EN LA PURIFICACIÓN del templo, Jesús anunció su misión como Mesías y comenzó su obra. Aquel templo, edificado como morada de la presencia divina, estaba destinado a ser una lección para Israel y para el mundo. Desde las edades eternas, había sido el propósito de Dios que todo ser creado, desde el resplandeciente y santo serafín hasta el ser humano, fuese un templo para que en él habitase el Creador. A causa del pecado, la humanidad había dejado de ser templo de Dios. Ensombrecido y contaminado por el pecado, el corazón del ser humano no revelaba la gloria del Señor. Pero por la encarnación del Hijo de Dios, se cumple el propósito del cielo. Dios mora en la humanidad, y mediante la gracia salvadora, el corazón humano vuelve a ser su templo. Dios quería que el templo de Jerusalén fuese un testimonio continuo del destino que se ofrece a todo ser humano. Pero los judíos no habían comprendido el significado del edificio que consideraban con tanto orgullo. No se entregaban a sí mismos como santuarios del Espíritu divino.

Los atrios del templo de Jerusalém, llenos del tumulto de un tráfico profano, representaban con demasiada exactitud el templo del corazón, contaminado por la presencia de las bajas pasiones y de los pensamientos profanos. Al limpiar el templo de los compradores y vendedores mundanales, Jesús anunció su misión de limpiar el corazón de la contaminación del pecado, de los deseos terrenales, del egoísmo, de los malos hábitos, que corrompen el alma. «De pronto vendrá a su templo el Señor a quien ustedes buscan; vendrá el mensajero del pacto, en quien ustedes se complacen. Pero ¿quién podrá soportar el día de su venida? ¿Quién podrá mantenerse en pie cuando él aparezca? Porque será como fuego de fundidor o lejía de lavandero. Se sentará como fundidor y purificador de plata; purificará a los levitas y los refinará como se refinan el oro y la plata» (Mal. 3: 1-3, NVI). […]

Nadie puede de por sí echar las malas huestes que se han posesionado del corazón. Solo Cristo puede purificar el templo del alma. Pero no forzará la entrada. No viene a los corazones como antaño a su templo, sino que dice: «Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él» (Apoc. 3: 20) […]. Su presencia limpiará y santificará el alma, de manera que pueda ser un templo santo para el Señor, y una «morada de Dios en el Espíritu» (Efe. 2: 21-22)