ORAR EN NOMBRE de Cristo implica mucho. Significa que hemos de aceptar su carácter, manifestar su espíritu y realizar sus obras. La promesa del Salvador se nos da bajo una condición. «Si me amáis —dice— guardad mis mandamientos» (Juan 14: 15). Él no nos salva en el pecado, sino del pecado; y si le amamos mostraremos nuestro amor por medio de la obediencia.
La verdadera obediencia proviene del corazón. La de Cristo procedía de su corazón. Y si nosotros aceptamos al Señor, él se identificará de tal manera con nuestros pensamientos y fines, moldeará de tal manera nuestro corazón y mente en conformidad con su voluntad, que cuando le obedezcamos estaremos tan solo siguiendo nuestros propios impulsos. La voluntad, refinada y santificada, hallará su más alto deleite en servirle. Cuando conozcamos a Dios como es nuestro privilegio conocerle, nuestra vida será una vida de continua obediencia. Si apreciamos el carácter de Cristo y tenemos comunión con Dios, el pecado llegará a sernos odioso.
Así como Cristo obedeció la ley mientras fue un ser humano, podemos obedecerla nosotros si tan solo nos aferramos del Fuerte para obtener fortaleza. Pero no hemos de colocar la responsabilidad de nuestro deber en otros, y esperar que ellos nos digan lo que debemos hacer. No podemos depender de la gente para obtener consejos. El Señor nos enseñará nuestro deber de muy buena voluntad. Si acudimos a él con fe, nos revelará sus misterios personalmente. Nuestro corazón arderá cuando él se ponga en comunión con nosotros como lo hizo con Enoc. Los que decidan no hacer, en ningún ramo, algo que desagrade a Dios, sabrán, después de presentarle su caso, exactamente qué conducta seguir. Y recibirán no solamente sabiduría, sino fuerza. Se les impartirá poder para obedecer, para servir, según lo prometió Cristo. Cuanto Dios entregó a Cristo —todo lo que el ser humano necesita para suplir sus necesidades— se le entregó como a la cabeza y representante de la humanidad. «Y cualquiera cosa que pidamos la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos las cosas que son agradables delante de él» (1 Juan 3: 22).
Antes de ofrecerse como víctima para el sacrificio, Cristo buscó el don más esencial y completo que pudiese otorgar a sus seguidores, un don que pusiese a su alcance los ilimitados recursos de la gracia. «Yo rogaré al Padre —dijo— y os dará otro Consolador» (Juan 14: 16).
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