EN LA PALABRA DE DIOS está el poder creador que trajo el universo a la existencia.

Esta palabra imparte poder; crea vida. Cada orden es una promesa; aceptada por la voluntad, recibida en el alma, trae consigo la vida del Ser infinito. Transforma la naturaleza y vuelve a crear el alma a imagen de Dios.

De igual modo se sostiene la vida así impartida. El ser humano vivirá de «toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mat. 4: 4).

La mente, el alma, se nutre con lo que le sirvamos de alimento, y a nosotros nos toca decidir con qué nos alimentaremos. Todos tenemos la oportunidad de decidir en qué ocuparemos nuestra mente y cuáles pensamientos moldearán nuestro carácter. Dios dice de cada ser humano privilegiado con el acceso a las Escrituras: «Le escribí las grandezas de mi ley». «Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces» (Ose. 8: 12; Jer. 33: 3). […]

La Palabra de Dios, como el carácter de su Autor, presenta misterios que nunca podrán ser plenamente comprendidos por los seres finitos. Pero Dios ha dado en las Escrituras suficiente evidencia de su autoridad divina. Hay abundantes testimonios de la existencia de Dios, su carácter y la veracidad de su Palabra; estos testimonios apelan a nuestra razón e intelecto. Es cierto, él no ha eliminado la posibilidad de dudar; la fe debe apoyarse en la evidencia, no en la demostración; los que desean dudar tienen oportunidad de hacerlo, pero los que desean conocer la verdad tienen suficiente terreno para ejercer la fe.

El hecho de que no comprendamos todos los misterios divinos no justifica que dudemos de la Palabra de Dios. Fijémonos en la naturaleza, ella constantemente nos presenta maravillas que escapan a nuestra comprensión. ¿Nos ha de sorprender, entonces, encontrar también en el mundo espiritual misterios que no podamos sondear? La dificultad reside solamente en la estrechez y la debilidad de la mente humana.