El destino del Mundo

Dios creó nuestra historia y a ÉL nos debemos

jueves, 27 de abril de 2017

Devoción Matutina Adultos | Coronas y vestiduras blancas

TODOS PODEMOS reconocer que hay un poder que actúa junto con nuestros esfuerzos para alcanzar la victoria. ¿Por qué no aceptamos la ayuda que se ha provisto, para elevarnos y ennoblecernos? ¿Por qué a veces permitimos que la complacencia del apetito pervertido nos arrastre? ¿Por qué no vencemos en el nombre y con la fuerza de Jesús? Cristo oirá nuestras oraciones sin importar cuán débiles sean. Se compadece de nuestra debilidad. Aquel que es «poderoso para salvar» (Heb. 7: 25) ha provisto ayuda para cada uno de nosotros. Te presento a Jesucristo, el Salvador de los pecadores, solo él puede darte poder para vencer en todo.

Cualquier sacrificio que tengamos que hacer para alcanzar el cielo valdrá la pena. No podemos arriesgarnos ni aventurar en este tema. Debemos saber que nuestros pasos están ordenados por el Señor. Que Dios nos ayude en nuestra gran obra de vencer. Él tiene coronas para todos los que triunfan. Tiene ropas blancas para los vencedores. Tiene un mundo eterno de gloria para aquellos que buscan gloria, honor e inmortalidad. Todo aquel que entre en la ciudad de Dios, lo hará como triunfador. Nadie entrará en ella como un criminal condenado, sino como un hijo de Dios. Y la bienvenida para todos los que entren, será: «Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo» (Mat. 25: 34).

Con placer pronunciaré palabras que ayuden a las almas temblorosas a aferrarse por fe en el poderoso Ayudador, para que desarrollen un carácter que Dios contemplará con satisfacción. El cielo puede invitarnos y presentarnos sus más ricas bendiciones, y puede ser muy fácil para nosotros desarrollar un carácter perfecto; pero todo esto será en vano a menos que estemos dispuestos a ayudarnos a nosotros mismos. Debemos usar los talentos y destrezas que Dios nos ha otorgado o nos hundiremos cada vez más y no tendremos ninguna utilidad para el bien, ni en este mundo ni en la eternidad.— La temperancia, cap. 6, p. 97.

Aquellos que se encuentran debilitados y se han degradado a sí mismos por la indulgencia pecaminosa, pueden convertirse en hijos de Dios. Tienen el poder de hacer el bien a otros y ayudarlos a vencer la tentación; cosechando así también beneficios para ellos mismos. Pueden ser luces que brillan en el mundo, y que finalmente escucharán la bendición: «Bien, buen siervo y fiel» (Mat. 25: 23) de los labios del Rey de gloria



domingo, 23 de abril de 2017

Devoción Matutina Adultos | Compartir lo que hemos recibido

EL SEÑOR ESTÁ SIEMPRE dispuesto a mostrar a los pecadores arrepentidos su gracia y su verdad; está listo para concederles perdón y amor; y demanda que los que han sido bendecidos por su compasión revelen esa misma misericordia y amor hacia los demás; pues ello equivale a hacer «las obras de Cristo», a «guardar los mandamientos de Dios» (Mat. 11: 2, RV77; 1 Cor. 7: 19). Aquellos que muestran verdadera gratitud, glorifican a Dios cuando lo aman sobre todas las cosas y aman a su prójimo como a sí mismos. Manifiestan el hecho de haber recibido, no el espíritu que es del mundo, sino el Espíritu que es de Dios. A través de un conocimiento adquirido por la experiencia, saben cuán bueno es lo que Dios gratuitamente les ha dado, pues han sido iluminados por el Espíritu Santo. Se ocupan en su «salvación con temor y temblor», conscientes de que es Dios el que obra en ellos tanto «el querer como el hacer por su buena voluntad» (Fil 2:12, 13, RVC). Cristo mora en el alma del creyente como un pozo del que mana vida eterna.

Cuando comencemos a vernos como la posesión adquirida por Cristo, veremos más claramente nuestra necesidad de su presencia constante para poder representarlo manifestando misericordia y amor hacia todos aquellos que figuran dentro de nuestro ámbito de influencia. Nuestra vida está cargada de solemnes responsabilidades y, solo estando completamente consagrados a Dios, solo cuando él nos purifica y derrama su vida y su Espíritu sobre nosotros, podremos representarlo correctamente ante los demás. Nuestra responsabilidad se extiende a nuestros pensamientos, palabras y acciones, así como a todas las interacciones con nuestros semejantes.

A fin de cumplir la ley, debemos guardar la regla de oro y tratar a los demás como quisiéramos que nos trataran a nosotros. Nuestra influencia debe ser santificada por el Espíritu Santo si ha de ser de bendición para la humanidad. No debemos angustiarnos por lo que tendremos que hacer en las semanas, los meses o los años venideros; ya que el futuro no nos pertenece. Solamente el día de hoy es nuestro, y durante este día debemos vivir para Dios, y embellecer nuestro carácter por fe en la justicia de Cristo. Debemos colocar este día en las manos de Cristo en solemne servicio, y en todos nuestros propósitos y planes ser guiados por él. Este día hemos de hacer a los demás exactamente lo que quisiéramos que ellos nos hicieran a nosotros. Hemos de estar siempre dispuestos a pronunciar palabras amables que broten de un corazón lleno de amor y compasión.






sábado, 22 de abril de 2017

Devoción Matutina Adultos | La paz que es permanente

CUANDO RECIBIMOS a Cristo como huésped permanente en el alma, la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento guardará nuestro espíritu y nuestro corazón por medio de Cristo Jesús [ver Fil. 4: 7]. La vida terrenal del Salvador, aunque transcurrió en medio de conflictos, era pacífica. Aun cuando lo acosaban constantemente enemigos airados, dijo: «El que me envió, conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada» (Juan 8: 29). Ninguna tempestad de la ira humana o satánica podía perturbar la calma de esta comunión perfecta con Dios. Y él nos dice: «la paz les dejo, mi paz les doy». «Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Juan 14: 27; Mat. 11: 29). Lleven ustedes conmigo el yugo del servicio para gloria de Dios y elevación de la humanidad, y verán que es fácil el yugo y ligera la carga.

Es el amor propio lo que destruye nuestra paz. Mientras viva el yo, estaremos siempre dispuestos a protegerlo contra los insultos y la mortificación; pero cuando hayamos muerto al yo y nuestra vida esté escondida con Cristo en Dios, no tomaremos a pecho los desdenes y desaires. Seremos sordos a los vituperios y ciegos al escarnio y al ultraje. […]

La felicidad derivada de fuentes mundanales es tan pasajera como la pueden hacer las circunstancias; pero la paz de Cristo es constante, permanente. No depende de las circunstancias de la vida, ni de la cantidad de bienes materiales ni del número de amigos que se tenga en este mundo. Cristo es la fuente de agua viva, y la felicidad que proviene de él no puede agotarse jamás.

La mansedumbre de Cristo manifestada en el hogar hará felices a los miembros de la familia; no incita a los altercados, no responde con ira, sino que calma el mal humor y difunde una amabilidad que sienten todos los que están dentro de su círculo encantador. Dondequiera que se la abrigue, hace de las familias de la tierra una parte de la gran familia celestial.

Mucho mejor sería para nosotros sufrir bajo una falsa acusación que infligirnos la tortura de vengarnos de nuestros enemigos. El espíritu de odio y venganza tuvo su origen en Satanás, y solamente puede reportar mal a quien lo abrigue. La humildad del corazón, esa mansedumbre resultante de vivir en Cristo, es el verdadero secreto de la bendición.



Persecuciones Papales

La persecución contra los Valdenses 

En Francia Habiendo el papado introducido varias innovaciones en la Iglesia, y habiendo cubierto al mundo cristiano con tinieblas y superstición, unos pocos, dándose cuenta clara de la tendencia perniciosa de tales errores, decidieron exhibir la luz del Evangelio en su verdadera pureza, y dispersar aquellas nubes que unos astutos sacerdotes habían extendido sobre él, a fin de cegar al pueblo y oscurecer su verdadero resplandor. El principal entre estos fue Berengario, que, alrededor del año 1000, predicó denodadamente las verdades del Evangelio, según su primitiva pureza. Muchos, convencidos, asintieron a su doctrina, y fueron, por ello, llamados berenganos. Berengario fue sucedido por Pedro Bruis, que predicó en Toulouse, bajo la protección de un conde llamado Ildefonso; todos los puntos de los reformadores, con sus razones para separarse de la Iglesia de Roma, fueron publicados en un libro escrito por Bruis, bajo el título de ANTICRISTO. Para el año 1140 de Cristo, el número de reformados era muy grande, y la probabilidad de su crecimiento alarmó al papa, que escribió a varios príncipes para que los desterraran de sus dominios, y que emplearan a muchos eruditos para que escribieran contra sus doctrinas. En el 1147 d.C. eran llamados Henericianos, debido a Enrique de Toulouse, considerado como su más eminente predicador, y debido a que no admitían ninguna prueba de religión más que las que se pudieran deducir de las mismas Escrituras, el partido papista les dio el nombre de apostólicos. Al final, Pedro Waldo, o Valdo, natural de Lyon, eminente por su piedad y erudición, devino un enérgico oponente del papado; y desde aquel entonces, los reformados recibieron la apelación de Valdenses. El Papa Alejandro III, informado de estos sucesos por el obispo de Lyon, excomulgó a Waldo y a sus seguidores, y ordenó al obispo que los exterminara, si era posible, de sobre la faz de la tierra; así comenzaron las persecuciones papales contra los Valdenses. Las actividades de Valdo y de los reformados suscitaron la primera aparición de los inquisidores, porque el Papa Inocente III autorizó a ciertos monjes como inquisidores, para que hicieran inquisición de y entregaran a los reformados al brazo secular. El proceso era breve, por cuanto una acusación era considerada como prueba de culpa, y nunca se concedió un juicio justo a los acusados. El Papa, dándose cuenta de que estos crueles medios no surtían el efecto deseado, envió a varios eruditos monjes a predicar entre los Valdenses, y a tratar de convencerlos de lo erróneo de sus opiniones. Entre estos monjes había uno llamado Domingo, que se mostró muy celoso por la causa del papado. Este Domingo instituyó una orden, que fue llamada por su nombre, la orden de los frailes dominicos; y los miembros de esta orden han sido desde entonces los principales inquisidores en las varias inquisiciones del mundo. El poder de los inquisidores era ¡limitado. Procedían en contra de quien querían, sin consideración de edad, sexo o rango. Por infames que fueran los acusadores, la acusación era considerada válida-, incluso cuando recibían informaciones anónimas, enviadas por carta, las consideraban como evidencia suficiente. Ser rico era un crimen _igual a la herejía-, por ello, muchos que tenían dinero eran acusados de herejes, o de ser protectores de herejes, para poder obligarlos a pagar por sus opiniones. Los más queridos amigos, los parientes más próximos, no podían servir sin peligro a nadie que estuviera encarcelado debido a cuestiones religiosas. Llevarles algo de paja a los encerrados, o darles un vaso de agua, caía bajo la consideración de favorecer a los herejes, y eran por ello mismo perseguidos. Ningún abogado osaba defender a su propio hermano, y la malicia de los perseguidores incluso llegaba más allá de la tumba; se exhumaban los huesos de los ya muertos, y eran quemados, como ejemplo para los vivos. Si alguien era acusado en su lecho de muerte de ser seguidor de Waldo, sus posesiones quedaban confiscadas, y el heredero quedaba privado de su herencia; y algunos fueron enviados a Tierra Santa, mientras que los dominicanos se apoderaban de sus casas y propiedades, y, cuando los dueños volvían, a menudo pretendían no conocerlos. Estas persecuciones persistieron durante varios siglos bajo diferentes Papas y otros grandes dignatarios de la Iglesia Católica.


Devoción Matutina Adultos | La carrera por la corona

EN LA EPÍSTOLA a los Hebreos se presenta la naturaleza absorbente que debería caracterizar la carrera cristiana por la vida eterna: «Despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe» (Heb. 12: 1, 2). La envidia, la malicia, los malos pensamientos, las malas palabras, la codicia, son «pesos» de los que el cristiano debe despojarse para correr con paciencia la carrera hacia la inmortalidad. Todo hábito o práctica que conduce al pecado o deshonra a Cristo, debe abandonarse, no importa lo que cueste. La bendición del cielo no puede descender sobre ningún ser humano que viola los eternos principios de la justicia. Un solo pecado acariciado es suficiente para degradar el carácter y extraviar a otros. […]

Los competidores de los antiguos juegos aun después de haberse sometido a la renuncia personal y a un entrenamiento estricto no estaban seguros de la victoria. «¿No sabéis que los que corren en el estadio —preguntó Pablo—, todos a la verdad corren, pero uno solo lleva el premio?» (1 Cor. 9: 24). No importaba cuánto se esforzaran los corredores, el premio se otorgaba solo a uno. Solo una mano podía tomar la codiciada corona. Un corredor podía esforzarse más por obtener el premio, pero segundos antes de finalizar la carrera otro podía arrebatarle el premio.

Este no es el caso en la lucha cristiana. Nadie que cumpla con las condiciones quedará defraudado al final de la carrera. Nadie que sea ferviente y perseverante dejará de tener éxito. La carrera no es del veloz, ni la batalla del fuerte. Tanto el santo más débil, como el más fuerte, puede obtener la corona de gloria inmortal. Todo el que, por el poder de la gracia divina, pone su vida en conformidad con la voluntad de Cristo puede ganar la corona. Demasiado a menudo se considera como asunto sin importancia, demasiado trivial para exigir atención, la puesta en práctica de los principios presentados en la Palabra de Dios en los detalles de la vida. Pero en vista de lo que está en juego, nada de lo que ayude o estorbe es pequeño. Todo acto pesa en la balanza que determina la victoria o el fracaso de la vida. La recompensa dada a los que venzan estará en proporción con la energía y el fervor con que hayan luchado.





Las Diez Primeras Persecuciones Cristianas

La primera persecución

De la Iglesia tuvo lugar en el año 67, bajo Nerón, el sexto emperador de Roma. Este monarca reinó por el espacio de cinco años de una manera tolerable, pero luego dio rienda suelta al mayor desenfreno y a las más atroces barbaridades. Entre otros caprichos diabólicos, ordenó que la ciudad de Roma fuera incendiada, orden que fue cumplida por sus oficiales, guardas y siervos. Mientras la ciudad imperial estaba en llamas, subió a la torre de Mecenas, tocando la lira y cantando el cántico del incendio de Troya, declarando abiertamente que «deseaba la ruina de todas las cosas antes de su muerte». Además del gran edificio del Circo, muchos otros palacios y casas quedaron destruidos; varios miles de personas perecieron en las llamas, o se ahogaron en el humo, o quedaron sepultados bajo las ruinas. Este terrible incendio duró nueve años. Cuando Nerón descubrió que, su conducta era intensamente censurada, y que era objeto de un profundo odio, decidió inculpar a los cristianos, a la vez para excusarse para aprovechar la oportunidad para llenar su mirada con nuevas crueldades. Esta fue la causa de la primera persecución; y las brutalidades cometidas contra los cristianos fueron tales que incluso movieron a los mismos romanos a compasión. Nerón incluso refinó sus crueldades e inventó todo tipo de castigos contra los cristianos que pudiera inventar la más infernal imaginación. En particular, hizo que algunos fueran cosidos en pieles de animales silvestres, antojándolos a los perros hasta que expiraran; a otros los vistió de camisas atiesadas con cera, atándolos a postes, y los encendió en sus jardines, para iluminarlos. Esta persecución fue general por todo el Imperio Romano; pero más bien aumentó que disminuyó el espíritu del cristianismo. Fue durante esta persecución que fueron martirizados San Pablo y San Pedro. A sus nombres se pueden añadir Erasto, tesorero de Corinto; Aristarco, el macedonio, y Trófimo, de Éfeso, convertido por San Pablo y su colaborador, así como Josés, comúnmente llamado Barsabás, y Ananías, obispo de Damasco; cada uno de los Setenta.

 La Segunda persecución,

Bajo Domiciano, el 81 d.C El emperador Domiciano, de natural inclinado a la crueldad, dio muerte primero a su hermano, y luego suscitó la segunda persecución contra los cristianos. En su furor dio muerte a algunos senadores romanos, a algunos por malicia, y a otros para confiscar sus fincas. Luego mandó que todos los pertenecientes al linaje de David fueran ejecutados. Entre los numerosos mártires que sufrieron durante esta persecución estaban Simeón, obispo de Jerusalén, que fue crucificado, y San Juan, que fue hervido en aceite, y luego desterrado a Patmos. Flavia, hija de un senador romano, fue asimismo desterrada al Ponto; y se dictó una ley diciendo: «Que ningún cristiano, una vez traído ante un tribunal, quede exento de castigo sin que renuncie a su religión». Durante este reinado se redactaron varias historias inventadas, con el fin de dañar a los cristianos. Tal era el apasionamiento de los paganos que si cualquier hambre, epidemia o terremotos asolaban cualquiera de las provincias romanas, se achacaba a los cristianos. Estas persecuciones contra los cristianos aumentaron el número de informadores, y muchos, movidos por la codicia, testificaron en falso contra las vidas de los inocentes. Otra dificultad fue que cuando cualquier cristiano era llevado ante los tribunales, se les sometía a un juramento de prueba, y si rehusaban tomarlo, se les sentenciaba a muerte, mientras que si se confesaban cristianos, la sentencia era la misma. Los siguientes fueron los más destacables entre los numerosos mártires que sufrieron durante esta persecución. Dionisio, el areopaguita, era ateniense de nacimiento, y fue instruido en toda la literatura útil y estética de Grecia. Viajó luego a Egipto para estudiar astronomía, e hizo observaciones muy precisas del gran eclipse sobrenatural que tuvo lugar en el tiempo de la crucifixión de nuestro Salvador. La santidad de su forma de vivir y la pureza de sus maneras le recomendaron de tal manera ante los cristianos en general que fue designado obispo de Atenas. Nicodemo, un benevolente cristiano de alguna distinción, sufrió en Roma durante el furor de la persecución de Domiciano. Protasio y Gervasio fueron martirizados en Milán. Timoteo, el célebre discípulo de San Pablo, fue obispo de Éfeso, donde gobernó celosamente la Iglesia hasta el 97 d.C. En este tiempo, cuando los paganos estaban para celebrar una fiesta llamada Catagogión, Timoteo, enfrentándose a la procesión, los reprendió severamente por su ridícula idolatría, lo que exasperó de tal manera al pueblo que cayeron sobre el con palos, y lo apalizaron de manera tan terrible que expiró dos días después por efecto de los golpes.

La tercera persecución,

Bajo Trajano, 108 d.C. En la tercera persecución, Plinio el Joven, hombre erudito y famoso, viendo la lamentable matanza de cristianos, y movido por ella a compasión, escribió a Trajano, comunicándole que había muchos miles de ellos que eran muertos a diario, que no habían hecho nada contrario a las leyes de Roma, por lo que no merecían persecución. «Todo lo que ellos contaban acerca de su crimen o error (como se tenga que llamar) sólo consistía en esto: que solían reunirse en determinado día antes del amanecer, y repetir juntos una oración compuesta en honor de Cristo como Dios, y a comprometerse por obligación no ciertamente a cometer maldad alguna, sino al contrario, a nunca cometer hurtos, robos o adulterio, a nunca falsear su palabra, a nunca defraudar a nadie; después de lo cual era costumbre separarse, y volverse a reunir después para participar en común de una comida inocente.» En esta persecución sufrieron el bienaventurado mártir Ignacio, que es tenido en gran reverencia entre muchos. Este Ignacio había sido designado al obispado de Antioquia, siguiendo a Pedro en sucesión. Algunos dicen que al ser enviado de Siria a Roma, porque profesaba a Cristo, fue entregado a las fieras para ser devorado. También se dice de él que cuando pasó por Asia [la actual Turquía], estando bajo el más estricto cuidado de sus guardianes, fortaleció y confirmó a las iglesias por todas las ciudades por donde pasaba, tanto con sus exhortaciones como predicando la Palabra de Dios. Así, habiendo negado a Esmirna, escribió a la Iglesia de Roma, exhortándoles para que no emplearan medio alguno para liberarle de su martirio, no fuera que le privaran de aquello que más anhelaba y esperaba. «Ahora comienzo a ser un discípulo. Nada me importa de las cosas visibles o invisibles, para poder sólo ganar a Cristo. ¡Que el fuego y la cruz, que manadas de bestias salvajes, que la rotura de los huesos y el desgarramiento de todo el cuerpo, y que toda la malicia del diablo vengan sobre mí; ¡sea así, si sólo puedo ganar a Cristo Jesús!» E incluso cuando fue sentenciado a ser echado a las fieras, tal era el ardiente deseo que tenía de padecer, que decía, cada vez que oía rugir a los leones: «Soy el trigo de Cristo; voy a ser molido con los dientes de fieras salvajes para que pueda ser hallado pan puro». Adriano, el sucesor de Trajano, prosiguió esta tercera persecución con tanta severidad como su sucesor. Alrededor de este tiempo fueron martirizados Alejandro, obispo de Roma, y sus dos diáconos; también Quirino y Hermes, con sus familias; Zeno, un noble romano, y alrededor de diez mil otros cristianos. Muchos fueron crucificados en el Monte Ararat, coronados de espinas, siendo traspasados con lanzas, en imitación de la pasión de Cristo. Eustaquio, un valiente comandante romano, con muchos éxitos militares, recibió la orden de parte del emperador de unirse a un sacrificio idolátfico para celebrar algunas de sus propias victorias. Pero su fe (pues era cristiano de corazón) era tanto más grande que su vanidad, que rehusó noblemente. Enfurecido por esta negativa, el desagradecido emperador olvidó los servicios de este diestro comandante, y ordenó su martirio y el de toda su familia. En el martirio de Faustines y Jovitas, que eran hermanos y ciudadanos de Brescia, tantos fueron sus padecimientos y tan grande su paciencia, que el Calocerio, un pagano, contemplándolos, quedó absorto de admiración, y exclamó, en un arrebato: « ¡Grande es el Dios de los cristianos! », por lo cual fue prendido y se le hizo sufrir pareja suerte. Muchas otras crueldades y rigores tuvieron que sufrir los cristianos, hasta que Quadratus, obispo de Atenas, hizo una erudita apología en su favor delante del emperador, que estaba entonces presente, y Arístides, un filósofo de la misma ciudad, escribió una elegante epístola, lo que llevó a Adriano a disminuir su severidad y a ceder en favor de ellos. Adriano, al morir en el 138 d.C., fue sucedido por Antonino Pío, uno de los más gentiles monarcas que jamás minara, y que detuvo las persecuciones contra los cristianos.

La cuarta persecución,

Bajo Marco Aurelio Antonino, 162 d.C. Marco Aurelio sucedió en el trono en el año 161 de nuestro Señor, era un hombre de naturaleza más rígida y severa, y aunque elogiable en el estudio de la filosofía y en su actividad de gobierno, fue duro y fiero contra los cristianos, y desencadenó la cuarta persecución. Las crueldades ejecutadas en esta persecución fueron de tal calibre que muchos de los espectadores se estremecían de honor al verlas, y quedaban atónitos ante el valor de los sufrientes. Algunos de los mártires eran obligados a pasar, con sus pies ya heridos, sobre espinas, clavos, aguzadas conchas, etc., puestos de punta; otros eran azotados hasta que quedaban a la vista sus tendones y venas, y, después de haber sufrido los más atroces tormentos que pudieran inventarse, eran destruidos por las muertes más temibles. Germánico, un hombre joven, pero verdadero cristiano, siendo entregado a las fieras a causa de su fe, se condujo con un valor tan asombroso que varios paganos se convirtieron a aquella fe que inspiraba tal arrojo. Policarpo, el venerable obispo de Esmirna, se ocultó al oír que le estaban buscando, pero fue descubierto por un niño. Tras dar una comida a los guardas que le habían prendido, les pidió una hora de oración, lo que le permitieron, y oró con tal fervor que los guardas que le habían arrestado sintieron haberio hecho. Sin embargo, lo llevaron ante el procónsul, y fue condenado y quemado en la plaza del mercado. El procónsul le apremió, diciendo: «Jura, y te daré la libertad: Blasfema contra Cristo.» Policarpo le respondió: «Durante ochenta y seis años le he servido, y nunca me ha hecho mal alguno: ¿Cómo voy yo a blasfemar contra mi Rey, que me ha salvado?» En la estaca fue sólo atado, y no clavado como era costumbre, porque les aseguró que se iba a quedar inmóvil; al encenderse la hoguera, las llamas rodearon su cuerpo, como un arco, sin tocarlo; entonces dieron orden al verdugo que lo traspasara con una espada, con lo que manó tal cantidad de sangre que apagó el fuego. Sin embargo se dio orden, por instigación de los enemigos del Evangelio, especialmente judíos, de que su cuerpo fuera consumido en la hoguera, y la petición de sus amigos, que querían darle cristiana sepultura, fue rechazada. Sin embargo, recogieron sus huesos y tanto de sus miembros como pudieron, y los hicieron enterrar decentemente. Metrodoro, un ministro que predicaba denodadamente, y Pionio, que hizo varias excelentes apologías de la fe cristiana, fueron también quemados. Carpo y Papilo, dos dignos cristianos, y Agatónica, una piadosa mujer, sufrió el martirio en Pergamópolis, en Asia. Felicitate, una ilustre dama romana, de una familia de buena posición, y muy virtuosa, era una devota cristiana. Tenía siete hijos, a los que había educado con la más ejemplar piedad. Enero, el mayor, fue flagelado y prensado hasta morir con pesos; Félix y Felipe, que le seguían en edad, fueron descerebrados con garrotes; Silvano, el cuarto, fue asesinado siendo echado a un precipicio; y los tres hijos menores, Alejandro, Vital y Marcial, fueron decapitados. La madre fue después decapitada con la misma espada que los otros tres. Justino, el célebre filósofo, murió mártir en esta persecución. Era natural de Nápolis, en Sarnaria, y había nacido el 103 d.C. Fue un gran amante de la verdad y erudito universal; investigó las filosofías estoica y peripatética, y probó la pitagórica, pero, disgustándole la conducta de uno de sus profesores, investigó la platónica, en la que encontró gran deleite. Alrededor del año 13 3, a los treinta años, se convirtió al cristianismo, y entonces, por vez primera, percibió la verdadera naturaleza de la verdad. Escribió una elegante epístola a los gentiles, y empleó sus talentos para convencer a los judíos de la verdad de los ritos cristianos. Dedicó gran tiempo a viajar, hasta que estableció su residencia en Roma, en el monte Viminal. Abrió una escuela pública, enseñó a muchos que posteriormente fueron personajes prominentes, y escribió un tratado para confutar las herejías de todo tipo. Cuando los paganos comenzaron a tratar a los cristianos con gran severidad, Justino escribió su primera apología en favor de ellos. Este escrito exhibe una gran erudición y genio, e hizo que el emperador publicara un edicto en favor de los cristianos. Poco después entró en frecuentes discusiones con Crescente, persona de vida viciosa, pero que era un célebre filósofo cínico; los argumentos de Justino fueron tan poderosos, pero odiosos para el cínico, que decidió, y consiguió, su destrucción. La segunda apología de Justino, debido a ciertas cosas que contenía, dio al cínico Crescente una oportunidad para predisponer al emperador en contra de su autor, y por esto Justino fue arrestado, junto con seis compañeros suyos. Al ordenársele que sacrificara a los ídolos paganos, rehusaron, y fueron condenados a ser azotados, y a continuación decapitados; esta sentencia se cumplió con toda la severidad imaginable. Varios fueron decapitados por rehusar sacrificar a la imagen de Júpiter, en particular Concordo, diácono de la ciudad de Spolito. Al levantarse en armas contra Roma algunas de las agitadas naciones del norte, el emperador se puso en marcha para enfrentarse a ellas. Sin embargo, se vio atrapado en una emboscada, y temió perder todo su ejército. Encerrado entre montañas, rodeado de enemigos y muriéndose de sed, en vano invocaron a las deidades paganas, y entonces ordenó a los hombres que pertenecían a la militine, o legión del trueno, que oraran a su Dios pidiendo socorro. De inmediato tuvo lugar una milagrosa liberación; cayó una cantidad prodigiosa de lluvia, que fue recogida por los hombres, haciendo presas, y dio un alivio repentino y asombroso. Parece que la tormenta, que se abatió intensamente sobre los rostros de los enemigos, los intimidó de tal manera, que una parte desertó hacia el ejército romano; el resto fueron derrotados, y las provincias rebeldes fueron totalmente recuperadas. Este asunto hizo que la persecución amainara por algún tiempo, al menos en aquellas zonas inmediatamente bajo la inspección del emperador, pero nos encontramos que pronto se desencadenó en Francia, particularmente en Lyon, donde las torturas que fueron impuestas a muchos de los cristianos casi rebasan la capacidad de descripción. Los principales de estos mártires fueron un joven llamado Vetio Agato; Blandina, una dama cristiana de débil constitución; Sancto, que era diácono en Vienna; a éste le aplicaron platos de bronce al rojo vivo sobre las partes más sensibles de su cuerpo; Biblias, una débil mujer que había sido apóstata anteriormente. Attalo, de Pérgamo, y Potino, el venerable obispo de Lyon, que ienía noventa años. El día en que Blandina y otros tres campeones de la fe fueron llevados al anfiteatro, a ella la colgaron de un madero fijado sobre el suelo, y la expusieron a las fieras como alimento-, mientras tanto ella, con sus fervorosas oraciones, alentaba a los otros. Pero ninguna de las fieras la tocó, por lo que fue vuelta a llevar a la mazmorra. Cuando fue sacada por tercera y última vez, salió acompañada por Pontico, un joven de quince años, y la constancia de la fe de ellos enfureció de tal manera a la multitud que no fueron respetados ni el sexo de ella ni la juventud de él, y los hicieron objeto de todo tipo de castigos y torturas. Fortalecido por Blandina, el muchacho perseveró hasta la muerte; y ella, después de soportar los tormentos mencionados, fue finalmente muerta con espada. En estas ocasiones, cuando los cristianos recibían el martirio, iban omados y coronados con guirnaldas de flores; por ellas, en el cielo, recibían eternas coronas de gloria. Se ha dicho que las vidas de los cristianos primitivos consistían de «persecución por encima del suelo y oración por debajo del suelo.» Sus vidas están expresadas por el Coliseo y las catacumbas. Debajo de Roma están los subterráneos que llamamos las catacumbas, que eran a la vez templos y tumbas. La primitiva Iglesia en Roma podría ser llamada con razón la Iglesia de las Catacumbas. Hay unas sesenta catacumbas cerca de Roma, en las que se han seguido unas seiscientas millas de galerías, y esto no es la totalidad. Estas galerías tienen una altura de alrededor de ocho pies (2,4 metros) y una anchura de entre tres a cinco pies (de casi 1 metro hasta 1,5), y contienen a cada lado varias hileras de recesos largos, bajos, horizontales, uno encima de otros como a modo de literas en un barco. En estos nichos eran puestos los cadáveres, y eran cerrados bien con una simple lápida de mármol, o con varias grandes losas de tierra cocida ligadas con mortero. En estas lápidas o losas hay grabados o pintados epitafios y símbolos. Tanto los paganos como los cristianos sepultaban a sus muertos en estas catacumbas. Cuando se abrieron los sepulcros cristianos, los esqueletos contaron su temible historia. Se encuentran cabezas separadas del cuerpo; costillas y clavículas rotas, huesos frecuentemente calcinados por el fuego. Pero a pesar de la terrible historia de persecución que podemos leer ahí, las inscripciones respiran paz, gozo y triunfo. Aquí tenemos unas cuantas: «Aquí yace Marcia, puesta a reposar en un sueño de paz.» «Lorenzo a su más dulce hijo, llevado por los ángeles.» «Victorioso en paz y en Cristo.» «Al ser llamado, se fue en paz.» Recordemos, al leer estas inscripciones la historia que los esqueletos cuentan de persecución, tortura y fuego. Pero la plena fuerza de estos epitafios se aprecia cuando los contrastarnos con los epitafios paganos, como: «Vive para esta hora presente, porque de nada más estamos seguros.» «Levanto mi mano contra los dioses que me arrebataron a los veinte años, aunque nada malo había hecho.» «Una vez no era. Ahora no soy. Nada sé de ello, y no es mi preocupación.» «Peregrino, no me maldigas cuando pases por aquí, porque estoy en tinieblas y no puedo responder.» Los más frecuentes símbolos cristianos en las paredes de las catacumbas son el buen pastor con el cordero en sus hombros, una nave con todo el velamen, arpas, anclas, coronas, vides, y por encima de todo, el pez.

La quinta persecución,

Comenzando con Severo, el 192 d.C. Severo, recuperado de una grave enfermedad por los cuidados de un cristiano, Regó a ser un gran favorecedor de los cristianos en general; pero al prevalecer los prejuicios y la furia de la multitud ignorante, se pusieron en acción unas leyes obsoletas contra los cristianos. El avance del cristianismo alarmaba a los paganos, y reavivaron la enmohecida calumnia de achacar a los cristianos les desgracias accidentales que sobrevenían. Esta persecución se desencadenó en el 192 d.C. Pero aunque rugía la malicia persecutoria, sin embargo el Evangelio resplandecía fulgurosarnente; y firme como inexpugnable roca resistía con éxito a los ataques de sus chillones enemigos. Tertuliano, que vivió en esta época, nos informa de que si los cristianos se hubieran ido en masa de los territorios romanos, el imperio habría quedado despoblado en gran manera. Víctor, obispo de Roma, sufrió el martírio en el primer año del siglo tercero, el 201 d.C. Leónidas, padre del célebre Orígenes, fue decapitado por cristiano. Muchos de los oyentes de Orígenes también sufrieron el martirio; en particular dos hermanos, llamados Plutarco y Sereno; otro Sereno, Herón y Heráclides, fueron decapitados. A Rhais le deffarnaron brea hirviendo sobre la capeza, y luego lo quemaron, como también su madre Marcela. Potainiena, hermana de Rhais, fue ejecutada de la misma forma que Rhais; pero Basflides, oficial del ejército, a quien se le ordenó que asistiera a la ejecución, se convirtió. Al pedírsele a Basílides, que era oficial, que hiciera un cierto juramento, rehusó, diciendo que no podría jurar por los ídolos romanos, por cuanto era cristiano. Llenos de estupor, los del populacho no podían al principio creer lo que oían; pero tan pronto él confirmó lo que había dicho, fue arrastrado ante el juez, echado en la cárcel, y poco después decapitado. Ireneo, obispo de Lyon, había nacido en Grecia, y recibió una educación esmerada y cristiana. Se supone generalmente que el relato de las persecuciones en Lyon fue escrito por él mismo. Sucedió al mártir Potino como obispo de Lyon, y gobernó su diócesis con gran discreción; era un celoso oponente de las herejías en general, y alrededor del 187 d.C. escribió un célebre tratado contra las herejías. Víctor, obispo de Roma, queriendo imponer allí la observancia de la Pascua en preferencia a otros lugares, ocasionó algunos desórdenes entre los cristianos. De manera particular, Ireneo le escribió una epístola sinódica, en nombre de las iglesias galicanas. Este celo en favor del cristianismo lo señaló como objeto de resentimiento ante el emperador, y fue decapitado el 202 d.C. Extendiéndose las persecuciones a África, muchos fueron martirizados en aquel lugar del globo; mencionaremos a los más destacados entre ellos. Perpetua, de unos veintidós años, casada. Los que sufrieron con ella fueron Felicitas, una mujer casada y ya en muy avanzado estado de gestación cuando fue arrestada, y Revocato, catecúmeno de Cartago, y un esclavo. Los nombres de los otros presos destinados a sufrir en esta ocasión eran Saturnino, Secundulo y Satur. En el día señalado para su ejecución fueron llevados al anfiteatro. A Satur, Secúndulo y Revocato les mandaron que corrieran entre los cuidados de las fieras. Estos, dispuestos en dos hileras, los flagelaron severamente mientras corrían entre ellos. Felicitas y Perpetua fueron desnudadas para echarlas a un toro bravo, que se lanzó primero contra Perpetua, dejándola inconsciente; luego se abalanzó contra Felicitas, y la empitonó terriblemente; pero no habían quedado muertas, por lo que el verdugo las despachó con una espada. Revocato y Satur fueron devorados por las fieras; Saturnino fue decapitado, y Secúndulo murió en la cárcel. Estas ejecuciones tuvieron lugar en el ocho de marzo del año 205. Esperato y otros doce fueron decapitados, lo mismo que Androcles en Francia. Asclepiades, obispo de Antioquia, sufrió muchas torturas, pero no fue muerto. Cecilia, una joven dama de una buena familia en Roma, fue casada con un caballero llamado Valeriano, y convirtió a su marido y hermano, que fueron decapitados; el máximo, u oficial, que los llevó a la ejecución, fue convertido por ellos, y sufrió su misma suerte. La dama fue echada desnuda en un baño hirviente, y permaneciendo allí un tiempo considerable, la decapitaron con una espada. Esto sucedió el 222 d.C. Calixto, obispo de Roma, sufrió martirio el 224 d.C., pero no se registra la forma de su muerte; Urbano, obispo de Roma, sufrió la misma suerte el 232 d.C.

 La sexta persecución,

Bajo Maximino, el 235 d.C. El 235 d.C. comenzó, bajo Maximino, una nueva persecución. El gobernador de Capadocia, Seremiano, hizo todo lo posible para exterminar a los cristianos de aquella provincia. Las personas principales que murieron bajo este reinado fueron Pontiano, obispo de Roma; Anteros, un griego, su sucesor, que ofendió al gobierno al recogerlas actas de los mártires. Pamaquio y Quirito, senadores romanos, junto con sus familias enteras, y muchos otros cristianos; Simplicio, también senador, Calepodio, un ministro cristiano, que fue echado al Tiber, Martina, una noble y hermosa doncella; e Hipólito, un prelado cristiano, que fue atado a un caballo indómito, y arrastrado hasta morir. Durante esta persecución, suscitada por Maximino, muchísimos cristianos fueron ejecutados sin juicio, y enterrados indiscriminadamente a montones, a veces cincuenta o sesenta echados juntos en una fosa común, sin la más mínima decencia. Al morir el tirano Maximino en el 238 d.C., le sucedió Gordiano, y durante su reinado, así como el de su sucesor, Felipe, la Iglesia estuvo libre de persecuciones durante más de diez años; pero en el 249 d.C. se desató una violenta persecución en Alejandría, por instigación de un sacerdote pagano, sin conocimiento del emperador.

La séptima persecución,

Bajo Decio, el 249 d.C. Ésta estuvo ocasionada en parte por el aborrecimiento que tenía contra su predecesor Felipe, que era considerado cristiano, y tuvo lugar en parte por sus celos ante el asombroso avance del cristianismo; porque los templos paganos comenzaban a ser abandonados, y las iglesias cristianas estaban llenas. Estas razones estimularon a Decio a intentar la extirpación del nombre mismo de cristiano; y fue cosa desafortunada para el Evangelio que varios errores se habían deslizado para este tiempo dentro de la Iglesia; los cristianos estaban divididos entre sí; los intereses propios dividían a aquellos a los que el amor social debía haber mantenido unidos; y la virulencia del orgullo dio lugar a una variedad de facciones. Los paganos, en general, tenían la ambición de poner en acción los decretos imperiales en esta ocasión, y consideraban el asesinato de los cristianos como un mérito para sí mismos. En esta ocasión los mártires fueron innumerables; pero haremos relación de los principales. Fabiano, obispo de Roma, fue la primera persona en posición eminente que sintió la severidad de esta persecución. El difunto emperador había puesto su tesoro al cuidado de este buen hombre, debido a su integridad. Pero Decio, al no hallar tanto como su avaricia le había hecho esperar, decidió vengarse del buen prelado. Fue entonces arrestado, y decapitado el 20 de enero del 250 d.C. Julián, nativo de Cilicia, como nos informa San Crisóstomo, fue arrestado por ser cristiano. Fue metido en una bolsa de cuero, junto con varias serpientes y escorpiones, y echado así al mar. Pedro, un joven muy atractivo tanto de físico como por sus cualidades intelectuales, fue decapitado por rehusar sacrificar a Venus. En el juicio declaró: «Estoy atónito de que sacrifiquéis a una mujer tan infame, cuyas abominaciones son registradas por vuestros mismos historiadores, y cuya vida consistió de unas acciones que vuestras mismas leyes castigarían. No, al verdadero Dios ofreceré yo el sacrificio aceptable de alabanzas y oraciones.» Al oír esto Optimo, procónsul de Asia, ordenó al preso que fuera estirado en la rueda de tormento, rompiéndole todos los huesos, y luego fue enviado a ser decapitado. A Nicomaco, hecho comparecer ante el procónsul como cristiano, le mandaron que sacrificara a los ídolos paganos. Nicomaco replicó: «No puedo dar a demonios la reverencia debida sólo al Todopoderoso.» Esta manera de hablar enfureció de tal manera al procónsul que Nicomaco fue puesto en el potro. Después de soportar los tormentos durante un tiempo, se retractó; pero apenas si había dado tal prueba de debilidad que cayó en las mayores agonías, cayó al suelo, y expiró inmediatamente. Denisa, una joven de sólo dieciséis años, que contempló este terrible juicio, exclamó de repente: «Oh infeliz, ¡para qué comprar un momento de alivio a costa de una eternidad de miseria! » Optimo, al oír esto, la llamó, y al reconocerse Denisa como cristiana, fue poco después decapitada, por orden suya. Andrés y Pablo, dos compañeros de Nicomaco el mártir, sufrieron el martirio el 251 d.C. por lapidación, y murieron clamando a su bendito Redentor. Alejandro y Epimaco, de Alejandría, fueron arrestados por ser cristianos; al confesar que efectivamente lo eran, fueron golpeados con estacas, desgarrados con garfios, y al final quemados con fuego; también se nos informa, en un fragmento preservado por Eusebio, que cuatro mujeres mártires sufrieron aquel mismo día, y en el mismo lugar, pero no de la misma manera, por cuanto fueron decapitadas. Luciano y Marciano, dos malvados paganos, aunque hábiles magos, se convirtieron al cristianismo, y para expiar sus antiguos errores vivieron como eremitas, sustentándose sólo con pan y agua. Después de un tiempo en esta condición, devinieron celosos predicadores, e hicieron muchos convertidos. Sin embargo, rugiendo en este entonces la persecución, fueron arrestados y llevados ante Sabinio, el gobernador de Bitinia. Al preguntárseles en base de qué autoridad se dedicaban a predicar, Luciano contestó: «Que las leyes de la caridad y de la humanidad obligaban a todo hombre a buscar la conversión de sus semejantes, y a hacer todo lo que estuviera en su poder para liberarlos de las redes del diablo.» Habiendo respondido Luciano de esta manera, Marciano añadió que la conversión de ellos «había tenido lugar por la misma gracia que le había sido dada a San Pablo, que, de celoso perseguidor de la Iglesia, se convirtió en predicador del Evangelio». Viendo el procónsul que no podía prevalecer sobre ellos para que renunciaran a su fe, los condenó a ser quemados vivos, sentencia que fue pronto ejecutada. Trifón y Respicio, dos hombres eminentes, fueron aprehendidos como cristianos, y encarcelados en Niza. Sus pies fueron traspasados con clavos; fueron arrastrados por las calles, azotados, desgarrados con garfios de hierro, quemados con antorchas, y finalmente decapitados, el 1 de febrero del 251 d.C. Agata, una dama siciliana, no era tan notable por sus dotes personales y adquiridas como por su piedad; tal era su hermosura que Quintiano, gobernador de Sicilia, se enamoró de ella, e hizo muchos intentos por vencer su castidad, pero sin éxito. A fin de gratificar sus pasiones con la mayor facilidad, puso a la virtuosa dama en manos de Afrodica, una mujer infame y licenciosa. Esta miserable trató, con sus artificios, de ganarla a la deseada prostitución, pero vio fallidos todos sus esfuerzos, porque la castidad de Agata era inexpugnable, y ella sabía muy bien que sólo la virtud podría procurar una verdadera dicha, Afrodica hizo saber a Quinti ano la inutilidad de sus esfuerzos, y éste, enfurecido al ver sus designios torcidos, cambió su concupiscencia en resentimiento. Al confesar ella que era cristiana, decidió satisfacerse con la venganza, al no poderlo hacer con su pasión. Siguiendo órdenes suyas, fue flagelada, quemada con hierros candentes, y desgarrada con aguzados garfios. Habiendo soportado estas torturas con una admirable fortaleza, fue luego puesta desnuda sobre ascuas mezcladas con vidrio, y luego devuelta a la cárcel, donde expiró el 5 de febrero del 251. Cirilo, obispo de Gortyna, fue arrestado por órdenes de Lucio, gobernador de aquel lugar, que sin embargo le exhortó a obedecer la orden imperial, a hacer los sacrificios, y salvar su venerable persona de la destrucción; porque ahora tenía ochenta y cuatro años. El buen prelado le contestó que como había enseñado a otros durante mucho tiempo que salvaran sus almas, ahora sólo podía pensar en su propia salvación. El digno prelado escuchó su sentencia, dada con furor, sin la menor emoción, anduvo animosamente hasta el lugar de la ejecución, y sufrió su martirio con gran entereza. En ningún lugar se manifestó esta persecución con tanta saña como en la isla de Creta, porque el gobernador, sumamente activo en la ejecución de los edictos imperiales, hizo correr a ríos la sangre de los piadosos. Babylas, un cristiano con educación académica, llegó a ser obispo de Antioquia el 237 d.C., después de Zebino. Actuó con un celo sin parangón, y gobernó la Iglesia con una prudencia admirable durante los tiempos más tormentosos. La primera desgracia que tuvo lugar en Antioquia durante su misión fue su asedio por Sapor, rey de Persia, que, habiendo invadido toda la Siria, tomó y saqueó esta ciudad entre otras, y trató a los moradores cristianos de la ciudad con mayor dureza que a los otros; pero pronto fue derrotado totalmente por Gordiano. Después de la muerte de Gordiano, en el reinado de Decio, este emperador vino a Antioquía, y allí, expresando su deseo de visitar una asamblea de cristianos; pero Babylas se le opuso, y se negó absolutamente a que entrara. El emperador disimuló su ira en aquel tiempo, pero pronto envió a buscar al obispo, reprendiéndole duramente por su insolencia, y luego le ordenó que sacrificara a las deidades paganas como expiación por su ofensa. Al rehusar, fue echado en la cárcel, cargado de cadenas, tratado con la mayor severidad, y luego decapitado, junto con tres jóvenes que habían sido sus alumnos. Esto sucedió el 251 d.C. Alejandro, obispo de Jerusalén, fue encarcelado por su religión por este mismo tiempo, y allí murió debido a la dureza de su encierro. Juliano, un anciano y cojo debido a la gota, y Cronión, otro cristiano, fueron atados a las jorobas de unos camellos, flagelados cruelmente, y luego echados a un fuego y consumidos. También cuarenta doncellas fueron quemadas en Antioquia, después de haber sido encarceladas y flageladas. En el año 251 de nuestro Señor, el emperador Decio, después de haber erigido un templo pagano en Éfeso, ordenó que todos los habitantes de la ciudad sacrificaran a los ídolos. Esta orden fue noblemente rechazada por siete de sus propios soldados, esto es, Maximiano, Marciano, Joanes, Malco, Dionisio, Seraión y Constantino. El emperador, queriendo ganar a estos soldados a que renunciaran a su fe mediante sus exhortaciones y lenidad, les dio un tiempo considerable de respiro hasta volver de una expedición. Durante la ausencia del emperador, estos huyeron y se ocultaron en una cueva; al saber esto el emperador a su vuelta, la boca de la cueva fue cegada, y todos murieron de hambre. Teodora, una hermosa y joven dama de Antioquia rehusó sacrificar a los ídolos de Roma, y fue condenada al burdel, para que su virtud fuera sacrificada a la brutalidad de la concupiscencia. Dídimo, un cristiano, se disfrazó con un uniforme de soldado romano, fue al burdel, informó a Teodora de quién era, y la aconsejó a que huyera disfrazada con sus ropas. Hecho esto, y al encontrarse un hombre en el burdel en lugar de una hermosa dama, Didimo fue llevado ante el gobernador, a quien le confesó la verdad; al reconocerse cristiano, de inmediato fue pronunciada contra él la sentencia de muerte. Teodora, al oír que su liberador iba a sufrir, acudió ante el juez, y rogó que la sentencia recayera sobre ella como la persona culpable; pero sordo a los clamores de los inocentes, e insensible a las demandas de la justicia, el implacable juez condenó a ambos; y fueron ejecutados, primero decapitados, y luego sus cuerpos quemados. Secundiano, acusado de ser cristiano, estaba siendo llevado a la cárcel por varios soldados. Por el camino, Veriano y Marcelino les dijeron: «¿A dónde lleváis a un inocente?» Esta pregunta llevó al arresto de ellos, y los tres, tras haber sido torturados, fueron colgados y decapitados. Orígenes, el célebre presbítero y catequista de Alejandría, fue arrestado cuando tenía sesenta y cuatro años, y fue arrojado en una inmunda mazmorra, cargado de cadenas, con los pies en el cepo, y sus piernas extendidas al máximo durante varios días seguidos. Fue amenazado con fuego, y torturado con todos los medios prolijos que pudieran inventar las mentes más infernales. Durante este cruel y prolongado tormento murió el emperador Decio, y Gallo, que le sucedió, se enzarzó en una guerra contra los godos, con lo que los cristianos tuvieron un respiro. Durante este intervalo, Orígenes obtuvo la libertad, y, retirándose a Tiro, se quedó allá hasta su muerte, que le sobrevino a los sesenta y nueve años de edad. Habiendo Gallo concluido sus guerras, se desató una plaga en el imperio; el emperador ordenó entonces sacrificios a las deidades paganas, y se desencadenaron persecuciones desde el corazón del imperio, extendiéndose hasta las provincias más apartadas, y muchos cayeron mártires de la impetuosidad del populacho, así como del prejuicio de los magistrados. Entre estos mártires estuvieron Comelio, obispo cristiano de Roma, y su sucesor Lucio, en el 253. La mayoría de los errores que se introdujeron en la Iglesia en esta época surgieron por poner la razón humana en competición con la revelación; pero al demostrar los teólogos más capaces la falacia de tales argumentos, las opiniones que se habían suscitado se desvanecieron como las estrellas delante del sol.

 La octava persecución,

Bajo Valeriano, 257 d.C. Ésta comenzó bajo Valeriano, en el mes de abril del 257 d.C., y continuó durante tres años y seis meses. Los mártires que cayeron en esta persecución fueron innumerables, y sus torturas y muertes igual de variadas y penosas. Los más eminentes entre los mártires fueron los siguientes, aunque no se respetaron ni rango, ni sexo ni edad. Rufina y Secunda eran dos hermosas y cumplidas damas, hijas de Asterio, un caballero eminente en Roma. Rufina, la mayor, estaba prometida en matrimonio a Armentario, un joven noble; Secunda, la menor, a Verino, persona de alcurnia y opulencia. Los pretendientes, al comenzar la persecución, eran ambos cristianos; pero cuando surgió el peligro, renunciaron a su fe para salvar sus fortunas. Se esforzaron entonces mucho en persuadir a las damas a que hicieran lo mismo, pero, frustrados en sus Propósitos, fueron tan abyectos como para informar en contra de ellas, que, arrestadas como cristianas, fueron hechas comparecer ante Junio Donato, gobernador de Roma, donde, en el 257 d.C., sellaron su martirio con su sangre. Esteban, obispo de Roma, fue decapitado aquel mismo año, y por aquel tiempo Saturnino, el piadoso obispo ortodoxo de Toulouse, que rehusó sacrificar a los ídolos, fue tratado con todas las más bárbaras indignidades imaginables, y atado por los pies a la cola de un toro. Al darse una señal, el enfurecido animal fue conducido escaleras abajo por las escalinatas del templo, con lo que el fue destrozado el cráneo del digno mártir hasta salírsele los sesos. Sixto sucedió a Esteban como obispo de Roma. Se supone que era griego de nacimiento u origen, y había servido durante un tiempo como diácono bajo Esteban. Su gran fidelidad, singular sabiduría y valor no común lo distinguieron en muchas ocasiones; y la feliz conclusión de una controversia con algunos herejes es generalmente adscrita a su piedad y prudencia. En el año 258, Marciano, que dirigía los asuntos del gobierno en Roma, consiguió una orden del emperador Valeriano para dar muerte a todo el clero cristiano de Roma, y por ello el obispo, con seis de sus diáconos, sufrió el martirio en el 258. Acerquémonos al fuego del martirizado Lorenzo, para que nuestros fríos corazones sean por él hechos arder. El implacable tirano, sabiendo que no sólo era ministro de los sacramentos, sino también distribuidor de las riquezas de la Iglesia, se prometía una doble presa con el arresto de una sola persona. Primero, con el rastrillo de la avaricia, conseguir para sí mismo el tesoro de cristianos pobres; luego, con el feroz bieldo de la tiranía, para agitarlos y perturbarlos, agotarlos en su profesión. Con un rostro feroz y cruel semblante, el codicioso lobo exigió saber dónde Lorenzo había repartido las riquezas de la Iglesia; éste, pidiendo tres días de tiempo, prometió declarar dónde podría conseguir el tesoro. Mientras tanto, hizo congregar una gran cantidad de cristianos pobres. Así, cuando llegó el día en que debía dar su respuesta, el perseguidor le ordenó que se mantuviera fiel a su promesa. Entonces, el valiente Lorenzo, extendiendo sus brazos hacia los pobres, dijo: «Estos son el precioso tesoro de la Iglesia; estos son verdaderamente el tesoro, aquellos en los que reina la fe de Cristo, en los que Jesucristo tiene su morada. ¿Qué joyas más preciosas puede tener Cristo, que aquellos en quienes ha prometido morar? Porque así está escrito: «Tuve hambre, y me disteis de comer, tuve sed, y me disteis de beber, fui forastero, y me recogisteis.» Y también: «Por cuanto lo hicisteis a uno de estos más pequeños de mis hermanos, a mí me lo hicisteis.» ¿Qué mayores riquezas puede poseer Cristo nuestro Maestro que el pueblo pobre en quien quiere ser visto?» ¡Ah!, ¿qué lengua puede expresar el furor y la rabia del corazón del tirano! Ahora pateaba, echaba furiosas miradas, gesticulaba amenazante, se comportaba como enajenado: sus ojos echaban fuego, la boca espumajeaba como la de un jabalí, y mostraba los dientes como un infernal mastín. No se le podía llamar ahora un hombre racional, sino más bien un león rugiente y rampante. «Encended el fuego (chilló él)-y no ahorréis leña. ¿Ha engañado este villano al emperador? Fuera con él, fuera con él: azotadle con látigos, sacudidlo con varas, golpeadle con los puños, descerebradlo con garrotes. ¿Se burla este traidor del emperador? Pellizcadlo con tenazas ardientes, ceñidlo con placas candentes, sacad las cadenas más fuertes, y los tridentes, y la parrilla de hierro; al fuego con él; atad al rebelde de manos y pies; y cuando la parrilla esté al rojo vivo, echadlo en ella; asadlo, movedlo, agitadlo: bajo pena de nuestro mayor desagrado, que cada uno de vosotros, verdugos, cumpla su misión» Tan pronto fueron dichas estas palabras que se cumplieron. Después de crueles tormentos, este manso cordero fue puesto, no diré que sobre su cama candente de hierro, sino sobre su suave colchón de plumas. De tal manera Dios obró con este mártir Lorenzo, de manera tan milagrosa Dios templó Su elemento fuego, que devino no una cama de dolor consumidor, sino un lecho de reposo reparador. En África, la persecución rugió con una violencia peculiar; muchos miles recibieron la corona del martirio, entre los cuales se pueden mencionar las personalidades más distinguidas: Cipriano, obispo de Cartago, un eminente prelado y adorno de la Iglesia. El resplandor de su genio iba templado por la solidez de su juicio; y con todas las virtudes del caballero combinaba las virtudes de un cristiano. Sus doctrinas eran ortodoxas y puras; su lenguaje, fácil y elegante; y sus maneras gentiles y atrayentes; en resumen, era a la vez un predicador piadoso y cortés. En su juventud había sido educado en los principios de los gentiles, y poseyendo una fortuna considerable, había vivido en toda la extravagancia del esplendor y en toda la dignidad del boato. Alrededor del año 246, Cecilio, ministro cristiano de Cartago, devino el feliz instrumento de su conversión, por lo cual, y por el gran afecto que siempre sintió para con el autor de su conversión, fue llamado Cecilio Cipriano. Antes de su bautismo estudió cuidadosamente las Escrituras, e impactado por las bellezas de las verdades que contenían, decidió practicar las virtudes que en ellas se recomendaban. Después de su bautismo, vendió sus posesiones, distribuyó su dinero entre los pobres, se vistió -de manera llana, y comenzó una vida de austeridad. Pronto fue nombrado presbítero, y, sumamente admirado por sus virtudes y obras, fue, a la muerte de Donato en el 248 d.C., elegido casi unánimemente obispo de Cartago. Los cuidados de Cipriano no se extendían sólo a Cartago, sino a Numidia y Mauritanía. En todas sus transacciones tuvo siempre gran atención a pedir el consejo de su clero, sabiendo que sólo la unanimidad podría ser de servicio a la iglesia, siendo ésta su máxima: «Que el obispo estaba en la iglesia, y la iglesia en el obispo, de manera que la unidad sólo puede ser preservada mediante un estrecho vínculo entre el pastor y su grey.» En el 250 d.C. Cipriano fue públicamente proscrito por el emperador Decio, bajo el nombre de Cecilio Cipriano, obispo de los cristianos; y el clamor universal de los paganos fue: «Cipiiano a los leones; Cipriano a las fieras.» Sin embargo, el obispo se apartó del furor del populacho, y sus posesiones fueron de inmediato confiscadas. Durante su retiro, escribió treinta piadosas y elegantes epístolas a su grey; pero varios cismas que tuvieron entonces lugar en la Iglesia le provocaron gran ansiedad. Al disminuir el rigor de la persecución, volvió a Cartago, e hizo todo lo que estaba en su mano para deshacer las opiniones erróneas. Al desatarse sobre Cartago una terrible peste, fue, como era costumbre, achacada a los cristianos; y los magistrados comenzaron entonces una persecución, lo que ocasionó una epístola de ellos a Cipriano, en respuesta a la cual él vindicó la causa del cristianismo. En el 257 d.C. Cipriano fue hecho comparecer ante el procónsul Aspasio Patumo, que lo desterró a una pequeña ciudad en el mar de Libia. Al morir este procónsul, volvió a Cartago, pero fue pronto arrestado, y llevado ante el nuevo gobernador, que lo condenó a ser decapitado; esta sentencia fue ejecutada el catorce de septiembre del 258 d.C. Los discípulos de Cipriano, martirizado en esta persecución, fueron Lucio, Flaviano, Victórico, Remo, Montano, Julián, Primelo y Donaciano. En Utica tuvo lugar una tragedia terrible: trescientos cristianos fueron traídos, por orden del gobernador, y puestos alrededor de un horno de cocción de cerámica. Habiendo preparado unas ascuas e incienso, se les ordenó que o bien sacrificaran a Júpiter, o serían arrojados al horno. Rehusando todos unánimes, saltaron valientemente al hoyo, y fueron de inmediato asfixiados. Fructuoso, obispo de Tarragona, en España, y sus dos diáconos, Augurio y Eulogio, fueron quemados por cristianos. Alejandro, Malco y Prisco, tres cristianos de Palestina, y una mujer del mismo lugar, se acusaron voluntariamente de ser cristianos, por lo que fueron sentenciados a ser devorados por tigres, sentencia que fue ejecutada. Máxima, Donatila y Secunda, tres doncellas de Tuburga, recibieron como bebida hiel y vinagre, fueron duramente flageladas, atormentadas sobre un patíbulo, frotadas con cal, asadas sobre unas parrillas, maltratadas por fieras, y finalmente decapitadas. Es aquí oportuno observar la singular pero mísera suerte del emperador Valeriano, que durante tanto tiempo y tan duramente persiguió a los cristianos. Este tirano fue hecho prisionero, mediante una estratagema, por Sapor, emperador de Persia, que lo llevó a su propio país, tratándolo allí con la más inusitada indignidad, haciéndole arrodillarse como el más humilde esclavo, y poniendo sobre él los pies a modo de banqueta cuando montaba en su caballo. Después de haberlo tenido durante siete años en este abyecto estado de esclavitud, hizo que le sacaran los ojos, aunque tenía entonces ochenta y tres años. No saciando con ello sus deseos de venganza, pronto ordenó que lo despellejaran vivo y que le frotaran sal en la carne viva, muriendo bajo tales torturas. Así cayó uno de los más tiránicos emperadores de Roma, y uno de los más grandes perseguidores de los cristianos. En el 260 d.C. sucedió Gallieno, hijo de Valeriano, y durante su reinado (aparte de unos pocos mártires) la Iglesia gozó de paz durante algunos años.

 La novena persecución

Bajo Aureliano, 274 d.C. Los principales que padecieron en esta fueron: Félix, obispo de Roma. Este prelado accedió a la sede de Roma en el 274. Fue el primer mártir de la petulancia de Aureliano, siendo decapitado en el veintidós de diciembre aquel mismo año. Agapito, un joven caballero, que había vendido sus posesiones y dado el dinero a los pobres, fue arrestado como cristiano, torturado, y luego decapitado en Praeneste, una ciudad a un día de viaje de Roma. Estos son los únicos mártires que fueron registrados durante este reinado, que pronto vio su fin, al ser el emperador asesinado en Bizancio por sus propios criados. Aureliano fue sucedido por Tácito, que fue seguido por Probo, y éste por Caro; al ser muerto este emperador por un rayo, sus hijos Camio y Numeriano le sucedieron, y durante todos estos reinados la iglesia tuvo paz. Diocleciano accedió al trono imperial en el 284 d.C. Al principio mostró gran favor a los cristianos. En el año 286 asoció consigo en el imperio a Maximiano. Algunos cristianos fueron muertos antes que se desatara ninguna persecución general. Entre estos se encontraban Feliciano y Primo, que eran hermanos. Marco y Marceliano eran mellizos, naturales de Roma, y de noble linaje. Sus padres eran paganos, pero los tutores, a los que había sido encomendada la educación de los hijos, los criaron como cristianos. Su constancia aplacó finalmente a los que deseaban que se convirtieran en paganos, y sus padres y toda la familia se convirtieron a una fe que antes reprobaban. Fueron martirizados siendo atados a estacas, con los pies traspasados por clavos. Después de permanecer en esta situación un día y una noche, sus sufrimientos fueron terminados con unas lanzas que traspasaron sus cuerpos. Zoe, la mujer del carcelero, que había tenido el cuidado de los mártires acabados de mencionar, fue también convertida por ellos, y fue colgada de un árbol, con un fuego de paja encendido debajo de ella. Cuando su cuerpo fue bajado, fue echado a un río, con una gran piedra atada al mismo, a fin de que se hundiera. En el año 286 de Cristo tuvo lugar un hecho de lo más notable. Una legión de soldados, que consistía de seis mil seiscientos sesenta y seis hombres, estaba totalmente constituida por cristianos. Esta legión era llamada la Legión Tebana, porque los hombres habían sido reclutados en Tebas; estuvieron acuartelados en oriente hasta que el emperador Maximiano ordenó que se dirigieran a las Galias, para que le ayudaran contra los rebeldes de Borgofia. Pasaron los Alpes, entrando en las Galias, a las órdenes de Mauricio, Cándido y Exupernio, sus dignos comandantes, y al final se reunieron con el emperador. Maximiano, para este tiempo, ordenó un sacrificio general, al que debía asistir todo el ejército; también ordenó que se debiera tomar juramento de lealtad y al mismo tiempo que se debía jurar ayudar a la extirpación del cristianismo en las Galias. Alarmados ante estas órdenes, cada uno de los componentes de la Legión Tebana rehusó de manera absoluta sacrificar o tomar los juramentos prescritos. Esto enfureció de tal manera a Maximiano que ordenó que toda la legión fuera diezmada, esto es, que se seleccionara a uno * de cada diez hombres, y matarlo a espada. Habiéndose ejecutado esta sanguinaria orden, el resto permanecieron inflexible, teniendo lugar una segunda decimación, y uno de cada diez hombres de los que quedaban vivos fue muerto a espada. Este segundo castigo no tuvo más efectos que el primero; los soldados se mantuvieron firmes en su decisión y en sus principios, pero por consejo de sus oficiales hicieron una protesta de fidelidad a su emperador. Se podría pensar que esto iba a ablandar al emperador, pero tuvo el efecto contrario, porque, encolerizado ante la perseverancia y unanimidad que demostraban, ordenó que toda la legión fuera muerta, lo que fue efectivamente ejecutado por las otras tropas, que los despedazaron con sus espadas, el 22 de septiembre del 286. Alban, de quien recibió su nombre St. Alban's, en Henfordshire, fue el primer mártir británico. Gran Bretaña había recibido el Evangelio de Cristo mediante Lucio, el primer rey cristiano, pero no sufrió de la ira de la persecución hasta muchos años después. Alban era originalmente pagano, pero convertido por un clérigo cristiano, llamado Anfíbalo, a quien dio hospitalidad a causa de su religión. Los enemigos de Anfíbalo, enterándose del lugar dónde estaba escondido, llegaron a casa de Alban, a fin de facilitar su huida, se presentó como la persona a la que buscaban. Al descubrirse el engaño, el gobernador ordenó que le azotaran, y luego fue sentenciado a ser decapitado, el 22 de junio del 287 d.C. Nos asegura el venerable Beda que, en esta ocasión, el verdugo se convirtió súbitamente al cristianismo, y pidió permiso para morir por Alban, o con él. Obteniendo su segunda petición, fueron ambos decapitados por un soldado, que asumió voluntariamente el papel de verdugo. Esto sucedió en el veintidós de junio del 287 en Verulam, ahora St Alban's, en Henfordshire, donde se levantó una magnífica iglesia en su memoria para el tiempo de Constantino el Grande. El edificio, destruido en las guerras sajonas, fue reconstruido por Offa, rey de Mercia, y junto a él se levantó un monasterio, siendo aún visibles algunas de sus ruinas; la iglesia es un noble edificio gótico. Fe, una mujer cristiana de Aquitanía, Francia, fue asada sobre una parrilla, y luego decapitada, en el 287 d.C. Quintín era un cristiano natural de Roma, pero decidió emprender la propagación del Evangelio en las Galias, con un tal Luciano, y predicaron juntos en Amiens; después de ello Luciano fue a Beaumaris, donde fue martirizado. Quintín permaneció en la Picardía, y mostró gran celo en su ministerio. Arrestado como cristiano, fue estirado con poleas hasta que se dislocaron sus miembros; su cuerpo fue desgarrado con azotes de alambres, y derramaron aceite y brea hirviendo sobre su carne desnuda; se le aplicaron antorchas encendidas a sus lados y sobacos; después de haber sido torturado de esta manera, fue enviado de vuelta a la mazmorra, muriendo allí el 31 de octubre del 287 por las atrocidades que le habían infligido. Su cuerpo fue lanzado al Somme.

 La décima persecución,

Bajo Diocleciano, 303 d.C. Bajo los emperadores romanos, y comúnmente llamada la Era de los Mártires, fue ocasionada en parte por el número en aumento de los cristianos y por sus crecientes riquezas, y por el odio de Galerio, el hijo adoptivo de Diocleciano, que, estimulado por su madre, una fanática pagana, nunca dejó de empujar al emperador para que iniciara esta persecución hasta que logró su propósito. El día fatal fijado para el comenzamiento de la sangrienta obra era el veintitrés de febrero del 303 d.C., el día en que se celebraba la Terminalia, y en el que, como se jactaban los crueles paganos, esperaban terminar con el cristianismo. En el día señalado comenzó la persecución en Nicomedia, en la mañana del cual el prefecto de la ciudad acudió, con un gran número de oficiales y alguaciles, a la iglesia de los cristianos, donde, forzando las puertas, tomaron todos los libros sagrados y los lanzaron a las llamas. Toda esta acción tuvo lugar en presencia de Diocleciano y Galerio, los cuales, no satisfechos con quemar los libros, hicieron derruir la iglesia sin dejar ni rastro. Esto fue seguido por un severo edicto, ordenando la destrucción de todas las otras iglesias y libros de los cristianos; pronto siguió una orden, para proscribir a los cristianos de todas las denominaciones. La publicación de este edicto ocasionó un martirio inmediato, porque un atrevido cristiano no sólo lo arrancó del lugar en el que estaba puesto, sino que execró el nombre del emperador por esta injusticia. Una provocación así fue suficiente para atraer sobre sí la venganza pagana; fue entonces arrestado, severamente torturado, y finalmente quemado vivo. Todos los cristianos fueron prendidos y encarcelados; Galerio ordenó en privado que el palacio imperial fuera incendiado, para que los cristianos fueran acusados de incendiarios, dándose una plausible razón para llevar a cabo la persecución con la mayor de las severidades. Comenzó un sacrificio general, lo que ocasionó vahos martirios. No se hacía distinción de edad ni de sexo; el nombre de cristiano era tan odioso para los paganos que todos inmediatamente cayeron víctimas de sus opiniones. Muchas casas fueron incendiadas, y familias cristianas enteras perecieron en las llamas; a otros les ataron piedras en el cuello, y atados juntos fueron llevados al mar. La persecución se hizo general en todas las provincias romanas, pero principalmente en el este. Por cuanto duró diez años, es imposible determinar el número de mártires, ni enumerar las varias formas de martirio. Potros, azotes, espadas, dagas, cruces, veneno y hambre se emplearon en los diversos lugares para dar muerte a los cristianos; y se agotó la imaginación en el esfuerzo de inventar torturas contra gentes que no habían cometido crimen alguno, sino que pensaban de manera distinta de los seguidores de la superstición. Una ciudad de Frigia, totalmente poblada por cristianos, fue quemada, y todos los moradores perecieron en las llamas. Cansados de la degollina, finalmente, varios gobernadores de provincias presentaron ante la corte imperial lo inapropiado de tal conducta. Por ello a muchos se les eximió de ser ejecutados, pero, aunque no eran muertos, se hacía todo por hacerles la vida miserable; a muchos se les cortaban las orejas, las narices, se les sacaba el ojo derecho, se inutilizaban sus miembros mediante terribles dislocaciones, y se les quemaba la carne en lugares visibles con hierros candentes. Es necesario ahora señalar de manera particular a las personas más destacadas que dieron su vida en martirio en esta sangrienta persecución. Sebastián, un célebre mártir, había nacido en Narbona, en las Galias, y después llego a ser oficial de la guardia del emperador en Roma. Permaneció un verdadero cristiano en medio de la idolatría. Sin dejarse seducir por los esplendores de la corte, sin mancharse por los malos ejemplos, e incontaminado por esperanzas de ascenso. Rehusando caer en el paganismo, el emperador lo hizo llevar a un campo cercano a la ciudad, llamado Campo de Marte, y que allí le dieran muerte con flechas; ejecutada la sentencia, algunos piadosos cristianos acudieron al lugar de la ejecución, para dar sepultura a su cuerpo, y se dieron entonces cuenta de que había señales de vida en su cuerpo; lo llevaron de inmediato a lugar seguro, y en poco tiempo se recuperó, preparándose para un segundo martirio; porque tan pronto como pudo salir se puso intencionadamente en el camino del emperador cuando éste subía hacia el templo, y lo reprendió por sus muchas crueldades e irrazonables prejuicios contra el cristianismo. Diocleciano, cuando pudo recobrarse de su asombro, ordenó que Sebastián fuera arrestado y llevado a un lugar cercano a palacio, y allí golpeado hasta morir; y para que los cristianos no lograran ni recuperar ni sepultar su cuerpo, ordenó que fuera echado a la alcantarilla. Sin embargo, una dama cristiana llamada Lucina encontró la manera de sacarlo de allí, y de sepultarlo en las catacumbas, o nichos de los muertos. Para este tiempo, los cristianos, después de una seria consideración, pensaron que era ¡legítimo portar annas a las órdenes de un emperador pagano. Maximiliano, el hijo de Fabio Víctor, fue el primero decapitado bajo esta norma. Vito, siciliano de una familia de alto rango, fue educado como cristiano; al aumentar sus virtudes con el paso de los años, su constancia le apoyó a través de todas las aflicciones, y su fe fue superior a los más grandes peligros. Su padre Hylas, que era pagano, al descubrir que su hijo había sido instruido en los principios del cristianismo por la nodriza que lo había criado, empleó todos sus esfuerzos por volverlo al paganismo, y al final sacrificó su hijo a los ídolos, el 14 de junio del 303 d.C. Víctor era un cristiano de buena familia en Marsella, en Francia; pasaba gran parte de la noche visitando a los afligidos y confirmando a los débiles; esta piadosa obra no la podía llevar a cabo durante el día de manera consonante con su propia seguridad; gastó su fortuna en aliviar las angustias de los cristianos pobres. Finalmente, empero, fue arrestado por edicto del emperador Maximiano, que le ordenó ser atado y arrastrado por las calles. Durante el cumplimiento de esta orden fue tratado con todo tipo de crueldades e indignidades por el enfurecido populacho. Siguiendo inflexible, su valor fue considerado como obstinación. Se ordenó que fuera puesto al potro, y él volvió sus ojos al cielo, orando a Dios que le diera paciencia, tras lo cual sufrió las torturas con la más admirable entereza. Cansados los verdugos de atormentarle, fue llevado a una mazmorra. En este encierro convirtió a sus carceleros, llamados Alejandro, Feliciano y Longino. Enterándose el emperador de esto, ordenó que fueran ejecutados de inmediato, y los carceleros fueron por ello decapitados. Víctor fue de nuevo puesto al potro, golpeado con varas sin misericordia, y de nuevo echado en la cárcel. Al ser interrogado por tercera vez acerca de su religión, perseveró en sus principios; trajeron entonces un pequeño altar, y le ordenaron que de inmediato ofreciera incienso sobre él. Enardecido de indignación ante tal petición, se adelantó valientemente, y con una patada derribó el altar y el ídolo. Esto enfureció de tal manera a Maximiano, que estaba presente, que ordenó que el pie que había golpeado el altar fuera de inmediato amputado; luego Víctor fue echado a un molino, y destrozado por las muelas, en el 303 d.C. Estando en Tarso Máximo, gobernador de Cilicia, hicieron comparecer ante él a tres cristianos; sus nombres eran Taraco, un anciano, Probo y Andrónico. Después de repetidas torturas y exhortaciones para que se retractaran, fueron finalmente llevados a su ejecución. Llevados al anfiteatro, les soltaron varias fieras; pero ninguno de los animales, aunque hambriento, los queda tocar. Entonces el guardador sacó un gran oso, que aquel mismo día había destruido a tres hombres; pero tanto este voraz animal como una feroz leona rehusaron tocar a los presos. Al ver imposible su designio de destruirlos por medio de las fieras, Máximo ordenó su muerte por la espada, el 11 de octubre del 303 d.C. Romano, natural de Palestina, era diácono de la iglesia de Cesarea en la época del comienzo de la persecución de Diocleciano. Condenado por su fe en Antioquía, fue flagelado, puesto en el potro, su cuerpo fue desgarrado con garfios, su carne cortada con cuchillos, su rostro marcado, le hicieron saltar los dientes a golpes, y le arrancaron el cabello desde las raíces. Poco después ordenaron que fuera estrangulado. Era el 17 de noviembre del 303 d.C. Susana, sobrina de Cayo, obispo de Roma, fue apremiada por el emperador Diocleciano para que se casara con un noble pagano, que era un pariente próximo del emperador. Rehusando el honor que se le proponía, fue decapitada por orden del emperador. Doroteo, el gran chambelán de la casa de Diocleciano, era cristiano, y se esforzó mucho en ganar convertidos. En sus labores religiosas fue ayudado por Gorgonio, otro cristiano, que pertenecía al palacio. Fueron primero torturados y luego estrangulados. Pedro, un eunuco que pertenecía al emperador, era un cristiano de una singular modestia y humildad. Fue puesto sobre una parrilla y asado a fuego lento hasta que expiró. Cipriano, conocido como el mago, para distinguirlo de Cipriano obispo de Cartago, era natural de Antioquia- Recibió una educación académica en su juventud, y se aplicó de manera particular a la astrología; después de ello, viajó para ampliar conocimientos, yendo por Grecia, Egipto, la India, etc. Con el paso del tiempo conoció a Justina, una joven dama de Antioquia, cuyo nacimiento, belleza y cualidades suscitaban la admiración de todos los que la conocían. Un caballero pagano pidió a Cipriano que le ayudara a conseguir el amor de la bella Justina; emprendiendo él esta tarea, pronto fue sin embargo convertido, quemó sus libros de astrología y magia, recibió el bautismo, y se sintió animado por el poderoso espíritu de gracia. La conversión de Cipriano ejerció un gran efecto sobre el caballero pagano que le pagaba sus gestiones con Justina, y pronto él mismo abrazó el cristianismo. Durante las persecuciones de Diocleciano, Cipriano y Justina fueron apresados como cristianos; el primero fue desgarrado con tenazas, y la segunda azotada; después de sufrir otros tormentos, fueron ambos decapitados. Eulalia, una dama española de familia cristiana, era notable en su juventud por su gentil temperamento, y por su solidez de entendimiento, pocas veces hallado en los caprichos de los años juveniles. Apresada como cristiana, el magistrado intentó de las maneras más suaves ganarla al paganismo, pero ella ridiculizó las deidades paganas con tal aspereza que el juez, enfurecido por su conducta, ordenó que fuera torturada. Así, sus costados fueron desgarrados con garfios, y sus pechos quemados de la manera más espantosa, hasta que expiró debido a la violencia de las llamas; esto ocurrió en diciembre del 303 d.C. En el año 304, cuando la persecución alcanzó a España, Daciano, gobernador de Tarragona, ordenó que Valerio, el obispo, y Vicente, el diácono, fueran apresados, cargados de cadenas y encarcelados. Al mantenerse firmes los presos en su resolución, Valerio fue desterrado, y Vicente fue puesto al potro, dislocándose sus miembros, desgarrándole la carne con garfios, y siendo puesto sobre la parrilla, no sólo poniendo un fuego debajo de él, sino pinchos encima, que atravesaban su carne. Al no destruirle estos tormentos, ni hacerle cambiar de actitud, fue devuelto a la cárcel, confinado en una pequeña e inmunda mazmorra oscura, sembrada de piedras de sílex aguzadas y de vidrios rotos, donde murió el 22 de enero del 304. Su cuerpo fue echado al río. La persecución de Diocleciano comenzó a endurecerse de manera particular en el 304 d.C., cuando muchos cristianos fueron torturados de manera cruel y muertos con las muertes más penosas e ignominiosas. De ellos enumeraremos a los más eminentes y destacados. Saturnino, un sacerdote de Albitina, una ciudad de África, fue, después de su tortura, enviado de nuevo a la cárcel, donde se le dejó morir de hambre. Sus cuatro hijos, tras ser atormentados de varias maneras, compartieron la misma suerte con su padre. Dativas, un noble senador romano; Telico, un piadoso cristiano; Victoria, una joven dama de una familia de alcurnia y fortuna, con algunos otros de clases sociales más humildes, todos ellos discípulos de Saturnino, fueron torturados de manera similar, y perecieron de la misma manera. Agrape, Quionia e Irene, tres hermanas, fueron encarceladas en Tesalónica, cuando la persecución de Diocleciano llegó a Grecia. Fueron quemadas, y recibieron en las llamas la corona del martirio el 25 de marzo del 304. El gobernador, al ver que no podía causar impresión alguna sobre Irene, ordenó que fuera expuesta desnuda por las calles, y cuando esta vergonzosa orden fue ejecutada, se encendió un fuego cerca de la muralla de la ciudad, entre cuyas llamas subió su espíritu más allá de la crueldad humana. Agato, hombre de piadosa mente, y Cassice, Felipa y Eutiquia, fueron martirizados por el mismo tiempo; pero los detalles no nos han sido transmitidos. Marcelino, obispo de Roma, que sucedió a Cayo en aquella sede, habiéndose opuesto intensamente a que se dieran honras divinas a Diocleciano, sufrió el martirio, mediante una variedad de torturas, en el año 304, consolando su alma, hasta expirar, con la perspectiva de aquellos gloriosos galardones que recibiría por las torturas experimentadas en el cuerpo. Victorio, Carpoforo, Severo y Sevehano eran hermanos, y los cuatro estaban empleados en cargos de gran confianza y honor en la ciudad de Roma. Habiéndose manifestado contra el culto a los ídolos, fueron arrestados y azotados con la plumbetx, o azotes que en sus extremos llevaban bolas de plomo. Este castigo fue aplicado con tal exceso de crueldad que los piadosos hermanos cayeron mártires bajo su dureza. Timoteo, diácono de Mauritania, y su mujer Maura, no habían estado unidos por más de tres semanas por el vínculo del matrimonio cuando se vieron separados uno del otro por la persecución. Timoteo, apresado por cristiano, fue llevado ante Arriano, gobernador de Tebas, que sabiendo que guardaba las Sagradas Escrituras, le mandó que se las entregara para quemarlas. A esto respondió: «Si tuviera hijos, antes te los daría para que fueran sacrificados, que separarme de la Palabra de Dios.» El gobernador, airado en gran manera ante esta contestación, ordenó que le fueran sacados los ojos con hierros candentes, diciendo: «Al menos los libros no te serán de utilidad, porque no verás para leerlos.» Su paciencia ante esta acción fue tan grande que el gobernador se exasperó más y más; por ello, a fin de quebrantar su fortaleza, ordenó que lo colgaran de los pies, con un peso colgado del cuello, y una mordaza en la boca. En este estado, Maura le apremió tiernamente a que se retractara, por causa de ella; pero él, cuando le quitaron la mordaza de la boca, en lugar de acceder a los ruegos de su mujer, la censuró intensamente por su desviado amor, y declaró su resolución de morir por su fe. La consecuencia de esto fue que Maura decidió imitar su valor y fidelidad, y o bien acompañarle, o bien seguirle a la gloria. El gobernador, tras intentar en vano que cambiara de actitud, ordenó que fuera torturada, lo que tuvo lugar con gran severidad. Tras ello, Timoteo y Maura fueron crucificados cerca el uno del otro el 304 d.C. A Sabino, obispo de Assisi, le fue cortada la mano por orden del gobernador de Toscana, por rehusar sacrificar a Júpiter y por empujar el ídolo de delante de él. Estando en la cárcel, convirtió al gobernador y a su familia, los cuales sufrieron martirio por la fe. Poco después de la ejecución de ellos, el mismo Sabino fue flagelado hasta morir, en diciembre del 304 d.C. Cansado de la farsa del estado y de los negocios públicos, el emperador Diocleciano abdicó la diadema imperial, y fue sucedido por Constancio y Galerio; el primero era un príncipe de una disposición sumamente gentil y humana, y el segundo igualmente destacable por su crueldad y tiranía. Estos se dividieron el imperio en dos gobiernos iguales, minando Galerio en oliente y Constancio en occidente; y los pueblos bajo ambos gobiernos sintieron los efectos de las disposiciones de los dos emperadores, porque los de occidente eran gobernados de la manera más gentil, mientras que los que residían en oriente sentían todas las miserias de la opresión y de torturas dilatadas. Entre los muchos martirizados por orden de Galerio, enumeraremos los más eminentes. Anfiano era un caballero eminente en Lucia, y estudiante de Eusebio; Julita, una mujer licaonia de linaje regio, pero más célebre por sus virtudes que por su sangre noble. Mientras estaba en el potro, dieron muerte a su hijo delante de ella. Julita, de Capadocia, era una dama de distinguida capacidad, gran virtud e insólito valor. Para completar su ejecución, le derramaron brea hirviendo sobre los pies, desgarraron sus costados con garfios, y recibió la culminación de su martirio siendo decapitada el 16 de abril del 305 d.C. Hermolaos, un cristiano piadoso y venerable, muy anciano, y gran amigo de Pantaleón, sufrió el martirio por la fe en el mismo día y de la misma manera que Pantaleón. Eustratio, secretario del gobernador de Armina, fue echado en un horno de fuego por exhortar a algunos cristianos que habían sido apresados a que perseveraran en su fe. Nicander y Marciano, dos destacados oficiales militares romanos, fueron encarcelados por su fe. Como eran ambos hombres de gran valía en su profesión, se emplearon todos los medios imaginables para persuadirles a renunciar al cristianismo; pero, al encontrarse estos medios ineficaces, fueron decapitados. En el reino de Nápoles tuvieron lugar varios martirios, en particular Januaries, obispo de Beneventum; Sosio, diácono de Misene; Próculo, que también era diácono; Eutico y Acutio, hombres del Pueblo; Festo, diácono, y Desiderio, lector, todos ellos fueron, por ser cristianos, condenados por el gobernador de Campania a ser devorados por las fieras. Pero las salvajes fieras no querían tocarlos, por lo que fueron decapitados. Quirinio, obispo de Siscia, llevado ante el gobernador Matenio, recibió la orden de sacrificar a las deidades paganas, en conformidad a las órdenes de varios emperadores romanos. El gobernador, al ver su decisión contraria, lo envió a la cárcel, cargado de cadenas, diciéndose que las durezas de una mazmorra, algunos tormentos ocasionales y el peso de las cadenas podrían quebrantar su resolución. Pero decidido en sus principios, fue enviado a Amancio, el principal gobernador de Panonia, hoy día Hungría, que lo cargó de cadenas, y lo arrastró por las principales ciudades del Danubio, exponiéndolo a la mofa popular doquiera que iba. Llegando finalmente a Sabaria, y viendo que Quirino no iba a renunciar a su fe, ordenó arrojarlo al río, con una piedra atada al cuello. Al ejecutarse esta sentencia, Quirino flotó durante cierto tiempo, exhortando al pueblo en los términos más piadosos, y concluyendo sus amonestaciones con esta oración: «No es nada nuevo para ti, oh todopoderoso Jesús, detener los cursos de los ríos, ni hacer que alguien camine sobre el agua, como hiciste con tu siervo Pedro; el pueblo ya ha visto la prueba de tu poder en mí, concédeme ahora que dé mi vida por tu causa, oh mi Dios». Al pronunciar estas últimas palabras se hundió de inmediato, y murió, el 4 de junio del 308 d.C. Su cuerpo fue después rescatado y sepultado por algunos piadosos cristianos. Pánfilo, natural de Fenicia, de una familia de alcurnia, fue un hombre de tan grande erudición que fue llamado un segundo Orígenes. Fue recibido en el cuerpo del clero en Cesarea, donde estableció una biblioteca pública y dedicó su tiempo a la práctica de toda virtud cristiana. Copió la mayor parte de las obras de Orígenes de su propio puño y letra, y, ayudado por Eusebio, dio una copia correcta del Antiguo Testamento, que había sufrido mucho por la ignorancia o negligencia de los anteriores transcriptores. En el año 307 fue prendido y sufrió tortura y martirio. Marcelo, obispo de Roma, al ser desterrado por su fe, cayó mártir de las desgracias que sufrió en el exilio, el 16 de enero del 310 d.C. Pedro, el decimosexto obispo de Alejandría, fue martirizado el 25 de noviembre del 311 d.C. por orden de Máximo César, que minaba en el este. Inés, una doncella de sólo trece años, fue decapitada por ser cristiana; también lo fue Serena, la esposa emperatriz de Diocleciano. Valentín, su sacerdote, sufrió la misma suelte en Roma; y Erasmo, obispo, fue martirizado en Campania. Poco después de esto, la persecución aminoró en las zonas centrales del imperio, así como en occidente; y la Providencia comenzó finalmente a manifestar la venganza contra los perseguidores. Maximiano intentó corromper a su hija Fausta para que diera muerte a su marido Constantino; ella lo reveló a su marido, y Constantino le obligó a escoger su propia muerte, con lo que se decidió por la ignominiosa de ser colgado después de haber sido emperador casi veinte años. Constantino era el buen y virtuoso hijo de un padre bueno y virtuoso, y nació en Gran Bretaña. Su madre se llamaba Elena, hija del Rey Coilo. Era un príncipe de lo más generoso y gentil, teniendo el deseo de cuidar la educación y las bellas artes, y a menudo él mismo leía, escribía y estudiaba. Tuvo un maravilloso éxito y prosperidad en todo lo que emprendió, lo que se supuso que provenía de esto (lo que así fue ciertamente): que era un tan gran favorecedor de la fe cristiana. Fe que cuando abrazó, lo hizo con la más devota y religiosa reverencia. Así Constantino, suficientemente dotado de fuerzas humanas, pero especialmente dotado por Dios, emprendió camino a Italia durante el último año de la persecución, el 313 d.C. Majencio, al saber la Regada de Constantino, y confiando más en su diabólico arte mágico que en la buena voluntad de sus súbditos, que bien poco merecía, no osó mostrarse fuera de la ciudad ni enfrentarse con él en campo abierto, sino que con guarniciones ocultas se emboscó a la espera por diversos lugares angostos por los que debería pasar, con las que Constantino se batió en diversas escaramuzas, venciéndolas y poniéndolas en fuga por el poder del Señor. Sin embargo, Constantino no estaba todavía en opaz, sino con grandes ansiedades y temor en su mente (acercándose ahora a Roma) debido a los encantamientos y hechicerías de Majencio, con las que había vencido contra Severo, a quien Galerio había enviado contra él. Por ello, estando en grandes dudas y perplejidad en sí mismo, y dándole vueltas a muchas cosas en su mente, acerca de qué ayuda podría tener contra las operaciones de su magia, Constantino, acercándose en su viaje hacia la ciudad, y levantando muchas veces los ojos al cielo, vio en el sur, cuando el sol se estaba poniendo, un gran resplandor en el cielo, que aparecía en la similitud de una cruz, dando esta inscripción: In hoc vince, esto es: «Vence por medio de esto.» Eusebio Pánfilo da testimonio de que él oyó al mismo Constantino repetir varias veces, y también jurar que era cosa verdadera y cierta, lo que había visto con sus propios ojos en el cielo, y también sus soldados a su alrededor. Al ver aquello quedó grandemente atónito, y, consultando con sus hombres acerca del significado de aquello, entonces se le apareció Cristo durante su sueño, aquella noche, con la señal de la misma cruz que había visto antes, invitándole a que la tomara como signo, y a que la llevara en sus guerras delante de él, y que así tendría la victoria. Constantino estableció de tal manera la paz de la Iglesia que por el espacio de mil años no leemos de ninguna persecución contra los cristianos, hasta el tiempo de Juan Wickliffe. ¡Tan feliz, tan gloriosa, fue la victoria de Constantino, de sobrenombre el Grande! Por el gozo y la alegría de la cual, los ciudadanos que habían antes enviado a buscarlo lo llevaron en gran triunfo en la ciudad de Roma, donde fue recibido con grandes honores, y celebrado por siete días seguidos; además, hizo levantar en el mercado su imagen, sosteniendo en su diestra la señal de la cruz, con esta inscripción: «Con esta señal de salud, el verdadero signo de fortaleza, he rescatado y liberado vuestra ciudad del yugo del tirano.» Terminaremos nuestro relato de la décima y última persecución general con la muerte de San Jorge, el santo titular y patrón de Inglaterra. San Jorge nació en Capadocia, de padres cristianos, y, dando prueba de su valor, fue ascendido en el ejército del emperador Diocleciano. Durante la persecución, San Jorge abandonó su comisión, fue valientemente al senado, y manifestó abiertamente su condición de cristiano, aprovechando la ocasión para protestar contra el paganismo, y para señalar el absurdo de dar culto a ídolos. Esta libertad provocó de tal manera al senado que dieron la orden de torturar a Jorge, y fue, por orden del emperador, arrastrado por las calles y decapitado al día siguiente. La leyenda del dragón, asociada con este martirio, es usualmente ilustrada representando a San Jorge sentado sobre un caballo lanzado a la carga y traspasando al monstruo con su lanza. Este dragón ardiente simboliza al diablo, que fue vencido por la firme fe de San Jorge en Cristo, que permaneció inmutable a pesar del tormento y de la muerte.