de la cueva
fue cegada, y todos murieron de hambre.
Teodora, una hermosa y joven dama de Antioquia rehusó sacrificar a los ídolos de Roma,
y fue condenada al burdel, para que su virtud fuera sacrificada a la brutalidad de la
concupiscencia. Dídimo, un cristiano, se disfrazó con un uniforme de soldado romano, fue al
burdel, informó a Teodora de quién era, y la aconsejó a que huyera disfrazada con sus ropas.
Hecho esto, y al encontrarse un hombre en el burdel en lugar de una hermosa dama, Didimo fue
llevado ante el gobernador, a quien le confesó la verdad; al reconocerse cristiano, de inmediato
fue pronunciada contra él la sentencia de muerte. Teodora, al oír que su liberador iba a sufrir,
acudió ante el juez, y rogó que la sentencia recayera sobre ella como la persona culpable; pero
sordo a los clamores de los inocentes, e insensible a las demandas de la justicia, el implacable
juez condenó a ambos; y fueron ejecutados, primero decapitados, y luego sus cuerpos quemados.
Secundiano, acusado de ser cristiano, estaba siendo llevado a la cárcel por varios soldados. Por el
camino, Veriano y Marcelino les dijeron: «¿A dónde lleváis a un inocente?» Esta pregunta llevó
al arresto de ellos, y los tres, tras haber sido torturados, fueron colgados y decapitados.
Orígenes, el célebre presbítero y catequista de Alejandría, fue arrestado cuando tenía
sesenta y cuatro años, y fue arrojado en una inmunda mazmorra, cargado de cadenas, con los
pies en el cepo, y sus piernas extendidas al máximo durante varios días seguidos. Fue amenazado
con fuego, y torturado con todos los medios prolijos que pudieran inventar las mentes más
infernales. Durante este cruel y prolongado tormento murió el emperador Decio, y Gallo, que le
sucedió, se enzarzó en una guerra contra los godos, con lo que los cristianos tuvieron un respiro.
Durante este intervalo, Orígenes obtuvo la libertad, y, retirándose a Tiro, se quedó allá hasta su
muerte, que le sobrevino a los sesenta y nueve años de edad.
Habiendo Gallo concluido sus guerras, se desató una plaga en el imperio; el emperador
ordenó entonces sacrificios a las deidades paganas, y se desencadenaron persecuciones desde el
corazón del imperio, extendiéndose hasta las provincias más apartadas, y muchos cayeron
mártires de la impetuosidad del populacho, así como del prejuicio de los magistrados. Entre estos
mártires estuvieron Comelio, obispo cristiano de Roma, y su sucesor Lucio, en el 253.
La mayoría de los errores que se introdujeron en la Iglesia en esta época surgieron por
poner la razón humana en competición con la revelación; pero al demostrar los teólogos más
capaces la falacia de tales argumentos, las opiniones que se habían suscitado se desvanecieron
como las estrellas delante del sol.
La octava persecución,
Bajo Valeriano, 257 d.C.
Ésta comenzó bajo Valeriano, en el mes de abril del 257 d.C., y continuó durante tres años y seis
meses. Los mártires que cayeron en esta persecución fueron innumerables, y sus torturas y
muertes igual de variadas y penosas. Los más eminentes entre los mártires fueron los siguientes,
aunque no se respetaron ni rango, ni sexo ni edad.
Rufina y Secunda eran dos hermosas y cumplidas damas, hijas de Asterio, un caballero
eminente en Roma. Rufina, la mayor, estaba prometida en matrimonio a Armentario, un joven
noble; Secunda, la menor, a Verino, persona de alcurnia y opulencia. Los pretendientes, al
comenzar la persecución, eran ambos cristianos; pero cuando surgió el peligro, renunciaron a su
fe para salvar sus fortunas. Se esforzaron entonces mucho en persuadir a las damas a que
hicieran lo mismo, pero, frustrados en sus Propósitos, fueron tan abyectos como para informar en
contra de ellas, que, arrestadas como cristianas, fueron hechas comparecer ante Junio Donato,
gobernador de Roma, donde, en el 257 d.C., sellaron su martirio con su sangre.
Esteban, obispo de Roma, fue decapitado aquel mismo año, y por aquel tiempo Saturnino,
el piadoso obispo ortodoxo de Toulouse, que rehusó sacrificar a los ídolos, fue tratado con todas
las más bárbaras indignidades imaginables, y atado por los pies a la cola de un toro. Al darse una
señal, el enfurecido animal fue conducido escaleras abajo por las escalinatas del templo, con lo
que el fue destrozado el cráneo del digno mártir hasta salírsele los sesos.
Sixto sucedió a Esteban como obispo de Roma. Se supone que era griego de nacimiento u
origen, y había servido durante un tiempo como diácono bajo Esteban. Su gran fidelidad,
singular sabiduría y valor no común lo distinguieron en muchas ocasiones; y la feliz conclusión
de una controversia con algunos herejes es generalmente adscrita a su piedad y prudencia. En el
año 258, Marciano, que dirigía los asuntos del gobierno en Roma, consiguió una orden del
emperador Valeriano para dar muerte a todo el clero cristiano de Roma, y por ello el obispo, con
seis de sus diáconos, sufrió el martirio en el 258.
Acerquémonos al fuego del martirizado Lorenzo, para que nuestros fríos corazones sean
por él hechos arder. El implacable tirano, sabiendo que no sólo era ministro de los sacramentos,
sino también distribuidor de las riquezas de la Iglesia, se prometía una doble presa con el arresto
de una sola persona. Primero, con el rastrillo de la avaricia, conseguir para sí mismo el tesoro de
cristianos pobres; luego, con el feroz bieldo de la tiranía, para agitarlos y perturbarlos, agotarlos
en su profesión. Con un rostro feroz y cruel semblante, el codicioso lobo exigió saber dónde
Lorenzo había repartido las riquezas de la Iglesia; éste, pidiendo tres días de tiempo, prometió
declarar dónde podría conseguir el tesoro. Mientras tanto, hizo congregar una gran cantidad de
cristianos pobres. Así, cuando llegó el día en que debía dar su respuesta, el perseguidor le ordenó
que se mantuviera fiel a su promesa. Entonces, el valiente Lorenzo, extendiendo sus brazos hacia
los pobres, dijo: «Estos son el precioso tesoro de la Iglesia; estos son verdaderamente el tesoro,
aquellos en los que reina la fe de Cristo, en los que Jesucristo tiene su morada. ¿Qué joyas más
preciosas puede tener Cristo, que aquellos en quienes ha prometido morar? Porque así está
escrito: «Tuve hambre, y me disteis de comer, tuve sed, y me disteis de beber, fui forastero, y me
recogisteis.» Y también: «Por cuanto lo hicisteis a uno de estos más pequeños de mis hermanos,
a mí me lo hicisteis.» ¿Qué mayores riquezas puede poseer Cristo nuestro Maestro que el pueblo
pobre en quien quiere ser visto?»
¡Ah!, ¿qué lengua puede expresar el furor y la rabia del corazón del tirano! Ahora
pateaba, echaba furiosas miradas, gesticulaba amenazante, se comportaba como enajenado: sus
ojos echaban fuego, la boca espumajeaba como la de un jabalí, y mostraba los dientes como un
infernal mastín. No se le podía llamar ahora un hombre racional, sino más bien un león rugiente
y rampante.
«Encended el fuego (chilló él)-y no ahorréis leña. ¿Ha engañado este villano al
emperador? Fuera con él, fuera con él: azotadle con látigos, sacudidlo con varas, golpeadle con
los puños, descerebradlo con garrotes. ¿Se burla este traidor del emperador? Pellizcadlo con
tenazas ardientes, ceñidlo con placas candentes, sacad las cadenas más fuertes, y los tridentes, y
la parrilla de hierro; al fuego con él; atad al rebelde de manos y pies; y cuando la parrilla esté al
rojo vivo, echadlo en ella; asadlo, movedlo, agitadlo: bajo pena de nuestro mayor desagrado, que
cada uno de vosotros, verdugos, cumpla su misión»
Tan pronto fueron dichas estas palabras que se cumplieron. Después de crueles
tormentos, este manso cordero fue puesto, no diré que sobre su cama candente de hierro, sino
sobre su suave colchón de plumas. De tal manera Dios obró con este mártir Lorenzo, de manera
tan milagrosa Dios templó Su elemento fuego, que devino no una cama de dolor consumidor,
sino un lecho de reposo reparador.
En África, la persecución rugió con una violencia peculiar; muchos miles recibieron la
corona del martirio, entre los cuales se pueden mencionar las personalidades más distinguidas:
Cipriano, obispo de Cartago, un eminente prelado y adorno de la Iglesia. El resplandor de
su genio iba templado por la solidez de su juicio; y con todas las virtudes del caballero
combinaba las virtudes de un cristiano. Sus doctrinas eran ortodoxas y puras; su lenguaje, fácil y
elegante; y sus maneras gentiles y atrayentes; en resumen, era a la vez un predicador piadoso y
cortés. En su juventud había sido educado en los principios de los gentiles, y poseyendo una
fortuna considerable, había vivido en toda la extravagancia del esplendor y en toda la dignidad
del boato.
Alrededor del año 246, Cecilio, ministro cristiano de Cartago, devino el feliz instrumento
de su conversión, por lo cual, y por el gran afecto que siempre sintió para con el autor de su
conversión, fue llamado Cecilio Cipriano. Antes de su bautismo estudió cuidadosamente las
Escrituras, e impactado por las bellezas de las verdades que contenían, decidió practicar las
virtudes que en ellas se recomendaban. Después de su bautismo, vendió sus posesiones,
distribuyó su dinero entre los pobres, se vistió -de manera llana, y comenzó una vida de
austeridad. Pronto fue nombrado presbítero, y, sumamente admirado por sus virtudes y obras,
fue, a la muerte de Donato en el 248 d.C., elegido casi unánimemente obispo de Cartago.
Los cuidados de Cipriano no se extendían sólo a Cartago, sino a Numidia y Mauritanía.
En todas sus transacciones tuvo siempre gran atención a pedir el consejo de su clero, sabiendo
que sólo la unanimidad podría ser de servicio a la iglesia, siendo ésta su máxima: «Que el obispo
estaba en la iglesia, y la iglesia en el obispo, de manera que la unidad sólo puede ser preservada
mediante un estrecho vínculo entre el pastor y su grey.»
En el 250 d.C. Cipriano fue públicamente proscrito por el emperador Decio, bajo el
nombre de Cecilio Cipriano, obispo de los cristianos; y el clamor universal de los paganos fue:
«Cipiiano a los leones; Cipriano a las fieras.» Sin embargo, el obispo se apartó del furor del
populacho, y sus posesiones fueron de inmediato confiscadas. Durante su retiro, escribió treinta
piadosas y elegantes epístolas a su grey; pero varios cismas que tuvieron entonces lugar en la
Iglesia le provocaron gran ansiedad. Al disminuir el rigor de la persecución, volvió a Cartago, e
hizo todo lo que estaba en su mano para deshacer las opiniones erróneas. Al desatarse sobre
Cartago una terrible peste, fue, como era costumbre, achacada a los cristianos; y los magistrados
comenzaron entonces una persecución, lo que ocasionó una epístola de ellos a Cipriano, en
respuesta a la cual él vindicó la causa del cristianismo. En el 257 d.C. Cipriano fue hecho
comparecer ante el procónsul Aspasio Patumo, que lo desterró a una pequeña ciudad en el mar
de Libia. Al morir este procónsul, volvió a Cartago, pero fue pronto arrestado, y llevado ante el
nuevo gobernador, que lo condenó a ser decapitado; esta sentencia fue ejecutada el catorce de
septiembre del 258 d.C.
Los discípulos de Cipriano, martirizado en esta persecución, fueron Lucio, Flaviano,
Victórico, Remo, Montano, Julián, Primelo y Donaciano.
En Utica tuvo lugar una tragedia terrible: trescientos cristianos fueron traídos, por orden
del gobernador, y puestos alrededor de un horno de cocción de cerámica. Habiendo preparado
unas ascuas e incienso, se les ordenó que o bien sacrificaran a Júpiter, o serían arrojados al
horno. Rehusando todos unánimes, saltaron valientemente al hoyo, y fueron de inmediato
asfixiados.
Fructuoso, obispo de Tarragona, en España, y sus dos diáconos, Augurio y Eulogio,
fueron quemados por cristianos.
Alejandro, Malco y Prisco, tres cristianos de Palestina, y una mujer del mismo lugar, se
acusaron voluntariamente de ser cristianos, por lo que fueron sentenciados a ser devorados por
tigres, sentencia que fue ejecutada.
Máxima, Donatila y Secunda, tres doncellas de Tuburga, recibieron como bebida hiel y
vinagre, fueron duramente flageladas, atormentadas sobre un patíbulo, frotadas con cal, asadas
sobre unas parrillas, maltratadas por fieras, y finalmente decapitadas.
Es aquí oportuno observar la singular pero mísera suerte del emperador Valeriano, que
durante tanto tiempo y tan duramente persiguió a los cristianos. Este tirano fue hecho prisionero,
mediante una estratagema, por Sapor, emperador de Persia, que lo llevó a su propio país,
tratándolo allí con la más inusitada indignidad, haciéndole arrodillarse como el más humilde
esclavo, y poniendo sobre él los pies a modo de banqueta cuando montaba en su caballo.
Después de haberlo tenido durante siete años en este abyecto estado de esclavitud, hizo que le
sacaran los ojos, aunque tenía entonces ochenta y tres años. No saciando con ello sus deseos de
venganza, pronto ordenó que lo despellejaran vivo y que le frotaran sal en la carne viva,
muriendo bajo tales torturas. Así cayó uno de los más tiránicos emperadores de Roma, y uno de
los más grandes perseguidores de los cristianos.
En el 260 d.C. sucedió Gallieno, hijo de Valeriano, y durante su reinado (aparte de unos
pocos mártires) la Iglesia gozó de paz durante algunos años.
La novena persecución
Bajo Aureliano, 274 d.C.
Los principales que padecieron en esta fueron: Félix, obispo de Roma. Este prelado accedió a la
sede de Roma en el 274. Fue el primer mártir de la petulancia de Aureliano, siendo decapitado en
el veintidós de diciembre aquel mismo año.
Agapito, un joven caballero, que había vendido sus posesiones y dado el dinero a los
pobres, fue arrestado como cristiano, torturado, y luego decapitado en Praeneste, una ciudad a un
día de viaje de Roma.
Estos son los únicos mártires que fueron registrados durante este reinado, que pronto vio
su fin, al ser el emperador asesinado en Bizancio por sus propios criados.
Aureliano fue sucedido por Tácito, que fue seguido por Probo, y éste por Caro; al ser
muerto este emperador por un rayo, sus hijos Camio y Numeriano le sucedieron, y durante todos
estos reinados la iglesia tuvo paz.
Diocleciano accedió al trono imperial en el 284 d.C. Al principio mostró gran favor a los
cristianos. En el año 286 asoció consigo en el imperio a Maximiano. Algunos cristianos fueron
muertos antes que se desatara ninguna persecución general. Entre estos se encontraban Feliciano
y Primo, que eran hermanos.
Marco y Marceliano eran mellizos, naturales de Roma, y de noble linaje. Sus padres eran
paganos, pero los tutores, a los que había sido encomendada la educación de los hijos, los criaron
como cristianos. Su constancia aplacó finalmente a los que deseaban que se convirtieran en
paganos, y sus padres y toda la familia se convirtieron a una fe que antes reprobaban. Fueron
martirizados siendo atados a estacas, con los pies traspasados por clavos. Después de permanecer
en esta situación un día y una noche, sus sufrimientos fueron terminados con unas lanzas que
traspasaron sus cuerpos.
Zoe, la mujer del carcelero, que había tenido el cuidado de los mártires acabados de
mencionar, fue también convertida por ellos, y fue colgada de un árbol, con un fuego de paja
encendido debajo de ella. Cuando su cuerpo fue bajado, fue echado a un río, con una gran piedra
atada al mismo, a fin de que se hundiera.
En el año 286 de Cristo tuvo lugar un hecho de lo más notable. Una legión de soldados,
que consistía de seis mil seiscientos sesenta y seis hombres, estaba totalmente constituida por
cristianos. Esta legión era llamada la Legión Tebana, porque los hombres habían sido reclutados
en Tebas; estuvieron acuartelados en oriente hasta que el emperador Maximiano ordenó que se
dirigieran a las Galias, para que le ayudaran contra los rebeldes de Borgofia. Pasaron los Alpes,
entrando en las Galias, a las órdenes de Mauricio, Cándido y Exupernio, sus dignos
comandantes, y al final se reunieron con el emperador. Maximiano, para este tiempo, ordenó un
sacrificio general, al que debía asistir todo el ejército; también ordenó que se debiera tomar
juramento de lealtad y al mismo tiempo que se debía jurar ayudar a la extirpación del
cristianismo en las Galias. Alarmados ante estas órdenes, cada uno de los componentes de la
Legión Tebana rehusó de manera absoluta sacrificar o tomar los juramentos prescritos. Esto
enfureció de tal manera a Maximiano que ordenó que toda la legión fuera diezmada, esto es, que
se seleccionara a uno * de cada diez hombres, y matarlo a espada. Habiéndose ejecutado esta
sanguinaria orden, el resto permanecieron inflexible, teniendo lugar una segunda decimación, y
uno de cada diez hombres de los que quedaban vivos fue muerto a espada. Este segundo castigo
no tuvo más efectos que el primero; los soldados se mantuvieron firmes en su decisión y en sus
principios, pero por consejo de sus oficiales hicieron una protesta de fidelidad a su emperador.
Se podría pensar que esto iba a ablandar al emperador, pero tuvo el efecto contrario, porque,
encolerizado ante la perseverancia y unanimidad que demostraban, ordenó que toda la legión
fuera muerta, lo que fue efectivamente ejecutado por las otras tropas, que los despedazaron con
sus espadas, el 22 de septiembre del 286.
Alban, de quien recibió su nombre St. Alban's, en Henfordshire, fue el primer mártir
británico. Gran Bretaña había recibido el Evangelio de Cristo mediante Lucio, el primer rey
cristiano, pero no sufrió de la ira de la persecución hasta muchos años después. Alban era
originalmente pagano, pero convertido por un clérigo cristiano, llamado Anfíbalo, a quien dio
hospitalidad a causa de su religión. Los enemigos de Anfíbalo, enterándose del lugar dónde
estaba escondido, llegaron a casa de Alban, a fin de facilitar su huida, se presentó como la
persona a la que buscaban. Al descubrirse el engaño, el gobernador ordenó que le azotaran, y
luego fue sentenciado a ser decapitado, el 22 de junio del 287 d.C.
Nos asegura el venerable Beda que, en esta ocasión, el verdugo se convirtió súbitamente
al cristianismo, y pidió permiso para morir por Alban, o con él. Obteniendo su segunda petición,
fueron ambos decapitados por un soldado, que asumió voluntariamente el papel de verdugo. Esto
sucedió en el veintidós de junio del 287 en Verulam, ahora St Alban's, en Henfordshire, donde se
levantó una magnífica iglesia en su memoria para el tiempo de Constantino el Grande. El
edificio, destruido en las guerras sajonas, fue reconstruido por Offa, rey de Mercia, y junto a él
se levantó un monasterio, siendo aún visibles algunas de sus ruinas; la iglesia es un noble
edificio gótico.
Fe, una mujer cristiana de Aquitanía, Francia, fue asada sobre una parrilla, y luego
decapitada, en el 287 d.C.
Quintín era un cristiano natural de Roma, pero decidió emprender la propagación del
Evangelio en las Galias, con un tal Luciano, y predicaron juntos en Amiens; después de ello
Luciano fue a Beaumaris, donde fue martirizado. Quintín permaneció en la Picardía, y mostró
gran celo en su ministerio. Arrestado como cristiano, fue estirado con poleas hasta que se
dislocaron sus miembros; su cuerpo fue desgarrado con azotes de alambres, y derramaron aceite
y brea hirviendo sobre su carne desnuda; se le aplicaron antorchas encendidas a sus lados y
sobacos; después de haber sido torturado de esta manera, fue enviado de vuelta a la mazmorra,
muriendo allí el 31 de octubre del 287 por las atrocidades que le habían infligido. Su cuerpo fue
lanzado al Somme.
La décima persecución,
Bajo Diocleciano, 303 d.C.
Bajo los emperadores romanos, y comúnmente llamada la Era de los Mártires, fue ocasionada en
parte por el número en aumento de los cristianos y por sus crecientes riquezas, y por el odio de
Galerio, el hijo adoptivo de Diocleciano, que, estimulado por su madre, una fanática pagana,
nunca dejó de empujar al emperador para que iniciara esta persecución hasta que logró su
propósito.
El día fatal fijado para el comenzamiento de la sangrienta obra era el veintitrés de febrero
del 303 d.C., el día en que se celebraba la Terminalia, y en el que, como se jactaban los crueles
paganos, esperaban terminar con el cristianismo. En el día señalado comenzó la persecución en
Nicomedia, en la mañana del cual el prefecto de la ciudad acudió, con un gran número de
oficiales y alguaciles, a la iglesia de los cristianos, donde, forzando las puertas, tomaron todos
los libros sagrados y los lanzaron a las llamas.
Toda esta acción tuvo lugar en presencia de Diocleciano y Galerio, los cuales, no
satisfechos con quemar los libros, hicieron derruir la iglesia sin dejar ni rastro. Esto fue seguido
por un severo edicto, ordenando la destrucción de todas las otras iglesias y libros de los
cristianos; pronto siguió una orden, para proscribir a los cristianos de todas las denominaciones.
La publicación de este edicto ocasionó un martirio inmediato, porque un atrevido
cristiano no sólo lo arrancó del lugar en el que estaba puesto, sino que execró el nombre del
emperador por esta injusticia. Una provocación así fue suficiente para atraer sobre sí la venganza
pagana; fue entonces arrestado, severamente torturado, y finalmente quemado vivo.
Todos los cristianos fueron prendidos y encarcelados; Galerio ordenó en privado que el
palacio imperial fuera incendiado, para que los cristianos fueran acusados de incendiarios,
dándose una plausible razón para llevar a cabo la persecución con la mayor de las severidades.
Comenzó un sacrificio general, lo que ocasionó vahos martirios. No se hacía distinción de edad
ni de sexo; el nombre de cristiano era tan odioso para los paganos que todos inmediatamente
cayeron víctimas de sus opiniones. Muchas casas fueron incendiadas, y familias cristianas
enteras perecieron en las llamas; a otros les ataron piedras en el cuello, y atados juntos fueron
llevados al mar. La persecución se hizo general en todas las provincias romanas, pero
principalmente en el este. Por cuanto duró diez años, es imposible determinar el número de
mártires, ni enumerar las varias formas de martirio.
Potros, azotes, espadas, dagas, cruces, veneno y hambre se emplearon en los diversos
lugares para dar muerte a los cristianos; y se agotó la imaginación en el esfuerzo de inventar
torturas contra gentes que no habían cometido crimen alguno, sino que pensaban de manera
distinta de los seguidores de la superstición.
Una ciudad de Frigia, totalmente poblada por cristianos, fue quemada, y todos los
moradores perecieron en las llamas.
Cansados de la degollina, finalmente, varios gobernadores de provincias presentaron ante
la corte imperial lo inapropiado de tal conducta. Por ello a muchos se les eximió de ser
ejecutados, pero, aunque no eran muertos, se hacía todo por hacerles la vida miserable; a muchos
se les cortaban las orejas, las narices, se les sacaba el ojo derecho, se inutilizaban sus miembros
mediante terribles dislocaciones, y se les quemaba la carne en lugares visibles con hierros
candentes.
Es necesario ahora señalar de manera particular a las personas más destacadas que dieron
su vida en martirio en esta sangrienta persecución.
Sebastián, un célebre mártir, había nacido en Narbona, en las Galias, y después llego a ser
oficial de la guardia del emperador en Roma. Permaneció un verdadero cristiano en medio de la
idolatría. Sin dejarse seducir por los esplendores de la corte, sin mancharse por los malos
ejemplos, e incontaminado por esperanzas de ascenso. Rehusando caer en el paganismo, el
emperador lo hizo llevar a un campo cercano a la ciudad, llamado Campo de Marte, y que allí le
dieran muerte con flechas; ejecutada la sentencia, algunos piadosos cristianos acudieron al lugar
de la ejecución, para dar sepultura a su cuerpo, y se dieron entonces cuenta de que había señales
de vida en su cuerpo; lo llevaron de inmediato a lugar seguro, y en poco tiempo se recuperó,
preparándose para un segundo martirio; porque tan pronto como pudo salir se puso
intencionadamente en el camino del emperador cuando éste subía hacia el templo, y lo reprendió
por sus muchas crueldades e irrazonables prejuicios contra el cristianismo. Diocleciano, cuando
pudo recobrarse de su asombro, ordenó que Sebastián fuera arrestado y llevado a un lugar
cercano a palacio, y allí golpeado hasta morir; y para que los cristianos no lograran ni recuperar
ni sepultar su cuerpo, ordenó que fuera echado a la alcantarilla. Sin embargo, una dama cristiana
llamada Lucina encontró la manera de sacarlo de allí, y de sepultarlo en las catacumbas, o nichos
de los muertos.
Para este tiempo, los cristianos, después de una seria consideración, pensaron que era
¡legítimo portar annas a las órdenes de un emperador pagano. Maximiliano, el hijo de Fabio
Víctor, fue el primero decapitado bajo esta norma.
Vito, siciliano de una familia de alto rango, fue educado como cristiano; al aumentar sus
virtudes con el paso de los años, su constancia le apoyó a través de todas las aflicciones, y su fe
fue superior a los más grandes peligros. Su padre Hylas, que era pagano, al descubrir que su hijo
había sido instruido en los principios del cristianismo por la nodriza que lo había criado, empleó
todos sus esfuerzos por volverlo al paganismo, y al final sacrificó su hijo a los ídolos, el 14 de
junio del 303 d.C.
Víctor era un cristiano de buena familia en Marsella, en Francia; pasaba gran parte de la
noche visitando a los afligidos y confirmando a los débiles; esta piadosa obra no la podía llevar a
cabo durante el día de manera consonante con su propia seguridad; gastó su fortuna en aliviar las
angustias de los cristianos pobres. Finalmente, empero, fue arrestado por edicto del emperador
Maximiano, que le ordenó ser atado y arrastrado por las calles. Durante el cumplimiento de esta
orden fue tratado con todo tipo de crueldades e indignidades por el enfurecido populacho.
Siguiendo inflexible, su valor fue considerado como obstinación. Se ordenó que fuera puesto al
potro, y él volvió sus ojos al cielo, orando a Dios que le diera paciencia, tras lo cual sufrió las
torturas con la más admirable entereza. Cansados los verdugos de atormentarle, fue llevado a una
mazmorra. En este encierro convirtió a sus carceleros, llamados Alejandro, Feliciano y Longino.
Enterándose el emperador de esto, ordenó que fueran ejecutados de inmediato, y los carceleros
fueron por ello decapitados. Víctor fue de nuevo puesto al potro, golpeado con varas sin
misericordia, y de nuevo echado en la cárcel. Al ser interrogado por tercera vez acerca de su
religión, perseveró en sus principios; trajeron entonces un pequeño altar, y le ordenaron que de
inmediato ofreciera incienso sobre él. Enardecido de indignación ante tal petición, se adelantó
valientemente, y con una patada derribó el altar y el ídolo. Esto enfureció de tal manera a
Maximiano, que estaba presente, que ordenó que el pie que había golpeado el altar fuera de
inmediato amputado; luego Víctor fue echado a un molino, y destrozado por las muelas, en el
303 d.C.
Estando en Tarso Máximo, gobernador de Cilicia, hicieron comparecer ante él a tres
cristianos; sus nombres eran Taraco, un anciano, Probo y Andrónico. Después de repetidas
torturas y exhortaciones para que se retractaran, fueron finalmente llevados a su ejecución.
Llevados al anfiteatro, les soltaron varias fieras; pero ninguno de los animales, aunque
hambriento, los queda tocar. Entonces el guardador sacó un gran oso, que aquel mismo día había
destruido a tres hombres; pero tanto este voraz animal como una feroz leona rehusaron tocar a
los presos. Al ver imposible su designio de destruirlos por medio de las fieras, Máximo ordenó
su muerte por la espada, el 11 de octubre del 303 d.C.
Romano, natural de Palestina, era diácono de la iglesia de Cesarea en la época del
comienzo de la persecución de Diocleciano. Condenado por su fe en Antioquía, fue flagelado,
puesto en el potro, su cuerpo fue desgarrado con garfios, su carne cortada con cuchillos, su rostro
marcado, le hicieron saltar los dientes a golpes, y le arrancaron el cabello desde las raíces. Poco
después ordenaron que fuera estrangulado. Era el 17 de noviembre del 303 d.C.
Susana, sobrina de Cayo, obispo de Roma, fue apremiada por el emperador Diocleciano
para que se casara con un noble pagano, que era un pariente próximo del emperador. Rehusando
el honor que se le proponía, fue decapitada por orden del emperador.
Doroteo, el gran chambelán de la casa de Diocleciano, era cristiano, y se esforzó mucho
en ganar convertidos. En sus labores religiosas fue ayudado por Gorgonio, otro cristiano, que
pertenecía al palacio. Fueron primero torturados y luego estrangulados.
Pedro, un eunuco que pertenecía al emperador, era un cristiano de una singular modestia
y humildad. Fue puesto sobre una parrilla y asado a fuego lento hasta que expiró.
Cipriano, conocido como el mago, para distinguirlo de Cipriano obispo de Cartago, era
natural de Antioquia- Recibió una educación académica en su juventud, y se aplicó de manera
particular a la astrología; después de ello, viajó para ampliar conocimientos, yendo por Grecia,
Egipto, la India, etc. Con el paso del tiempo conoció a Justina, una joven dama de Antioquia,
cuyo nacimiento, belleza y cualidades suscitaban la admiración de todos los que la conocían. Un
caballero pagano pidió a Cipriano que le ayudara a conseguir el amor de la bella Justina;
emprendiendo él esta tarea, pronto fue sin embargo convertido, quemó sus libros de astrología y
magia, recibió el bautismo, y se sintió animado por el poderoso espíritu de gracia. La conversión
de Cipriano ejerció un gran efecto sobre el caballero pagano que le pagaba sus gestiones con
Justina, y pronto él mismo abrazó el cristianismo. Durante las persecuciones de Diocleciano,
Cipriano y Justina fueron apresados como cristianos; el primero fue desgarrado con tenazas, y la
segunda azotada; después de sufrir otros tormentos, fueron ambos decapitados.
Eulalia, una dama española de familia cristiana, era notable en su juventud por su gentil
temperamento, y por su solidez de entendimiento, pocas veces hallado en los caprichos de los
años juveniles. Apresada como cristiana, el magistrado intentó de las maneras más suaves
ganarla al paganismo, pero ella ridiculizó las deidades paganas con tal aspereza que el juez,
enfurecido por su conducta, ordenó que fuera torturada. Así, sus costados fueron desgarrados con
garfios, y sus pechos quemados de la manera más espantosa, hasta que expiró debido a la
violencia de las llamas; esto ocurrió en diciembre del 303 d.C.
En el año 304, cuando la persecución alcanzó a España, Daciano, gobernador de
Tarragona, ordenó que Valerio, el obispo, y Vicente, el diácono, fueran apresados, cargados de
cadenas y encarcelados. Al mantenerse firmes los presos en su resolución, Valerio fue
desterrado, y Vicente fue puesto al potro, dislocándose sus miembros, desgarrándole la carne con
garfios, y siendo puesto sobre la parrilla, no sólo poniendo un fuego debajo de él, sino pinchos
encima, que atravesaban su carne. Al no destruirle estos tormentos, ni hacerle cambiar de actitud,
fue devuelto a la cárcel, confinado en una pequeña e inmunda mazmorra oscura, sembrada de
piedras de sílex aguzadas y de vidrios rotos, donde murió el 22 de enero del 304. Su cuerpo fue
echado al río.
La persecución de Diocleciano comenzó a endurecerse de manera particular en el 304
d.C., cuando muchos cristianos fueron torturados de manera cruel y muertos con las muertes más
penosas e ignominiosas. De ellos enumeraremos a los más eminentes y destacados.
Saturnino, un sacerdote de Albitina, una ciudad de África, fue, después de su tortura,
enviado de nuevo a la cárcel, donde se le dejó morir de hambre. Sus cuatro hijos, tras ser
atormentados de varias maneras, compartieron la misma suerte con su padre.
Dativas, un noble senador romano; Telico, un piadoso cristiano; Victoria, una joven dama
de una familia de alcurnia y fortuna, con algunos otros de clases sociales más humildes, todos
ellos discípulos de Saturnino, fueron torturados de manera similar, y perecieron de la misma
manera.
Agrape, Quionia e Irene, tres hermanas, fueron encarceladas en Tesalónica, cuando la
persecución de Diocleciano llegó a Grecia. Fueron quemadas, y recibieron en las llamas la
corona del martirio el 25 de marzo del 304. El gobernador, al ver que no podía causar impresión
alguna sobre Irene, ordenó que fuera expuesta desnuda por las calles, y cuando esta vergonzosa
orden fue ejecutada, se encendió un fuego cerca de la muralla de la ciudad, entre cuyas llamas
subió su espíritu más allá de la crueldad humana.
Agato, hombre de piadosa mente, y Cassice, Felipa y Eutiquia, fueron martirizados por el
mismo tiempo; pero los detalles no nos han sido transmitidos.
Marcelino, obispo de Roma, que sucedió a Cayo en aquella sede, habiéndose opuesto
intensamente a que se dieran honras divinas a Diocleciano, sufrió el martirio, mediante una
variedad de torturas, en el año 304, consolando su alma, hasta expirar, con la perspectiva de
aquellos gloriosos galardones que recibiría por las torturas experimentadas en el cuerpo.
Victorio, Carpoforo, Severo y Sevehano eran hermanos, y los cuatro estaban empleados en
cargos de gran confianza y honor en la ciudad de Roma. Habiéndose manifestado contra el culto
a los ídolos, fueron arrestados y azotados con la plumbetx, o azotes que en sus extremos llevaban
bolas de plomo. Este castigo fue aplicado con tal exceso de crueldad que los piadosos hermanos
cayeron mártires bajo su dureza.
Timoteo, diácono de Mauritania, y su mujer Maura, no habían estado unidos por más de
tres semanas por el vínculo del matrimonio cuando se vieron separados uno del otro por la
persecución. Timoteo, apresado por cristiano, fue llevado ante Arriano, gobernador de Tebas,
que sabiendo que guardaba las Sagradas Escrituras, le mandó que se las entregara para
quemarlas. A esto respondió: «Si tuviera hijos, antes te los daría para que fueran sacrificados,
que separarme de la Palabra de Dios.» El gobernador, airado en gran manera ante esta
contestación, ordenó que le fueran sacados los ojos con hierros candentes, diciendo: «Al menos
los libros no te serán de utilidad, porque no verás para leerlos.» Su paciencia ante esta acción fue
tan grande que el gobernador se exasperó más y más; por ello, a fin de quebrantar su fortaleza,
ordenó que lo colgaran de los pies, con un peso colgado del cuello, y una mordaza en la boca. En
este estado, Maura le apremió tiernamente a que se retractara, por causa de ella; pero él, cuando
le quitaron la mordaza de la boca, en lugar de acceder a los ruegos de su mujer, la censuró
intensamente por su desviado amor, y declaró su resolución de morir por su fe. La consecuencia
de esto fue que Maura decidió imitar su valor y fidelidad, y o bien acompañarle, o bien seguirle a
la gloria. El gobernador, tras intentar en vano que cambiara de actitud, ordenó que fuera
torturada, lo que tuvo lugar con gran severidad. Tras ello, Timoteo y Maura fueron crucificados
cerca el uno del otro el 304 d.C.
A Sabino, obispo de Assisi, le fue cortada la mano por orden del gobernador de Toscana,
por rehusar sacrificar a Júpiter y por empujar el ídolo de delante de él. Estando en la cárcel,
convirtió al gobernador y a su familia, los cuales sufrieron martirio por la fe. Poco después de la
ejecución de ellos, el mismo Sabino fue flagelado hasta morir, en diciembre del 304 d.C.
Cansado de la farsa del estado y de los negocios públicos, el emperador Diocleciano
abdicó la diadema imperial, y fue sucedido por Constancio y Galerio; el primero era un príncipe
de una disposición sumamente gentil y humana, y el segundo igualmente destacable por su
crueldad y tiranía. Estos se dividieron el imperio en dos gobiernos iguales, minando Galerio en
oliente y Constancio en occidente; y los pueblos bajo ambos gobiernos sintieron los efectos de
las disposiciones de los dos emperadores, porque los de occidente eran gobernados de la manera
más gentil, mientras que los que residían en oriente sentían todas las miserias de la opresión y de
torturas dilatadas.
Entre los muchos martirizados por orden de Galerio, enumeraremos los más eminentes.
Anfiano era un caballero eminente en Lucia, y estudiante de Eusebio; Julita, una mujer licaonia
de linaje regio, pero más célebre por sus virtudes que por su sangre noble. Mientras estaba en el
potro, dieron muerte a su hijo delante de ella. Julita, de Capadocia, era una dama de distinguida
capacidad, gran virtud e insólito valor. Para completar su ejecución, le derramaron brea
hirviendo sobre los pies, desgarraron sus costados con garfios, y recibió la culminación de su
martirio siendo decapitada el 16 de abril del 305 d.C.
Hermolaos, un cristiano piadoso y venerable, muy anciano, y gran amigo de Pantaleón,
sufrió el martirio por la fe en el mismo día y de la misma manera que Pantaleón.
Eustratio, secretario del gobernador de Armina, fue echado en un horno de fuego por
exhortar a algunos cristianos que habían sido apresados a que perseveraran en su fe.
Nicander y Marciano, dos destacados oficiales militares romanos, fueron encarcelados
por su fe. Como eran ambos hombres de gran valía en su profesión, se emplearon todos los
medios imaginables para persuadirles a renunciar al cristianismo; pero, al encontrarse estos
medios ineficaces, fueron decapitados.
En el reino de Nápoles tuvieron lugar varios martirios, en particular Januaries, obispo de
Beneventum; Sosio, diácono de Misene; Próculo, que también era diácono; Eutico y Acutio,
hombres del Pueblo; Festo, diácono, y Desiderio, lector, todos ellos fueron, por ser cristianos,
condenados por el gobernador de Campania a ser devorados por las fieras. Pero las salvajes
fieras no querían tocarlos, por lo que fueron decapitados.
Quirinio, obispo de Siscia, llevado ante el gobernador Matenio, recibió la orden de
sacrificar a las deidades paganas, en conformidad a las órdenes de varios emperadores romanos.
El gobernador, al ver su decisión contraria, lo envió a la cárcel, cargado de cadenas, diciéndose
que las durezas de una mazmorra, algunos tormentos ocasionales y el peso de las cadenas
podrían quebrantar su resolución. Pero decidido en sus principios, fue enviado a Amancio, el
principal gobernador de Panonia, hoy día Hungría, que lo cargó de cadenas, y lo arrastró por las
principales ciudades del Danubio, exponiéndolo a la mofa popular doquiera que iba. Llegando
finalmente a Sabaria, y viendo que Quirino no iba a renunciar a su fe, ordenó arrojarlo al río, con
una piedra atada al cuello. Al ejecutarse esta sentencia, Quirino flotó durante cierto tiempo,
exhortando al pueblo en los términos más piadosos, y concluyendo sus amonestaciones con esta
oración: «No es nada nuevo para ti, oh todopoderoso Jesús, detener los cursos de los ríos, ni
hacer que alguien camine sobre el agua, como hiciste con tu siervo Pedro; el pueblo ya ha visto
la prueba de tu poder en mí, concédeme ahora que dé mi vida por tu causa, oh mi Dios». Al
pronunciar estas últimas palabras se hundió de inmediato, y murió, el 4 de junio del 308 d.C. Su
cuerpo fue después rescatado y sepultado por algunos piadosos cristianos.
Pánfilo, natural de Fenicia, de una familia de alcurnia, fue un hombre de tan grande
erudición que fue llamado un segundo Orígenes. Fue recibido en el cuerpo del clero en Cesarea,
donde estableció una biblioteca pública y dedicó su tiempo a la práctica de toda virtud cristiana.
Copió la mayor parte de las obras de Orígenes de su propio puño y letra, y, ayudado por Eusebio,
dio una copia correcta del Antiguo Testamento, que había sufrido mucho por la ignorancia o
negligencia de los anteriores transcriptores. En el año 307 fue prendido y sufrió tortura y
martirio.
Marcelo, obispo de Roma, al ser desterrado por su fe, cayó mártir de las desgracias que
sufrió en el exilio, el 16 de enero del 310 d.C.
Pedro, el decimosexto obispo de Alejandría, fue martirizado el 25 de noviembre del 311 d.C. por
orden de Máximo César, que minaba en el este.
Inés, una doncella de sólo trece años, fue decapitada por ser cristiana; también lo fue
Serena, la esposa emperatriz de Diocleciano. Valentín, su sacerdote, sufrió la misma suelte en
Roma; y Erasmo, obispo, fue martirizado en Campania.
Poco después de esto, la persecución aminoró en las zonas centrales del imperio, así
como en occidente; y la Providencia comenzó finalmente a manifestar la venganza contra los
perseguidores. Maximiano intentó corromper a su hija Fausta para que diera muerte a su marido
Constantino; ella lo reveló a su marido, y Constantino le obligó a escoger su propia muerte, con
lo que se decidió por la ignominiosa de ser colgado después de haber sido emperador casi veinte
años.
Constantino era el buen y virtuoso hijo de un padre bueno y virtuoso, y nació en Gran
Bretaña. Su madre se llamaba Elena, hija del Rey Coilo. Era un príncipe de lo más generoso y
gentil, teniendo el deseo de cuidar la educación y las bellas artes, y a menudo él mismo leía,
escribía y estudiaba. Tuvo un maravilloso éxito y prosperidad en todo lo que emprendió, lo que
se supuso que provenía de esto (lo que así fue ciertamente): que era un tan gran favorecedor de la
fe cristiana. Fe que cuando abrazó, lo hizo con la más devota y religiosa reverencia.
Así Constantino, suficientemente dotado de fuerzas humanas, pero especialmente dotado
por Dios, emprendió camino a Italia durante el último año de la persecución, el 313 d.C.
Majencio, al saber la Regada de Constantino, y confiando más en su diabólico arte mágico que
en la buena voluntad de sus súbditos, que bien poco merecía, no osó mostrarse fuera de la ciudad
ni enfrentarse con él en campo abierto, sino que con guarniciones ocultas se emboscó a la espera
por diversos lugares angostos por los que debería pasar, con las que Constantino se batió en
diversas escaramuzas, venciéndolas y poniéndolas en fuga por el poder del Señor.
Sin embargo, Constantino no estaba todavía en opaz, sino con grandes ansiedades y
temor en su mente (acercándose ahora a Roma) debido a los encantamientos y hechicerías de
Majencio, con las que había vencido contra Severo, a quien Galerio había enviado contra él. Por
ello, estando en grandes dudas y perplejidad en sí mismo, y dándole vueltas a muchas cosas en
su mente, acerca de qué ayuda podría tener contra las operaciones de su magia, Constantino,
acercándose en su viaje hacia la ciudad, y levantando muchas veces los ojos al cielo, vio en el
sur, cuando el sol se estaba poniendo, un gran resplandor en el cielo, que aparecía en la similitud
de una cruz, dando esta inscripción: In hoc vince, esto es: «Vence por medio de esto.»
Eusebio Pánfilo da testimonio de que él oyó al mismo Constantino repetir varias veces, y
también jurar que era cosa verdadera y cierta, lo que había visto con sus propios ojos en el cielo,
y también sus soldados a su alrededor. Al ver aquello quedó grandemente atónito, y, consultando
con sus hombres acerca del significado de aquello, entonces se le apareció Cristo durante su
sueño, aquella noche, con la señal de la misma cruz que había visto antes, invitándole a que la
tomara como signo, y a que la llevara en sus guerras delante de él, y que así tendría la victoria.
Constantino estableció de tal manera la paz de la Iglesia que por el espacio de mil años no
leemos de ninguna persecución contra los cristianos, hasta el tiempo de Juan Wickliffe.
¡Tan feliz, tan gloriosa, fue la victoria de Constantino, de sobrenombre el Grande! Por el
gozo y la alegría de la cual, los ciudadanos que habían antes enviado a buscarlo lo llevaron en
gran triunfo en la ciudad de Roma, donde fue recibido con grandes honores, y celebrado por siete
días seguidos; además, hizo levantar en el mercado su imagen, sosteniendo en su diestra la señal
de la cruz, con esta inscripción: «Con esta señal de salud, el verdadero signo de fortaleza, he
rescatado y liberado vuestra ciudad del yugo del tirano.»
Terminaremos nuestro relato de la décima y última persecución general con la muerte de
San Jorge, el santo titular y patrón de Inglaterra. San Jorge nació en Capadocia, de padres
cristianos, y, dando prueba de su valor, fue ascendido en el ejército del emperador Diocleciano.
Durante la persecución, San Jorge abandonó su comisión, fue valientemente al senado, y
manifestó abiertamente su condición de cristiano, aprovechando la ocasión para protestar contra
el paganismo, y para señalar el absurdo de dar culto a ídolos. Esta libertad provocó de tal manera
al senado que dieron la orden de torturar a Jorge, y fue, por orden del emperador, arrastrado por
las calles y decapitado al día siguiente.
La leyenda del dragón, asociada con este martirio, es usualmente ilustrada representando
a San Jorge sentado sobre un caballo lanzado a la carga y traspasando al monstruo con su lanza.
Este dragón ardiente simboliza al diablo, que fue vencido por la firme fe de San Jorge en Cristo,
que permaneció inmutable a pesar del tormento y de la muerte.
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