El destino del Mundo

Dios creó nuestra historia y a ÉL nos debemos

sábado, 30 de abril de 2016

La Fiesta en Casa de Simón



Simon de Betania era considerado discípulo de Jesús. Era uno de los pocos fariseos que se habían unido abiertamente a los seguidores de Cristo. Reconocía a Jesús como maestro y esperaba que fuese el Mesías, pero no le había aceptado como Salvador. Su carácter no había sido transformado; sus principios no habían cambiado.
Simón había sido sanado de la lepra, y era esto lo que le había atraído a Jesús. Deseaba manifestar su gratitud, y en ocasión de la última visita de Cristo a Betania ofreció un festín al Salvador y a sus discípulos. Este festín reunió a muchos de los judíos. Había entonces mucha excitación en Jerusalén. Cristo y su misión llamaban la atención más que nunca antes. Aquellos que habían venido a la fiesta vigilaban estrechamente sus movimientos, y algunos, con ojos inamistosos.
El Salvador había llegado a Betania solamente seis días antes de la Pascua, y de acuerdo con su costumbre había buscado descanso en la casa de Lázaro. Los muchos viajeros que iban hacia la ciudad difundieron las noticias de que él estaba en camino a Jerusalén y pasaría el sábado en Betania. Había gran entusiasmo entre la gente. Muchos se dirigieron a Betania, algunos llevados por la simpatía para con Jesús, y otros por la curiosidad de ver al que había sido resucitado.
Muchos esperaban oír de Lázaro una descripción maravillosa de las escenas de ultratumba. Se sorprendían de que no les dijera nada. Nada tenía él de esta naturaleza que decir. La Inspiración declara: "Los muertos nada saben.... Su amor, y su odio y su envidia, feneció ya." Pero Lázaro tenía un admirable testimonio que dar respecto a la obra de Cristo. Había sido resucitado con este propósito. Con certeza y poder, declaraba que Jesús era el Hijo de Dios.
Los informes llevados de vuelta a Jerusalén por los que visitaron Betania aumentaban la excitación. El pueblo estaba ansioso de ver y oír a Jesús. Por todas partes se indagaba si Lázaro le acompañaría a Jerusalén, y si el profeta sería coronado rey en ocasión de la Pascua. Los sacerdotes y gobernantes veían que su influencia sobre el pueblo estaba debilitándose cada vez más, y su odio contra Jesús se volvía más acerbo. Difícilmente podían esperar la oportunidad de quitarlo para siempre de su camino. A medida que transcurría el tiempo, empezaron a temer que al fin no viniera a Jerusalén. Recordaban cuán a menudo había frustrado sus designios criminales, y temían que hubiese leído ahora sus propósitos contra él y permaneciera lejos. Mal podían ocultar su ansiedad, y preguntaban entre sí: "¿Qué os parece, que no vendrá a la fiesta?"
Convocaron un concilio de sacerdotes y fariseos. Desde la resurrección de Lázaro, las simpatías del pueblo estaban tan plenamente con Cristo que sería peligroso apoderarse de él abiertamente. Así que las autoridades determinaron prenderle secretamente y llevarle al tribunal tan calladamente como fuera posible. Esperaban que cuando su condena se conociese, la voluble corriente de la opinión pública se pondría en favor de ellos.
Así se proponían destruir a Jesús. Pero los sacerdotes y rabinos sabían que mientras Lázaro viviese, no estarían seguros. La misma existencia de un hombre que había estado cuatro días en la tumba y que había sido resucitado por una palabra de Jesús, ocasionaría, tarde o temprano, una reacción. El pueblo habría de vengarse contra sus dirigentes por haber quitado la vida a Aquel que podía realizar tal milagro. Por lo tanto, el Sanedrín llegó a la conclusión de que Lázaro también debía morir. A tales extremos conducen a sus esclavos la envidia y el prejuicio. El odio y la incredulidad de los dirigentes judíos habían crecido hasta disponerlos a quitar la vida a quien el poder infinito había rescatado del sepulcro.
Mientras se tramaba esto en Jerusalén, Jesús y sus amigos estaban invitados al festín de Simón. A un lado del Salvador, estaba sentado a la mesa Simón a quien él había curado de una enfermedad repugnante, y al otro lado Lázaro a quien había resucitado. Marta servía, pero María escuchaba fervientemente cada palabra que salía de los labios de Jesús.
En su misericordia Jesús había perdonado sus pecados, había llamado de la tumba a su amado hermano, y el corazón de María estaba lleno de gratitud. Ella había oído hablar a Jesús de su próxima muerte, y en su profundo amor y tristeza había anhelado honrarle. A costa de gran sacrificio personal, había adquirido un vaso de alabastro de "nardo líquido de mucho precio" para ungir su cuerpo. Pero muchos declaraban ahora que él estaba a punto de ser coronado rey. Su pena se convirtió en gozo y ansiaba ser la primera en honrar a su Señor. Quebrando el vaso de ungüento, derramó su contenido sobre la cabeza y los pies de Jesús, y llorando postrada le humedecía los pies con sus lágrimas y se los secaba con su larga y flotante cabellera.
Había procurado evitar ser observada y sus movimientos podrían haber quedado inadvertidos, pero el ungüento llenó la pieza con su fragancia y delató su acto a todos los presentes. Judas consideró este acto con gran disgusto. En vez de esperar para oír lo que Jesús dijera sobre el asunto, comenzó a susurrar a sus compañeros más próximos críticas contra Cristo porque toleraba tal desperdicio. Astutamente, hizo sugestiones tendientes a provocar descontento.
Judas era el tesorero de los discípulos, y de su pequeño depósito había extraído secretamente para su propio uso, reduciendo así sus recursos a una escasa pitanza. Estaba ansioso de poner en su bolsa todo lo que pudiera obtener. A menudo había que sacar dinero de la bolsa para aliviar a los pobres; y cuando se compraba alguna cosa que Judas no consideraba esencial, él solía decir: ¿Por qué se hace este despilfarro?
¿Por qué no se coloca el costo de esto en la bolsa que yo llevo para los pobres? Ahora el acto de María contrastaba tanto con su egoísmo que él quedaba expuesto a la vergüenza; y de acuerdo con su costumbre trató de dar un motivo digno a su crítica en cuanto a la dádiva de ella.
Dirigiéndose a los discípulos, preguntó: "¿Por qué no se ha vendido este ungüento por trescientos dineros, y se dio a los pobres? Mas dijo esto, no por el cuidado que él tenía de los pobres; sino porque era ladrón, y tenía la bolsa, y traía lo que se echaba en ella." Judas no tenía amor a los pobres. Si el ungüento de María se hubiese vendido y el importe hubiera caído en su poder, los pobres no habrían recibido beneficio.
Judas tenía un elevado concepto de su propia capacidad administrativa. Se consideraba muy superior a sus condiscípulos como hombre de finanzas, y los había inducido a ellos a considerarlo de la misma manera. Había ganado su confianza y tenía gran influencia sobre ellos. La simpatía que profesaba a los pobres los engañaba, y su artera insinuación los indujo a mirar con desagrado la devoción de María. El murmullo circuyó la mesa: "¿Por qué se pierde esto? Porque esto se podía vender por gran precio, y darse a los pobres."
María oyó las palabras de crítica. Su corazón temblaba en su interior. Temía que su hermana la reprendiera como derrochadora. El Maestro también podía considerarla impróvida. Estaba por ausentarse sin ser elogiada ni excusada, cuando oyó la voz de su Señor: "Dejadla; ¿por qué la fatigáis?" El vio que estaba turbada y apenada. Sabía que mediante este acto de servicio había expresado su gratitud por el perdón de sus pecados, e impartió alivio a su espíritu. Elevando su voz por encima del murmullo de censuras, dijo: "Buena obra me ha hecho; que siempre tendréis los pobres con vosotros, y cuando quisiereis les podréis hacer bien; mas a mí no siempre me tendréis. Esta ha hecho lo que podía; porque se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura."
El don fragante que María había pensado prodigar al cuerpo muerto del Salvador, lo derramó sobre él en vida. En el entierro, su dulzura sólo hubiera llenado la tumba, pero ahora llenó su corazón con la seguridad de su fe y amor. José de Arimatea y Nicodemo no ofrecieron su don de amor a Jesús durante su vida. Con lágrimas amargas, trajeron sus costosas especias para su cuerpo rígido e inconsciente. Las mujeres que llevaron substancias aromáticas a la tumba halla ron que su diligencia era vana, porque él había resucitado.
Pero María, al derramar su ofrenda sobre el Salvador, mientras él era consciente de su devoción, le ungió para la sepultura. Y cuando él penetró en las tinieblas de su gran prueba, llevó con sigo el recuerdo de aquel acto, anticipo del amor que le tributarían para siempre aquellos que redimiera.
Muchos son los que ofrendan sus dones preciosos a los muertos. Cuando están alrededor de su cuerpo frío, silencioso, abundan en palabras de amor. La ternura, el aprecio y la devoción son prodigados al que no ve ni oye. Si esas palabras se hubiesen dicho cuando el espíritu fatigado las necesitaba mucho; cuando el oído podía oír y el corazón sentir, ¡cuán preciosa habría sido su fragancia!
María no conocía el significado pleno de su acto de amor. No podía contestar a sus acusadores. No podía explicar por qué había escogido esa ocasión para ungir a Jesús. El Espíritu Santo había pensado en lugar suyo, y ella había obedecido sus impulsos. La Inspiración no se humilla a dar explicaciones. Una asistencia invisible habla a la mente y al alma, y mueve el corazón a la acción. Es su propia justificación.
Cristo le dijo a María el significado de su acción, y con ello le dio más de lo que había recibido. "Porque echando este ungüento sobre mi cuerpo --dijo él,-- para sepultarme lo ha hecho." De la manera en que el alabastro fue quebrado y se llenó la casa entera con su fragancia, así Cristo había de morir, su cuerpo había de ser quebrantado; pero él había de resucitar de la tumba y la fragancia de su vida llenaría la tierra.
"Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor suave."
"De cierto os digo --declaró Cristo,-- que donde quiera que este evangelio fuere predicado en todo el mundo, también será dicho para memoria de ella, lo que ésta ha hecho." Mirando en lo futuro, el Salvador habló con certeza concerniente a su Evangelio. Iba a predicarse en todo el mundo. Y hasta donde el Evangelio se extendiese, el don de María exhalaría su fragancia y los corazones serían bendecidos por su acción espontánea. Se levantarían y caerían los reinos; los nombres de los monarcas y conquistadores serían olvidados; pero la acción de esta mujer sería inmortalizada en las páginas de la historia sagrada. Hasta que el tiempo no fuera más, aquel vaso de alabastro contaría la historia del abundante amor de Dios para con la especie caída.
La acción de María estaba en pronunciado contraste con la que Judas estaba por realizar. ¡Cuán terminante lección pudiera haberle dado Cristo a aquel que había sembrado la semilla de la crítica y los malos pensamientos en la mente de los discípulos! ¡Cuán justamente el acusador pudiera haber sido acusado! Aquel que lee los motivos de cada corazón y entiende toda acción, pudo haber abierto ante los que estaban en la fiesta los capítulos obscuros de la vida de Judas. Podría haber desenmascarado la falsa pretensión sobre la cual el traidor basaba sus palabras; porque en vez de tener simpatía para con los pobres, él les robaba el dinero destinado a aliviarlos. Podría Cristo haber excitado la indignación contra él porque oprimía a la viuda, al huérfano y al asalariado. Pero si Cristo hubiese desenmascarado a Judas, esto se hubiera considerado como un motivo de la traición. Y aunque acusado de ser ladrón, Judas hubiera ganado simpatía hasta entre los discípulos. El Salvador no le censuró, y así evitó darle una excusa para traicionarle.
Pero la mirada que Jesús dirigió a Judas le convenció de que el Salvador discernía su hipocresía y leía su carácter vil y despreciable. Al elogiar la acción de María, que había sido tan severamente condenada, Cristo había censurado a Judas. Antes de eso, nunca le había hecho el Salvador un reproche directo. Ahora la reprensión había provocado resentimiento en su corazón y resolvió vengarse. De la cena fue directamente al palacio del sumo sacerdote, donde estaba reunido el concilio, y ofreció entregar a Jesús en sus manos.
Los sacerdotes se alegraron mucho. A estos dirigentes de Israel se les había dado el privilegio de recibir a Cristo como su Salvador, sin dinero y sin precio. Pero rechazaron el precioso don que les fue ofrecido con el más tierno espíritu de amor constrictivo. Rehusaron aceptar la salvación que es de más alto valor que el oro, y compraron a su Salvador por treinta piezas de plata.
Judas se había entregado a la avaricia hasta que ésta había subyugado todo buen rasgo de su carácter. Envidiaba la ofrenda hecha a Jesús. Su corazón estaba lleno de celos porque el Salvador había sido objeto de un don digno de los monarcas de la tierra. Por una cantidad muy inferior a la que costaba el vaso de ungüento, entregó a su Señor.
Los discípulos no se parecían a Judas. Ellos amaban al Salvador. Pero no apreciaban debidamente su exaltado carácter. Si hubiesen comprendido lo que él había hecho por ellos, hubieran sentido que nada que se le ofrendaba era malgastado. Los sabios del Oriente, que conocían tan poco de Jesús, habían manifestado mejor aprecio del honor debido a él. Trajeron sus preciosos dones al Salvador, y se inclinaron en homenaje a él, cuando no era sino un niño y yacía en un pesebre.
Cristo apreciaba los actos de cortesía que brotaban del corazón. Cuando alguien le hacía un favor, lo bendecía con cortesía celestial. No rechazaba la flor más sencilla arrancada por la mano de un niño, que se la ofrecía con amor. Aceptaba las ofrendas de los niños, bendecía a los donantes e inscribía sus nombres en el libro de la vida. En las escrituras, se menciona el ungimiento de Jesús por María para distinguirla de las otras Marías. Los actos de amor y reverencia para con Jesús son una evidencia de la fe en él como Hijo de Dios. Y el Espíritu Santo menciona, como evidencia de la lealtad de una mujer a Cristo: "Si ha lavado los pies de los santos; si ha socorrido a los afligidos; si ha seguido toda buena obra."
Cristo se deleitó en el ardiente deseo de María de hacer bien a su Señor. Aceptó la abundancia del afecto puro mientras que sus discípulos no lo comprendieron ni quisieron comprenderlo. El deseo que María tenía de prestar este servicio a su Señor era de más valor para Cristo que todo el ungüento precioso del mundo, porque expresaba el aprecio de ella por el Redentor del mundo. El amor de Cristo la constreñía. Llenaba su alma la sin par excelencia del carácter de Cristo. Aquel ungüento era un símbolo del corazón de la donante. Era la demostración exterior de un amor alimentado por las corrientes celestiales hasta que desbordaba.
El acto de María era precisamente la lección que necesitaban los discípulos para mostrarle que la expresión de su amor a Cristo le alegraría. El había sido todo para ellos, y no comprendían que pronto serían privados de su presencia, que pronto no podrían ofrecerle prueba alguna de gratitud por su grande amor. La soledad de Cristo, separado de las cortes celestiales, viviendo la vida de los seres humanos, nunca fue comprendida ni apreciada por sus discípulos como debiera haberlo sido. El se apenaba a menudo porque sus discípulos nunca le daban lo que hubiera debido recibir de ellos. Sabía que si hubiesen estado bajo la influencia de los ángeles celestiales que le acompañaban, ellos también hubieran pensado que ninguna ofrenda era de suficiente valor para manifestar el afecto espiritual del corazón.
Su comprensión posterior les dio una verdadera idea de las muchas cosas que hubieran podido hacer para expresar a Jesús el amor y la gratitud de sus corazones, mientras estaban junto a él. Cuando ya no estaba con ellos y se sintieron en verdad como ovejas sin pastor, empezaron a ver cómo hubieran podido hacerle atenciones que hubieran infundido alegría a su corazón. Ya no cargaron de reproches a María, sino a sí mismos. ¡Oh, si hubiesen podido recoger sus censuras, su presentación del pobre como más digno del don que Cristo. Sintieron el reproche agudamente cuando quitaron de la cruz ele cuerpo magullado de su Señor.
La misma necesidad es evidente en nuestro mundo hoy. Son pocos los que aprecian todo lo que Cristo es para ellos. Si lo hicieran expresarían el gran amor de María, ofrendarían libremente el ungüento, y no lo considerarían un derroche. Nada tendrían por demasiado costoso para darlo a Cristo, ningún acto de abnegación o sacrificio personal les parecería demasiado grande para soportarlo por amor a él.
Las palabras dichas con indignación: "¿Por qué se pierde esto?" recordaron vívidamente a Cristo el mayor sacrificio jamás hecho: el don de sí mismo en propiciación por un mundo perdido. El Señor quería ser tan generoso con su familia humana que no pudiera decirse que él habría podido hacer más. En el don de Jesús, Dios dio el cielo entero. Desde el punto de vista humano, tal sacrificio era un derroche desenfrenado. Para el raciocinio humano, todo el plan de la salvación es un derroche de mercedes y recursos. Podemos ver abnegación y sacrificio sincero en todas partes. Bien pueden las huestes celestiales mirar con asombro a la familia humana que rehusa ser elevada y enriquecida con el infinito amor expresado en Cristo. Bien pueden ellas exclamar: ¿Por qué se hace este gran derroche?
Pero la propiciación para un mundo perdido había de ser plena, abundante y completa. La ofrenda de Cristo era sumamente abundante para enriquecer a toda alma que Dios había creado. No debía restringirse de modo que no excediera al número de los que aceptarían el gran Don. No todos los hombres se salvan; sin embargo, el plan de redención no es un desperdicio porque no logra todo lo que está provisto por su liberalidad. Debía haber suficiente y sobrar.
Simón, el huésped, había sentido la influencia de la crítica de Judas respecto al don de María, y se había sorprendido por la conducta de Jesús. Su orgullo de fariseo se había ofendido. Sabía que muchos de sus huéspedes estaban mirando a Cristo con desconfianza y desagrado. Dijo entre sí: "Este, si fuera profeta, conocería quién y cuál es la mujer que le toca, que es pecadora."
Al curarlo a Simón de la lepra, Cristo lo había salvado de una muerte viviente. Pero ahora Simón se preguntaba si el Salvador era profeta. Porque Cristo permitió que esta mujer se acercara a él, porque no la rechazó con indignación como a una persona cuyos pecados eran demasiado grandes para ser perdonados, porque no demostró que comprendía que ella había caído, Simón estaba tentado a pensar que él no era profeta. Jesús no sabe nada en cuanto a esta mujer que es tan liberal en sus demostraciones, pensaba él, de lo contrario no permitiría que le tocase.
Pero era la ignorancia de Simón respecto a Dios y a Cristo lo que le inducía a pensar así. No comprendía que el Hijo de Dios debía actuar como Dios, con compasión, ternura y misericordia. El plan de Simón consistía en no prestar atención al servicio de penitencia de María. El acto de ella, de besar los pies de Cristo y ungirlos con ungüento, era exasperante para su duro corazón. Y pensó que si Cristo era profeta, debería reconocer a los pecadores y rechazarlos.
A estos pensamientos inexpresados contestó el Salvador: "Simón, una cosa tengo que decirte.... Un acreedor tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta; y no teniendo ellos de qué pagar, perdonó a ambos. Di, pues, ¿cuál de éstos le amará más? Y respondiendo Simón, dijo: Pienso que aquel al cual perdonó más. Y él le dijo: Rectamente has juzgado."
Como Natán con David, Cristo ocultó el objeto de su ataque bajo el velo de una parábola. Cargó a su huésped con la responsabilidad de pronunciar sentencia contra sí mismo. Simón había arrastrado al pecado a la mujer a quien ahora despreciaba. Ella había sido muy perjudicada por él. Por los dos deudores de la parábola estaban representados Simón y la mujer. Jesús no se propuso enseñar qué grado de obligación debían sentir las dos personas, porque cada una tenía una deuda de gratitud que nunca podría pagar. Pero Simón se sentía más justo que María, y Jesús deseaba que viese cuán grande era realmente su culpa. Deseaba mostrarle que su pecado superaba al de María en la medida en que la deuda de quinientos denarios excedía a la de cincuenta.
Simón empezó ahora a verse a sí mismo desde un nuevo punto de vista. vio cómo era considerada María por quien era más que profeta. vio que, con penetrante ojo profético, Cristo había leído el corazón de amor y devoción de ella. Sobrecogido de vergüenza, comprendió que estaba en la presencia de uno que era superior a él.
"Entré en tu casa --continuó Cristo,-- no me diste agua para mis pies;" pero con lágrimas de arrepentimiento, impulsada por el amor, María ha lavado mis pies, y los ha secado con su cabellera. "No me diste beso, mas ésta," que tú desprecias, "desde que entré, no ha cesado de besar mis pies." Cristo enumeró las oportunidades que Simón había tenido para mostrar el amor que tenía por su Señor, y su aprecio de lo que había sido hecho en su favor. Claramente, aunque con delicada cortesía, el Salvador aseguró a sus discípulos que su corazón se apena cuando sus hijos dejan de mostrar su gratitud hacia él con palabras y hechos de amor.
El que escudriña el corazón leyó el motivo que impulsó la acción de María, y vio también el espíritu que inspiró las palabras de Simón. "¿Ves esta mujer?" le dijo él. Es una pecadora. "Por lo cual te digo que sus muchos pecados son perdonados, porque amó mucho; mas al que se perdona poco, poco ama.
La frialdad y el descuido de Simón para con el Salvador demostraban cuán poco apreciaba la merced que había recibido. Pensaba que honraba a Jesús invitándole a su casa. Pero ahora se vio a sí mismo como era en realidad. Mientras pensaba estar leyendo a su Huésped, su Huésped estaba leyéndolo a él. vio cuán verdadero era el juicio de Cristo en cuanto a él. Su religión había sido un manto farisaico. Había despreciado la compasión de Jesús. No le había reconocido como al representante de Dios. Mientras María era una pecadora perdonada, él era un pecador no perdonado. La severa norma de justicia que había deseado aplicar contra María le condenaba a él.
Simón fue conmovido por la bondad de Jesús al no censurarle abiertamente delante de los huéspedes. El no había sido tratado como deseaba que María lo fuese. vio que Jesús no quiso exponer a otros su culpa, sino que, por una correcta exposición del caso, trató de convencer su mente, y subyugar su corazón manifestando benevolencia. Una denuncia severa hubiera endurecido el corazón de Simón contra el arrepentimiento, pero una paciente admonición le convenció de su error. vio la magnitud de la deuda que tenía para con su Señor. Su orgullo fue humillado, se arrepintió y el orgulloso fariseo llegó a ser un humilde y abnegado discípulo.
María había sido considerada como una gran pecadora, pero Cristo conocía las circunstancias que habían formado su vida. El hubiera podido extinguir toda chispa de esperanza en su alma, pero no lo hizo. Era él quien la había librado de la desesperación y la ruina. Siete veces ella había oído la reprensión que Cristo hiciera a los demonios que dirigían su corazón y mente. Había oído su intenso clamor al Padre en su favor. Sabía cuán ofensivo es el pecado para su inmaculada pureza, y con su poder ella había vencido.
Cuando a la vista humana su caso parecía desesperado, Cristo vio en María aptitudes para lo bueno. Vio los rasgos mejores de su carácter. El plan de la redención ha investido a la humanidad con grandes posibilidades, y en María estas posibilidades debían realizarse. Por su gracia, ella llegó a ser participante de la naturaleza divina. Aquella que había caído, y cuya mente había sido habitación de demonios, fue puesta en estrecho compañerismo y ministerio con el Salvador. Fue María la que se sentaba a sus pies y aprendía de él. Fue María la que derramó sobre su cabeza el precioso ungüento, y bañó sus pies con sus lágrimas. María estuvo junto a la cruz y le siguió hasta el sepulcro. María fue la primera en ir a la tumba después de su resurrección. Fue María la primera que proclamó al Salvador resucitado.
Jesús conoce las circunstancias que rodean a cada alma. Tú puedes decir: Soy pecador, muy pecador. Puedes serlo; pero cuanto peor seas, tanto más necesitas a Jesús. El no se aparta de ninguno que llora contrito. No dice a nadie todo lo que podría revelar, pero ordena a toda alma temblorosa que cobre aliento. Perdonará libremente a todo aquel que acuda a él en busca de perdón y restauración.
Cristo podría encargar a los ángeles del cielo que derramen las redomas de su ira sobre nuestro mundo, para destruir a aquellos que están llenos de odio contra Dios. Podría limpiar este negro borrón de su universo. Pero no lo hace. El está ahora junto al altar del incienso presentando las oraciones de aquellos que desean su ayuda.
A las almas que se vuelven a él en procura de refugio, Jesús las eleva por encima de las acusaciones y contiendas de las lenguas. Ningún hombre ni ángel malo puede acusar a estas almas. Cristo las une a su propia naturaleza divino-humana. Ellas están de pie junto al gran Expiador del pecado, en la luz que procede del trono de Dios. "¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, quien además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros."









ZAQUEO



 En camino a Jerusalén, "habiendo entrado Jesús, iba pasando por Jericó." A pocas millas del Jordán, en la orilla occidental del valle que se extiende allí formando una llanura, descansaba la ciudad en medio de una vegetación tropical, exuberante de hermosura. Con sus palmeras y ricos jardines regados por manantiales, brillaba como una esmeralda en el marco de colinas de piedra caliza y desoladas barrancas que se interponían entre Jerusalén y la ciudad de la llanura.
Muchas caravanas en camino a la fiesta pasaban por Jericó. Su arribo era siempre una ocasión festiva, pero ahora un interés más profundo excitaba al pueblo. Se sabía que el Rabino galileo que poco antes había resucitado a Lázaro estaba en la multitud; y aunque abundaban los susurros acerca de las maquinaciones de los sacerdotes, las muchedumbres anhelaban rendirle homenaje.
Jericó era una de las ciudades apartadas antiguamente para los sacerdotes, y a la sazón un gran número de ellos residía allí. Pero la ciudad tenía también una población de un carácter muy distinto. Era un gran centro de tráfico, y había allí oficiales y soldados romanos, y extranjeros de diferentes regiones, a la vez que la recaudación de los derechos de aduana la convertía en la residencia de muchos publicanos.
"El principal de los publicanos," Zaqueo, era judío, pero detestado por sus compatriotas. Su posición y fortuna eran el premio de una profesión que ellos aborrecían y a la cual consideraban como sinónimo de injusticia y extorsión. Sin embargo, el acaudalado funcionario de aduana no era del todo el endurecido hombre de mundo que parecía ser. Bajo su apariencia de mundanalidad y orgullo, había un corazón susceptible a las influencias divinas. Zaqueo había oído hablar de Jesús. Se habían divulgado extensamente las noticias referentes a uno que se había comportado con bondad y cortesía para con las clases proscritas. En este jefe de los publicanos se había despertado un anhelo de vivir una vida mejor. A poca distancia de Jericó, Juan el Bautista había predicado a orillas del Jordán, y Zaqueo había oído el llamamiento al arrepentimiento. La instrucción dada a los publicanos: "No exijáis más de lo que os está ordenado," aunque exteriormente desatendida, había impresionado su mente. Conocía las escrituras, y estaba convencido de que su práctica era incorrecta. Ahora, al oír las palabras que se decían venir del gran Maestro, sintió que era pecador a la vista de Dios. Sin embargo, lo que había oído tocante a Jesús encendía la esperanza en su corazón. El arrepentimiento, la reforma de la vida, eran posibles aun para él; ¿no había sido publicano uno de los más fieles discípulos del nuevo Maestro? Zaqueo comenzó inmediatamente a seguir la convicción que se había apoderado de él y a hacer restitución a quienes había perjudicado.
Ya había empezado a volver así sobre sus pasos, cuando se supo en Jericó que Jesús estaba entrando en la ciudad. Zaqueo resolvió verle.
Comenzaba a comprender cuán amargos eran los frutos del pecado, y cuán difícil el camino del que procura volver de una conducta incorrecta. El ser mal entendido, el tropezar con la sospecha y desconfianza en el esfuerzo de corregir sus errores, era difícil de soportar. El jefe de los publicanos anhelaba mirar el rostro de Aquel cuyas palabras habían hecho nacer la esperanza en su corazón.
Las calles estaban atestadas, y Zaqueo, que era de poca estatura, no iba a ver nada por encima de las cabezas del gentío. Nadie le daría lugar; así que, corriendo delante de la multitud hasta un frondoso sicómoro extendía sus ramas sobre el camino, el rico recaudador de impuestos trepó a un sitio entre las ramas desde donde podría examinar a la procesión que pasaba abajo. Mientras el gentío se aproximaba en su recorrido, Zaqueo escudriñaba con ojos anhelantes para distinguir la figura de Aquel a quien ansiaba ver.
Por encima del clamor de los sacerdotes y rabinos y las voces de bienvenida de la multitud, el inexpresado deseo del principal de los publicanos habló al corazón de Jesús. Repentinamente, bajo el sicómoro, un grupo se detuvo, la compañía que iba delante y la que iba atrás hicieron alto, y miró arriba. Uno cuya mirada parecía leer el alma. Casi dudando de sus sentidos, el hombre que estaba en el árbol oyó las palabras: "Zaqueo date prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose en tu casa."
La multitud hizo lugar y Zaqueo, caminando como en sueño, se dirigió hacia su casa. Pero los rabinos miraban con rostros ceñudos y murmuraron con descontento y desdén "que había entrado a posar con un hombre pecador."
Zaqueo había sido abrumado, asombrado y reducido al silencio por el amor y condescendencia de Cristo al rebajarse hasta él, tan indigno. Ahora expresaron sus labios el amor y la alabanza que tributaba a su recién hallado maestro. resolvió hacer públicos su confesión y su arrepentimiento.
En presencia de la multitud, "Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, lo vuelvo con el cuatro tanto.
"Y Jesús le dijo: Hoy ha venido la salvación a esta casa; por cuanto él es también hijo de Abraham."
Cuando el joven y rico príncipe se había alejado de Jesús, los discípulos se habían maravillado de las palabras de su maestro: "¡Cuán difícil es entrar en el reino de Dios, los que confían en las riquezas!" Ellos habían exclamado el uno al otro: "¿Y quién podrá salvarse?" Ahora tenían una demostración de la veracidad de las palabras de Cristo: "Lo que es imposible para con los hombres, posible es para Dios."
Vieron como, por la gracia de Dios, un rico podía entrar en el reino. Antes que Zaqueo mirara el rostro de Cristo, había iniciado la obra que ponía de manifiesto que era un verdadero penitente. Antes que fuera acusado por el hombre, había confesado su pecado. Se había rendido a la convicción del Espíritu Santo, y había empezado a vivir la enseñanza de las palabras escritas para el antiguo Israel tanto como para nosotros.
El Señor había dicho hacía mucho tiempo: " Y cuando tu hermano empobreciere, y se acogiere a ti, tú lo ampararás: como peregrino y extranjero vivirá contigo. No tomarás usura de él, ni aumento; mas tendrás temor de tu Dios, y tu hermano vivirá contigo. No le darás tu dinero a usura, ni tu vitualla a ganancia." "Y no engañe ninguno a su prójimo; mas tendrás temor de tu Dios." Estas palabras habían sido pronunciadas por Cristo mismo cuando estaba envuelto en la columna de nube, y la primera respuesta de Zaqueo al amor de Cristo consistió en manifestar compasión hacia el pobre y doliente.
Los publicanos habían formado una confederación para oprimir al pueblo y ayudarse mutuamente en sus fraudulentas prácticas. En su extorsión, no estaban sino siguiendo la costumbre que había llegado a ser casi universal. Aun los sacerdotes y rabinos que los despreciaban eran culpables de enriquecerse mediante prácticas deshonestas, bajo el manto de su sagrado cargo. Pero tan pronto como Zaqueo se rindió a la influencia del Espíritu Santo, abandonó toda práctica contraria a la integridad.
Ningún arrepentimiento que no obre una reforma es genuino. La justicia de Cristo no es un manto para cubrir pecados que no han sido confesados ni abandonados; es un principio de vida que transforma el carácter y rige la conducta. La santidad es integridad para con Dios: es la entrega total del corazón y la vida para que revelen los principios del cielo.
En sus negocios, el cristiano ha de representar delante del mundo la manera en que nuestro Señor dirigiría las empresas comerciales. En toda transacción ha de dejar manifiesto que Dios es su maestro. Ha de escribirse "Santidad al Señor" en el diario y el libro mayor, en escrituras, recibos y letras de cambio. Los que profesan seguir a Cristo y comercian de un modo injusto dan un testimonio falso contra el carácter de un Dios santo, justo y misericordioso. Toda alma convertida querrá, como Zaqueo, señalar la entrada de Cristo en su corazón mediante el abandono de las prácticas injustas que caracterizaban su vida. A semejanza del príncipe de los publicanos, dará prueba de su sinceridad haciendo restitución. El Señor dice: "Si el impío restituyere la prenda, devolviere lo que hubiere robado, caminare en las ordenanzas de la vida, no haciendo iniquidad...no se le recordará ninguno de sus pecados que había cometido: . . . vivirá ciertamente."
Si hemos perjudicado a otros en cualquier transacción comercial injusta, si nos hemos extralimitado en el comercio o defraudado a algún hombre, aun dentro del marco de la ley, deberíamos confesar nuestro agravio y hacer restitución en la medida de lo posible. Es justo que devolvamos, no solamente lo que hemos tomado, sino todo lo que se habría ganado con ello si se lo hubiese usado correcta y sabiamente durante el tiempo que haya estado en nuestro poder.
El Salvador dijo a Zaqueo: "Hoy ha venido la salvación a esta casa." No solamente Zaqueo fue bendecido, sino toda su familia con él. Cristo fue a su casa para darle lecciones de verdad e instruir a su familia en las cosas del reino. Ellos habían sido expulsados de la sinagoga por el desprecio de los rabinos y adoradores; pero ahora su casa era la más favorecida de toda Jericó; acogían bajo su propio techo al divino Maestro y oían por sí mismos las palabras de vida.
Cuando Cristo es recibido como Salvador personal, la salvación viene al alma. Zaqueo no había recibido a Jesús meramente como a un forastero, sino como al que moraba en el templo del alma. Los escribas y fariseos, que le acusaban de ser pecador, murmuraron contra Cristo porque se hizo su huésped, pero el Señor le reconoció como hijo de Abrahán. Porque "los que son de fe, los tales son hijos de Abraham."








viernes, 29 de abril de 2016

La Ley del Nuevo Reino




El tiempo de la Pascua se estaba acercando, y de nuevo Jesús se dirigió hacia Jerusalén. Su corazón tenía la paz de la perfecta unidad con la voluntad del Padre, y con paso ansioso avanzaba hacia el lugar del sacrificio. Pero un sentimiento de misterio, de duda y temor, sobrecogía a los discípulos. El Salvador "iba delante de ellos, y se espantaban, y le seguían con miedo."
Otra vez Jesús llamó a sí a los doce, y con mayor claridad que nunca les explicó su entrega y sufrimientos. "He aquí --dijo él-- subimos a Jerusalén, y serán cumplidas todas las cosas que fueron escritas por los profetas, del Hijo del hombre. Porque será entregado a las gentes, y será escarnecido, e injuriado y escupido. Y después que le hubieren azotado, le matarán: mas al tercer día resucitará. Pero ellos nada de estas cosas entendían, y esta palabra les era encubierta, y no entendían lo que se decía."
¿No habían proclamado poco antes por doquiera: "¿El reino de los cielos se ha acercado"? ¿No había prometido Cristo mismo que muchos se sentarían con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de Dios? ¿No había prometido a cuantos lo habían dejado todo por su causa cien veces tanto en esta vida y una parte en su reino? ¿Y no había hecho a los doce la promesa especial de que ocuparían puestos de alto honor en su reino, a saber que se sentarían en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel? Acababa de decir que debían cumplirse todas las cosas escritas en los profetas concernientes a él. ¿Y no habían predicho los profetas la gloria del reino del Mesías? Frente a estos pensamientos, sus palabras tocante a su entrega, persecución y muerte parecían vagas y confusas. Ellos creían que a pesar de cualesquiera dificultades que pudieran sobrevenir, el reino se establecería pronto.
Juan, hijo de Zebedeo, había sido uno de los dos primeros discípulos que siguieran a Jesús. El y su hermano Santiago habían estado entre el primer grupo que había dejado todo por servirle. Alegremente habían abandonado su familia y sus amigos para poder estar con él; habían caminado y conversado con él; habían estado con él en el retiro del hogar y en las asambleas públicas. El había aquietado sus temores, aliviado sus sufrimientos y confortado sus pesares, los había librado de peligros y con paciencia y ternura les había enseñado, hasta que sus corazones parecían unidos al suyo, y en su ardor y amor anhelaban estar más cerca de él que nadie en su reino. En toda oportunidad posible, Juan se situaba junto al Salvador, y Santiago anhelaba ser honrado con una estrecha relación con él.
La madre de ellos era discípula de Cristo y le había servido generosamente con sus recursos. Con el amor y la ambición de una madre por sus hijos, codiciaba para ellos el lugar más honrado en el nuevo reino. Por esto, los animó a hacer una petición.
La madre y sus hijos vinieron a Jesús para pedirle que les otorgara algo que anhelaban en su corazón.
"¿Qué queréis que os haga?" preguntó él. La madre pidió: Di que se sienten estos dos hijos míos, el uno a tu mano derecha, y el otro a tu izquierda, en tu reino."
Jesús los trató con ternura y no censuró su egoísmo por buscar preferencia sobre sus hermanos. Leía sus corazones y conocía la profundidad de su cariño hacia él. El amor de ellos no era un afecto meramente humano; aunque fluía a través de la terrenidad de sus conductos humanos, era una emanación de la fuente de su propio amor redentor. El no lo criticó, sino que lo ahondó y purificó. Dijo:
"¿Podéis beber el vaso que yo he de beber, y ser bautizados del bautismo de que yo soy bautizado?" Ellos recordaron sus misteriosas palabras, que señalaban la prueba y el sufrimiento, pero contestaron confiadamente: "Podemos." Consideraban que sería el más alto honor demostrar su lealtad compartiendo todo lo que aconteciera a su Señor.
"A la verdad mi vaso beberéis, y del bautismo de que yo soy bautizado, seréis bautizados," dijo él. Delante de él, había una cruz en vez de un trono, y por compañeros suyos, a su derecha y a su izquierda, dos malhechores. Juan y Santiago tuvieron que participar de los sufrimientos con su Maestro; uno fue el primero de los hermanos que pereció a espada; el otro, el que por más tiempo hubo de soportar trabajos, vituperio y persecución.
"Mas el sentaros a mi mano derecha y a mi izquierda --continuó Jesús,-- no es mío darlo, sino a aquellos para quienes está aparejado de mi Padre." En el reino de los cielos, no se alcanza la posición por favoritismo. No se la gana ni se la recibe como un regalo arbitrario. Es el resultado del carácter. La corona y el trono son las prendas de una condición alcanzada; son las arras de la victoria sobre sí mismo por medio de nuestro Señor Jesucristo.
Largo tiempo después, cuando se había unido en simpatía con Cristo por la participación de sus sufrimientos, el Señor le reveló a Juan cuál es la condición de la proximidad en su reino. "Al que venciere --dijo Cristo,-- yo le daré que se siente conmigo en mi trono; así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono." "Al que venciere, yo lo haré columna en el templo de mi Dios, y nunca más saldrá fuera; y escribiré sobre él el nombre de mi Dios, . . . y mi nombre nuevo.' El apóstol Pablo escribió: "Porque yo ya estoy para ser ofrecido, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día."
El que estará más cerca de Cristo será el que en la tierra haya bebido más hondamente del espíritu de su amor desinteresado --amor que "no hace sinrazón, no se ensancha; . . . no busca lo suyo, no se irrita, no piensa el mal," -- amor que mueve al discípulo como movía al Señor, a dar todo, a vivir, trabajar y sacrificarse, aun hasta la muerte, para la salvación de la humanidad. Este espíritu se puso de manifiesto en la vida de Pablo. El dijo: "Porque para mí el vivir es Cristo," porque su vida revelaba a Cristo ante los hombres; "y el morir es ganancia," ganancia para Cristo; la muerte misma pondría de manifiesto el poder de su gracia y ganaría almas para él. "Será engrandecido Cristo en mi cuerpo -dijo él,- o por vida, o por muerte."
Cuando los diez se enteraron de la petición de Santiago y Juan, se disgustaron mucho. El puesto más alto en el reino era precisamente lo que cada uno estaba buscando para sí mismo, y se enojaron porque los dos discípulos habían obtenido una aparente ventaja sobre ellos. Otra vez pareció renovarse la contienda en cuanto a cuál sería el mayor, cuando Jesús, llamándolos a sí, dijo a los indignados discípulos:
"Sabéis que los que se ven ser príncipes entre las gentes, se enseñorean de ellas, y los que entre ellas son grandes, tienen sobre ellas potestad. Mas no será así entre vosotros."
En los reinos del mundo, la posición significaba engrandecimiento propio. Se obligaba al pueblo a existir para beneficio de las clases gobernantes. La influencia, la riqueza y la educación eran otros tantos medios de dominar al vulgo para que sirviera a los dirigentes. Las clases superiores debían pensar, decidir, gozar y gobernar; las inferiores debían obedecer y servir. La religión, como todas las demás cosas, era asunto de autoridad. Se esperaba que el pueblo creyera y practicara lo que indicaran sus superiores. Se desconocía totalmente el derecho del hombre como hombre, de pensar y obrar por sí mismo.
Cristo estaba estableciendo un reino sobre principios diferentes. El llamaba a los hombres, no a asumir autoridad, sino a servir, a sobrellevar los fuertes las flaquezas de los débiles. El poder, la posición, el talento y la educación, colocaban a su poseedor bajo una obligación mayor de servir a sus semejantes. Aun al menor de los discípulos de Cristo se dice: "Porque todas las cosas son por vuestra causa."
"El hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos." Entre los discípulos, Cristo era en todo sentido un guardián, un portador de cargas. El compartía su pobreza, practicaba la abnegación personal en beneficio de ellos, iba delante de ellos para allanar los lugares más difíciles, y pronto iba a consumar su obra en la tierra entregando su vida. El principio por el cual Cristo se regía debe regir a los miembros de la iglesia, la cual es su cuerpo. El plan y fundamento de la salvación es el amor. En el reino de Cristo los mayores son los que siguen el ejemplo dado por él y actúan como pastores de su rebaño.
Las palabras de Pablo revelan la verdadera dignidad y honra de la vida cristiana: "Por lo cual, siendo libre para con todos, me he hecho siervo de todos," "no procurando mi propio beneficio, sino el de muchos, para que sean salvos."
En asuntos de conciencia, el alma debe ser dejada libre. Ninguno debe dominar otra mente, juzgar por otro, o prescribirle su deber. Dios da a cada alma libertad para pensar y seguir sus propias convicciones. "De manera que, cada uno de nosotros dará a Dios razón de sí." Ninguno tiene el derecho de fundir su propia individualidad en la de otro. En todos los asuntos en que hay principios en juego, "cada uno esté asegurado en su ánimo." En el reino de Cristo no hay opresión señoril ni imposición de costumbres. Los ángeles del cielo no vienen a la tierra para mandar y exigir homenaje, sino como mensajeros de misericordia, para cooperar con los hombres en la elevación de la humanidad.
Los principios y las palabras mismas de la enseñanza del Salvador, en su divina hermosura, permanecieron en la memoria del discípulo amado. En sus últimos días, el pensamiento central del testimonio de Juan a las iglesias era: "Porque este es el mensaje que habéis oído desde el principio: Que nos amemos unos a otros." "En esto hemos conocido el amor, porque él puso su vida por nosotros: también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos."
Tal era el espíritu que animaba a la iglesia primitiva. Después del derramamiento del Espíritu Santo, "la multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma: y ninguno decía ser suyo algo de lo que poseía; mas todas las cosas les eran comunes." "Ningún necesitado había entre ellos." "Y los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con gran esfuerzo; y gran gracia era en todos ellos.'






jueves, 28 de abril de 2016

Conspiraciones Sacerdotales

Betania estaba tan cerca de Jerusalén que pronto llegaron a la ciudad las noticias de la resurrección de Lázaro. Por medio de los espías que habían presenciado el milagro, los dirigentes judíos fueron puestos rápidamente al tanto de los hechos. Convocaron inmediatamente una reunión del Sanedrín, para decidir lo que debía hacerse. Cristo había demostrado ahora plenamente su dominio sobre la muerte y el sepulcro.
Este gran milagro era la evidencia máxima que ofrecía Dios a los hombres en prueba de que había enviado su Hijo al mundo para salvarlo. Era una demostración del poder divino que bastaba para convencer a toda mente dotada de razón y conciencia iluminada. Muchos de los que presenciaron la resurrección de Lázaro fueron inducidos a creer en Jesús. Pero el odio de los sacerdotes contra él se intensificó. Habían rechazado todas las pruebas menores de su divinidad, y este nuevo milagro no hizo sino enfurecerlos. El muerto había sido resucitado en plena luz del día y ante una multitud de testigos. Ningún sofisma podía destruir tal evidencia. Por esta misma razón, la enemistad de los sacerdotes se hacía más mortífera. Estaban más determinados que nunca a detener la obra de Cristo.
Los saduceos, aunque no estaban a favor de Cristo, no habían estado tan llenos de malicia contra él como los fariseos. Su odio no había sido tan acerbo. Pero ahora estaban cabalmente alarmados. No creían en la resurrección de los muertos. Basados en lo que llamaban falsamente ciencia, habían razonado que era imposible que un cuerpo muerto tornara a la vida. Pero mediante unas pocas palabras de Cristo, su teoría había quedado desbaratada. Se había puesto de manifiesto la ignorancia de ellos tocante a las Escrituras y el poder de Dios. Veían la imposibilidad de destruir la impresión hecha en el pueblo por este milagro. ¿Cómo podrían los hombres ser apartados de Aquel que había triunfado hasta arrancar sus muertos al sepulcro? Se pusieron en circulación falsos informes, pero el milagro no podía negarse, y ellos no sabían cómo contrarrestar sus efectos. Hasta entonces, los saduceos no habían alentado el plan de matar a Cristo. Pero después de la resurrección de Lázaro, creyeron que únicamente mediante su muerte podrían ser reprimidas sus intrépidas denuncias contra ellos.
Los fariseos creían en la resurrección, y no podían sino ver en ese milagro una evidencia de que el Mesías estaba entre ellos. Pero siempre se habían opuesto a la obra de Cristo. Desde el principio, le habían aborrecido porque había desenmascarado sus pretensiones hipócritas. Les había quitado el manto de rigurosos ritos bajo el cual ocultaban su deformidad moral. La religión pura que él enseñaba había condenado la vacía profesión de piedad. Ansiaban vengarse de él por sus agudos reproches. Habían procurado inducirle a decir o hacer alguna cosa que les diera ocasión de condenarlo. En varias ocasiones, habían intentado apedrearlo, pero él se había apartado tranquilamente, y le habían perdido de vista.
Todos los milagros que realizaba en sábado eran para aliviar al afligido, pero los fariseos habían procurado condenarlo como violador del sábado. Habían tratado de incitar a los herodianos contra él. Presentándoselo como procurando establecer un reino rival, consultaron con ellos en cuanto a cómo matarlo. Para excitar a los romanos contra él, se lo habían representado como tratando de subvertir su autoridad. Habían ensayado todos los recursos para impedir que influyera en el pueblo. Pero hasta entonces sus tentativas habían fracasado. Las multitudes que habían presenciado sus obras de misericordia y oído sus enseñanzas puras y santas, sabían que los suyos no eran los hechos y palabras de un violador del sábado o blasfemo. Aun los oficiales enviados por los fariseos habían sentido tanto la influencia de sus palabras que no pudieron echar mano de él. En su desesperación, los judíos habían publicado finalmente un edicto decretando que cualquiera que profesase fe en Jesús fuera expulsado de la sinagoga.
Así que, cuando los sacerdotes, gobernantes y ancianos se reunieron en concilio, era firme su determinación de acallar a Aquel que obraba tales maravillas que todos los hombres se admiraban. Los fariseos y los saduceos estaban más cerca de la unión que nunca. Divididos hasta entonces, se unificaron por oposición a Cristo. Nicodemo y José habían impedido en concilios anteriores la condenación de Jesús, y por esta razón no fueron convocados esta vez. Había en el concilio otros hombres influyentes que creían en Cristo, pero nada pudo su influencia contra la de los malignos fariseos.
Sin embargo, los miembros del concilio no estaban todos de acuerdo. El Sanedrín no constituía entonces un cuerpo legal. Existía sólo por tolerancia. Algunos de sus miembros ponían en duda la conveniencia de dar muerte a Cristo. Temían que ello provocara una insurrección entre el pueblo e indujera a los romanos a retirar a los sacerdotes los favores que hasta ahora habían disfrutado y a despojarlos del poder que todavía conservaban. Los saduceos, aunque unidos en su odio contra Cristo, se inclinaban a ser cautelosos en sus movimientos, por temor a que los romanos los privaran de su alta posición.
En este concilio, convocado para planear la muerte de Cristo, estaba presente el Testigo que oyó las palabras jactanciosas de Nabucodonosor, que presenció la fiesta idólatra de Belsasar, que estaba presente cuando Cristo en Nazaret se proclamó a sí mismo el Ungido. Este Testigo estaba ahora haciendo sentir a los gobernantes qué clase de obra estaban haciendo. Los sucesos de la vida de Cristo surgieron ante ellos con una claridad que los alarmó. Recordaron la escena del templo, cuando Jesús, entonces de doce años, de pie ante los sabios doctores de la ley, les hacía preguntas que los asombraban. El milagro recién realizado daba testimonio de que Jesús no era sino el Hijo de Dios. Las Escrituras del Antiguo Testamento concernientes al Cristo resplandecían ante su mente con su verdadero significado. Perplejos y turbados, los gobernantes preguntaron: "¿Qué hacemos?" Había división en el concilio. Bajo la impresión del Espíritu Santo, los sacerdotes y gobernantes no podían desterrar el sentimiento de que estaban luchando contra Dios.
Mientras el concilio estaba en el colmo de la perplejidad, Caifás, el sumo sacerdote, se puso de pie. Era un hombre orgulloso y cruel, despótico e intolerante. Entre sus relaciones familiares, había saduceos soberbios, atrevidos, temerarios, llenos de ambición y crueldad ocultas bajo un manto de pretendida justicia. Caifás había estudiado las profecías y aunque ignoraba su verdadero significado dijo con gran autoridad y aplomo: "Vosotros no sabéis nada; ni pensáis que nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación se pierda." Aunque Jesús sea inocente, aseguraba el sumo sacerdote, debía ser quitado del camino. Molestaba porque atraía el pueblo a sí y menoscababa la autoridad de los gobernantes. El era uno solo; y era mejor que muriese antes de permitir que la autoridad de los gobernantes fuese debilitada. En caso de que el pueblo llegara a perder la confianza en sus gobernantes, el poder nacional sería destruido. Caifás afirmaba que después de este milagro los adeptos de Jesús se levantarían probablemente en revolución. Los romanos vendrán entonces --decía él,-- y cerrarán nuestro templo; abolirán nuestras leyes, y nos destruirán como nación. ¿Qué valor tiene la vida de este galileo en comparación con la vida de la nación? Si él obstaculiza el bienestar de Israel, ¿no se presta servicio a Dios matándole? Mejor es que un hombre perezca, y no que toda la nación sea destruida.
Al declarar que un hombre moriría por toda la nación, Caifás demostró que tenía cierto conocimiento de las profecías, aunque muy limitado. Pero Juan, al describir la escena, toma la profecía y expone su amplio y profundo significado. El dice: "Y no solamente por aquella nación, mas también para que juntase en uno los hijos de Dios que estaban derramados." ¡Cuán inconscientemente reconocía el arrogante Caifás la misión del Salvador!
En los labios de Caifás esta preciosísima verdad se convertía en mentira. La idea que él defendía se basaba en un principio tomado del paganismo. Entre los paganos, el conocimiento confuso de que uno había de morir por la raza humana los había llevado a ofrecer sacrificios humanos. Así, por el sacrificio de Cristo, Caifás proponía salvar a la nación culpable, no de la transgresión, sino en la transgresión, a fin de que pudiera continuar en el pecado. Y por este razonamiento, pensaba acallar las protestas de aquellos que pudieran atreverse, no obstante, a decir que nada digno de muerte habían hallado en Jesús.
En este concilio, los enemigos de Cristo se sintieron profundamente convencidos de culpa. El Espíritu Santo había impresionado sus mentes. Pero Satanás se esforzaba por dominarlos. Insistía en los perjuicios que ellos habían sufrido por causa de Cristo. Cuán poco había honrado él su justicia. Cristo presentaba una justicia mucho mayor, que debían poseer todos los que quisieran ser hijos de Dios. Sin tomar en cuenta sus formas y ceremonias, él había animado a los pecadores a ir directamente a Dios como a un Padre misericordioso y darle a conocer sus necesidades. Así, en opinión de ellos, había hecho caso omiso de los sacerdotes.
Había rehusado reconocer la teología de las escuelas rabínicas. Había desenmascarado las malas prácticas de los sacerdotes y había dañado irreparablemente su influencia. Había menoscabado el efecto de sus máximas y tradiciones, declarando que aunque hacían cumplir estrictamente la ley ritual, invalidaban la ley de Dios. Satanás les traía ahora todo esto a la memoria.
Les insinuó que a fin de mantener su autoridad debían dar muerte a Jesús. Ellos siguieron este consejo. El hecho de que pudieran perder el poder que entonces ejercían era suficiente razón, pensaban, para que llegasen a alguna decisión. Con excepción de algunos miembros que no osaron expresar sus convicciones, el Sanedrín recibió las palabras de Caifás como palabras de Dios. El concilio sintió alivio; cesó la discordia. Decidieron dar muerte a Cristo en la primera oportunidad favorable. Al rechazar la prueba de la divinidad de Jesús, estos sacerdotes y gobernantes se habían encerrado a sí mismos en tinieblas impenetrables. Se habían puesto enteramente bajo el dominio de Satanás, para ser arrastrados por él al mismo abismo de la ruina eterna. Sin embargo, estaban tan engañados que estaban contentos consigo mismos. Se consideraban patriotas que procuraban la salvación de la nación.
Con todo, el Sanedrín temía tomar medidas imprudentes contra Jesús, no fuese que el pueblo llegara a exasperarse y la violencia tramada contra él cayera sobre ellos mismos. En vista de esto, el concilio postergó la ejecución de la sentencia que había pronunciado. El Salvador comprendía las conspiraciones de los sacerdotes. Sabía que ansiaban eliminarle y que su propósito se cumpliría pronto. Pero no le incumbía a él precipitar la crisis, y se retiró de esa región llevando consigo a los discípulos. Así, mediante su ejemplo, Jesús recalcó de nuevo la instrucción que les había dado: "Mas cuando os persiguieren en esta ciudad, huid a la otra." Había un amplio campo en el cual trabajar por la salvación de las almas; y a menos que la lealtad a él lo requiriera, los siervos del Señor no debían poner en peligro su vida.
Jesús había consagrado ahora al mundo tres años de labor pública. Ante el mundo estaba su ejemplo de abnegación y desinteresada benevolencia. Su vida de pureza, sufrimiento y devoción era conocida por todos. Sin embargo, sólo durante ese corto período de tres años pudo el mundo soportar la presencia de su Redentor.
Su vida fue una vida sujeta a persecuciones e insultos. Arrojado de Belén por un rey celoso, rechazado por su propio pueblo en Nazaret, condenado a muerte sin causa en Jerusalén, Jesús, con sus pocos discípulos fieles, halló temporariamente refugio en una ciudad extranjera. El que se había conmovido siempre por el infortunio humano, que había sanado al enfermo, devuelto la vista al ciego, el oído al sordo y el habla al mudo, el que había alimentado al hambriento y consolado al afligido, fue expulsado por el pueblo al cual se había esforzado por salvar. El que anduvo sobre las agitadas olas y con una palabra acalló su rugiente furia, el que echaba fuera demonios que al salir reconocían que era el Hijo de Dios, el que interrumpió el sueño de la muerte, el que sostuvo a miles pendientes de sus palabras de sabiduría, no podía alcanzar el corazón de aquellos que estaban cegados por el prejuicio y el odio, y rechazaban tercamente la luz.






Lázaro, Ven Fuera

Entre los más constantes discípulos de Cristo se contaba Lázaro de Betania. Desde la primera ocasión en que se encontraran, su fe en Cristo había sido fuerte; su amor por él, profundo, y el Salvador le amaba mucho. En favor de Lázaro se realizó el mayor de los milagros de Cristo. El Salvador bendecía a todos los que buscaban su ayuda. Ama a toda la familia humana; pero está ligado con algunos de sus miembros por lazos peculiarmente tiernos. Su corazón estaba ligado con fuertes vínculos de afecto con la familia de Betania y para un miembro de ella realizó su obra más maravillosa.
Jesús hallaba con frecuencia descanso en el hogar de Lázaro. El Salvador no tenía hogar propio; dependía de la hospitalidad de sus amigos y discípulos; y con frecuencia, cuando estaba cansado y sediento de compañía humana, le era grato refugiarse en ese hogar apacible, lejos de las sospechas y celos de los airados fariseos. Allí encontraba una sincera bienvenida y amistad pura y santa. Allí podía hablar con sencillez y perfecta libertad, sabiendo que sus palabras serían comprendidas y atesoradas.
Nuestro Salvador apreciaba un hogar tranquilo y oyentes que manifestasen interés. Sentía anhelos de ternura, cortesía y afecto humanos. Los que recibían la instrucción celestial que él estaba siempre listo para impartir eran grandemente bendecidos. Mientras las multitudes seguían a Cristo por los campos abiertos, les revelaba las bellezas del mundo natural. Trataba de abrir sus ojos para que las comprendiesen y pudiesen ver cómo la mano de Dios sostiene el mundo. A fin de que expresasen aprecio por la bondad y benevolencia de Dios, llamaba la atención de sus oyentes al rocío que caía suavemente, a las lluvias apacibles y al resplandeciente sol, otorgados a los buenos tanto como a los malos.
Deseaba que los hombres comprendiesen mejor la consideración que Dios concede a los instrumentos humanos que creó. Pero las multitudes eran duras de entendimiento, y en el hogar de Betania Cristo hallaba descanso del pesado conflicto de la vida pública. Allí abría ante un auditorio que le apreciaba el libro de la Providencia. En esas entrevistas privadas, revelaba a sus oyentes lo que no intentaba decir a la multitud mixta. No necesitaba hablar en parábolas a sus amigos.
Mientras Cristo daba sus lecciones maravillosas, María se sentaba a sus pies, escuchándole con reverencia y devoción. En una ocasión, Marta, perpleja por el afán de preparar la comida, apeló a Cristo diciendo: "Señor, ¿no tienes cuidado que mi hermana me deja servir sola? Dile, pues, que me ayude." Esto sucedió en ocasión de la primera visita de Cristo a Betania. El Salvador y sus discípulos acababan de hacer un viaje penoso a pie desde Jericó. Marta anhelaba proveer a su comodidad, y en su ansiedad se olvidó de la cortesía debida a su huésped. Jesús le contestó con palabras llenas de mansedumbre y paciencia: "Marta, Marta, cuidadosa estás, y con las muchas cosas estás turbada: empero una cosa es necesaria; y María escogió la buena parte, la cual no le será quitada." María atesoraba en su mente las preciosas palabras que caían de los labios del Salvador, palabras que eran más preciosas para ella que las joyas más costosas de esta tierra.
La "una cosa" que Marta necesitaba era un espíritu de calma y devoción, una ansiedad más profunda por el conocimiento referente a la vida futura e inmortal, y las gracias necesarias para el progreso espiritual. Necesitaba menos preocupación por las cosas pasajeras y más por las cosas que perduran para siempre. Jesús quiere enseñar a sus hijos a aprovechar toda oportunidad de obtener el conocimiento que los hará sabios para la salvación. La causa de Cristo necesita personas que trabajen con cuidado y energía. Hay un amplio campo para las Martas con su celo por la obra religiosa activa. Pero deben sentarse primero con María a los pies de Jesús. Sean la diligencia, la presteza y la energía santificadas por la gracia de Cristo; y entonces la vida será un irresistible poder para el bien.
El pesar penetró en el apacible hogar donde Jesús había descansado. Lázaro fue herido por una enfermedad repentina, y sus hermanas mandaron llamar al Salvador diciendo: "Señor, he aquí, el que amas está enfermo." Se dieron cuenta de la violencia de la enfermedad que había abatido a su hermano, pero sabían que Cristo se había demostrado capaz de sanar toda clase de dolencias. Creían que él simpatizaría con ellas en su angustia; por lo tanto, no exigieron urgentemente su presencia inmediata, sino que mandaron tan sólo el confiado mensaje: "El que amas está enfermo." Pensaron que él respondería inmediatamente, y estaría con ellas tan pronto como pudiese llegar a Betania.
Ansiosamente esperaron noticias de Jesús. Mientras había una chispa de vida en su hermano, oraron y esperaron la venida de Jesús. Pero el mensajero volvió sin él. Trajo, sin embargo, este mensaje: "Esta enfermedad no es para muerte," y se aferraron a la esperanza de que Lázaro viviría. Con ternura trataron de dirigir palabras de esperanza y aliento al enfermo casi inconsciente. Cuando Lázaro murió, se quedaron amargamente desilusionadas; pero sentían la gracia sostenedora de Cristo, y esto les impidió culpar en forma alguna al Salvador.
Cuando Cristo oyó el mensaje, los discípulos pensaron que lo había recibido fríamente. No manifestó el pesar que ellos esperaban de él. Mirándolos a ellos dijo: "Esta enfermedad no es para muerte, mas por gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella."
Permaneció dos días en el lugar donde estaba. Esta dilación era un misterio para los discípulos. De cuánto consuelo sería su presencia para la familia afligida, pensaban. Era bien conocido por los discípulos su intenso afecto hacia esa familia de Betania, y ellos se sorprendían al ver que no respondía a la triste comunicación: "El que amas está enfermo."
Durante aquellos dos días Cristo pareció haberse olvidado del caso; porque no habló de Lázaro. Los discípulos pensaban en Juan el Bautista, precursor de Jesús. Se habían preguntado por qué Jesús, que tenía el poder de realizar milagros admirables, había permitido que Juan languideciera en la cárcel y muriese en forma violenta. Ya que poseía tal poder, ¿por qué no había salvado Jesús la vida de Juan? Esta pregunta la habían hecho con frecuencia los fariseos y la presentaban como un argumento incontestable contra el aserto de Cristo de ser Hijo de Dios. El Salvador había advertido a sus discípulos acerca de las pruebas, pérdidas y persecuciones. ¿Los abandonaría en la prueba? Algunos se preguntaban si no habían estado equivocados acerca de su misión. Todos estaban profundamente perturbados.
Después de aguardar dos días, Jesús dijo a los discípulos: "Vamos a Judea otra vez." Los discípulos se preguntaban por qué, si Jesús iba a ir a Judea, había esperado dos días. Pero lo que más los embargaba era su ansiedad por Cristo y por sí mismos. No podían ver sino peligro en lo que estaba por hacer. "Rabbí --dijeron,-- ahora procuraban los judíos apedrearte, ¿y otra vez vas allá? Respondió Jesús: ¿No tiene el día doce horas?" Estoy bajo la dirección de mi Padre; mientras hago su voluntad, mi vida está segura. Mis doce horas del día no han terminado todavía. Ha empezado el último resto de mi día; pero mientras queda algo, estoy seguro.
"El que anduviere de día --continuó-- no tropieza, porque ve la luz de este mundo." El que hace la voluntad de Dios, que anda en la senda que Dios le ha trazado, no puede tropezar ni caer. La luz del Espíritu guiador de Dios le da una clara percepción de su deber, y le conduce hasta el final de su obra. "Mas el que anduviere de noche, tropieza, porque no hay luz en él." El que anda en la senda que se eligió, donde Dios no le ha llamado, tropezará. Para él, el día se trueca en noche, y dondequiera que esté, no está seguro.
"Dicho esto, díceles después: Lázaro nuestro amigo duerme; mas voy a despertarle del sueño." "Lázaro nuestro amigo duerme." ¡ Cuán conmovedoras son estas palabras ! ¡Cuán llenas de simpatía! Mientras pensaban en el peligro que su Maestro estaba por arrostrar yendo a Jerusalén, los discípulos casi se habían olvidado de la familia enlutada de Betania. Pero no así Cristo. Los discípulos se sintieron reprendidos. Les había sorprendido que Cristo no respondiera más prontamente al mensaje. Habían estado tentados a pensar que él no tenía por Lázaro y sus hermanas el tierno amor que ellos le atribuían y que debiera haberse vuelto rápidamente con el mensajero. Pero las palabras: "Lázaro nuestro amigo duerme," despertaron en ellos los debidos sentimientos. Quedaron convencidos de que Cristo no se había olvidado de sus amigos que sufrían.
"Dijeron entonces sus discípulos: Señor, si duerme, salvo estará. Mas esto decía Jesús de la muerte de él: y ellos pensaron que hablaba del reposar del sueño." Cristo presenta a sus hijos creyentes la muerte como un sueño. Su vida está oculta con Cristo en Dios, y hasta que suene la última trompeta los que mueren dormirán en él.
"Entonces, pues, Jesús les dijo claramente: Lázaro es muerto; y huélgome por vosotros, que yo no haya estado allí, para que creáis: mas vamos a él." Tomás no podía ver para su Maestro otra cosa que la muerte si iba a Judea; pero fortaleció su ánimo y dijo a los otros discípulos: "Vamos también nosotros, para que muramos con él." Conocía el odio que los judíos le tenían a Jesús. Querían lograr su muerte, pero este propósito no había tenido éxito, porque le quedaba todavía una parte del tiempo que se le había concedido. Durante ese tiempo, Jesús gozaba de la custodia de los ángeles celestiales; y aun en las regiones de Judea, donde los rabinos maquinaban cómo apresarle y darle muerte, no podía sucederle mal alguno.
Los discípulos se asombraron de las palabras de Cristo cuando dijo: "Lázaro es muerto; y huélgome . . . que yo no haya estado allí." ¿Habíase mantenido el Salvador alejado por su propia voluntad del hogar de sus amigos que sufrían? Aparentemente había dejado solas a Marta y María, así como al moribundo Lázaro. Pero no estaban solos. Cristo contemplaba toda la escena, y después de la muerte de Lázaro las enlutadas hermanas fueron sostenidas por su gracia. Jesús presenció el pesar de sus corazones desgarrados, mientras su hermano luchaba con su poderoso enemigo la muerte. Sintió los trances de su angustia, y dijo a sus discípulos: "Lázaro es muerto." Pero Cristo no sólo tenía que pensar en aquellos a quienes amaba en Betania; tenía que considerar la educación de sus discípulos. Ellos habían de ser sus representantes ante el mundo, para que la bendición del Padre pudiese abarcar a todos. Por su causa, permitió que Lázaro muriese. Si le hubiese devuelto la salud cuando estaba enfermo, el milagro que llegó a ser la evidencia más positiva de su carácter divino, no se habría realizado.
Si Cristo hubiese estado en la pieza del enfermo, Lázaro no habría muerto; porque Satanás no hubiera tenido poder sobre él. La muerte no podría haber lanzado su dardo contra Lázaro en presencia del Dador de la vida. Por lo tanto, Cristo permaneció lejos. Dejó que el enemigo ejerciese su poder, para luego hacerlo retroceder como enemigo vencido. Permitió que Lázaro pasase bajo el dominio de la muerte; y las hermanas apenadas vieron a su hermano puesto en la tumba. Cristo sabía que mientras mirasen el rostro muerto de su hermano, su fe en el Redentor sería probada severamente. Pero sabía que a causa de la lucha por la cual estaban pasando ahora, su fe resplandecería con fuerza mucho mayor. Permitió todos los dolores y penas que soportaron. Su tardanza no indicaba que las amase menos, pero sabía que para ellas, para Lázaro, para él mismo y para sus discípulos, había de ganarse una victoria. "Por vosotros," "para que creáis." A todos los que tantean para sentir la mano guiadora de Dios, el momento de mayor desaliento es cuando más cerca está la ayuda divina. Mirarán atrás con agradecimiento, a la parte más obscura del camino. "Sabe el Señor librar de tentación a los píos." Salen de toda tentación y prueba con una fe más firme y una experiencia mas rica.
Al demorar en venir a Lázaro, Jesús tenía un propósito de misericordia para con los que no le habían recibido. Tardó, a fin de que al resucitar a Lázaro pudiese dar a su pueblo obstinado e incrédulo, otra evidencia de que él era de veras "la resurrección y la vida." Le costaba renunciar a toda esperanza con respecto a su pueblo, las pobres y extraviadas ovejas de la casa de Israel. Su impenitencia le partía el corazón. En su misericordia, se propuso darles una evidencia más de que era el Restaurador, el único que podía sacar a luz la vida y la inmortalidad. Había de ser una evidencia que los sacerdotes no podrían interpretar mal. Tal fue la razón de su demora en ir a Betania. Este milagro culminante, la resurrección de Lázaro, había de poner el sello de Dios sobre su obra y su pretensión a la divinidad.
En su viaje a Betania, Jesús, de acuerdo con su costumbre, atendió a los enfermos y menesterosos. Al llegar a la aldea, mandó un mensajero a las hermanas para avisarlas de su llegada. Cristo no entró en seguida en la casa, sino que permaneció en un lugar tranquilo al lado del camino. La gran ostentación externa manifestada por los judíos en ocasión de la muerte de un deudo no estaba en armonía con el espíritu de Cristo. Oía los lamentos de los plañidores, y no quería encontrarse con las hermanas en medio de la confusión. Entre los que lloraban estaban los parientes de la familia, algunos de los cuales ocupaban altos puestos de responsabilidad en Jerusalén. Entre ellos se contaban algunos de los más acerbos enemigos de Cristo. El conocía su propósito y por lo tanto no se hizo conocer en seguida.
El mensaje fue dado a Marta con tanta reserva que las otras personas que estaban en la pieza no lo oyeron. Absorta en su pesar, María no oyó las palabras. Levantándose en seguida, Marta salió al encuentro de su Señor, pero pensando que ella había ido al sepulcro donde estaba Lázaro, María permaneció sumida silenciosamente en su pesar.
Marta se apresuró a ir al encuentro de Jesús, con el corazón agitado por encontradas emociones. En el rostro expresivo de él, leyó ella la misma ternura y amor que siempre había habido allí. Su confianza en él no había variado, pero recordaba a su amado hermano a quien Jesús también amaba. Con el pesar que brotaba de su corazón porque Cristo no había venido antes y, sin embargo, con la esperanza de que aun ahora podría hacer algo para consolarlas, dijo: "Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no fuera muerto." Vez tras vez, en medio del tumulto creado por los plañidores, las hermanas habían repetido estas palabras.
Con compasión humana y divina, Jesús miró el rostro entristecido y acongojado de Marta. Esta no tenía deseo de relatar lo sucedido; todo estaba expresado por las palabras patéticas: "Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no fuera muerto." Pero mirando aquel rostro lleno de amor, añadió: "Mas también sé ahora, que todo lo que pidieres de Dios, te dará Dios."
Jesús animó su fe diciendo: "Resucitará tu hermano." Su respuesta no estaba destinada a inspirar esperanza en un cambio inmediato. Dirigía el Señor los pensamientos de Marta más allá de la restauración actual de su hermano, y los fijaba en la resurrección de los justos. Lo hizo para que pudiese ver en la resurrección de Lázaro una garantía de la resurrección de todos los justos y la seguridad de que sucedería por el poder del Salvador.
Marta contestó: "Yo sé que resucitará en la resurrección en el día postrero."
Tratando todavía de dar la verdadera dirección a su fe, Jesús declaró: "Yo soy la resurrección y la vida." En Cristo hay vida original, que no proviene ni deriva de otra. "El que tiene al Hijo, tiene la vida." La divinidad de Cristo es la garantía que el creyente tiene de la vida eterna. "El que cree en mí --dijo Jesús,-- aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees eso?" Cristo miraba hacia adelante, a su segunda venida. Entonces los justos muertos serán resucitados incorruptibles, y los justos vivos serán trasladados al cielo sin ver la muerte. El milagro que Cristo estaba por realizar, al resucitar a Lázaro de los muertos, representaría la resurrección de todos los justos muertos. Por sus palabras y por sus obras, se declaró el Autor de la resurrección. El que iba a morir pronto en la cruz, estaba allí con las llaves de la muerte, vencedor del sepulcro, y aseveraba su derecho y poder para dar vida eterna.
A las palabras del Salvador: "¿Crees esto?" Marta respondió: "Sí, Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo." No comprendía en todo su significado las palabras dichas por Cristo, pero confesó su fe en su divinidad y su confianza de que él podía hacer cuanto le agradase.
"Y esto dicho, fuése, y llamó en secreto a María su hermana, diciendo: El Maestro está aquí y te llama." Dio su mensaje en forma tan queda como le fue posible; porque los sacerdotes y príncipes estaban listos para arrestar a Jesús en cuanto se les ofreciese la oportunidad. Los clamores de las plañideras impidieron que las palabras de Marta fuesen oídas. Al recibir el mensaje, María se levantó apresuradamente y con mirada y rostro anhelantes salió de la pieza. Pensando que iba al sepulcro a llorar, las plañideras la siguieron. Cuando llegó al lugar donde Jesús estaba, se postró a sus pies y dijo con labios temblorosos: "Señor, si hubieras estado aquí, no fuera muerto mi hermano." Los clamores de las plañideras eran dolorosos; y ella anhelaba poder cambiar algunas palabras tranquilas a solas con Jesús. Pero conocía la envidia y los celos que albergaban contra Cristo en su corazón algunos de los presentes, y se limitó a expresar su pesar.
"Jesús entonces, como la vio llorando, y a los judíos que habían venido juntamente con ella llorando, se conmovió en espíritu, y turbóse." Leyó el corazón de todos los presentes. Veía que, en muchos, lo que pasaba como demostración de pesar era tan sólo fingimiento. Sabía que algunos de los del grupo, que manifestaban ahora un pesar hipócrita, estarían antes de mucho maquinando la muerte, no sólo del poderoso taumaturgo, sino del que iba a ser resucitado de los muertos. Cristo podría haberlos despojado de su falso pesar. Pero dominó su justa indignación. No pronunció las palabras que podría haber pronunciado con toda verdad, porque amaba a la que, arrodillada a sus pies con tristeza, creía verdaderamente en él.
"¿Dónde le pusisteis? --preguntó.-- Dícenle: Señor, ven y ve." Juntos se dirigieron a la tumba. Era una escena triste. Lázaro había sido muy querido, y sus hermanas le lloraban con corazones quebrantados, mientras que los que habían sido sus amigos mezclaban sus lágrimas con las de las hermanas enlutadas. A la vista de esta angustia humana, y por el hecho de que los amigos afligidos pudiesen llorar a sus muertos mientras el Salvador del mundo estaba al lado, "lloró Jesús." Aunque era Hijo de Dios, había tomado sobre sí la naturaleza humana y le conmovía el pesar humano. Su corazón compasivo y tierno se conmueve siempre de simpatía hacia los dolientes. Llora con los que lloran y se regocija con los que se regocijan.
No era sólo por su simpatía humana hacia María y Marta por lo que Jesús lloró. En sus lágrimas había un pesar que superaba tanto al pesar humano como los cielos superan a la tierra. Cristo no lloraba por Lázaro, pues iba a sacarle de la tumba. Lloró porque muchos de los que estaban ahora llorando por Lázaro maquinarían pronto la muerte del que era la resurrección y la vida. Pero ¡cuán incapaces eran los judíos de interpretar debidamente sus lágrimas! Algunos que no podían ver como causa de su pesar sino las circunstancias externas de la escena que estaba delante de él, dijeron suavemente: "Mirad cómo le amaba." Otros, tratando de sembrar incredulidad en el corazón de los presentes, decían con irrisión: "¿No podía éste que abrió los ojos al ciego, hacer que éste no muriera?" Si Jesús era capaz de salvar a Lázaro, ¿por qué le dejó morir?
Con ojo profético, Cristo vio la enemistad de los fariseos y saduceos. Sabía que estaban premeditando su muerte. Sabía que algunos de los que ahora manifestaban aparentemente tanta simpatía, no tardarían en cerrarse la puerta de la esperanza y los portales de la ciudad de Dios. Estaba por producirse, en su humillación y crucifixión, una escena que traería como resultado la destrucción de Jerusalén, y en esa ocasión nadie lloraría los muertos. La retribución que iba a caer sobre Jerusalén quedó plenamente retratada delante de él. Vio a Jerusalén rodeada por las legiones romanas. Sabía que muchos de los que estaban llorando a Lázaro morirían en el sitio de la ciudad, y sin esperanza. No lloró Cristo sólo por la escena que tenía delante de sí. Descansaba sobre él el peso de la tristeza de los siglos. Vio los terribles efectos de la transgresión de la ley de Dios. Vio que en la historia del mundo, empezando con la muerte de Abel, había existido sin cesar el conflicto entre lo bueno y lo malo. Mirando a través de los años venideros, vio los sufrimientos y el pesar, las lágrimas y la muerte que habían de ser la suerte de los hombres. Su corazón fue traspasado por el dolor de la familia humana de todos los siglos y de todos los países. Los ayes de la raza pecaminosa pesaban sobre su alma, y la fuente de sus lágrimas estalló mientras anhelaba aliviar toda su angustia.
"Y Jesús, conmoviéndose otra vez en sí mismo, vino al sepulcro." Lázaro había sido puesto en una cueva rocosa, y una piedra maciza había sido puesta frente a la entrada. "Quitad la piedra," dijo Cristo. Pensando que él deseaba tan sólo mirar al muerto, Marta objetó diciendo que el cuerpo había estado sepultado cuatro días y que la corrupción había empezado ya su obra. Esta declaración, hecha antes de la resurrección de Lázaro, no dejó a los enemigos de Cristo lugar para decir que había subterfugio. En lo pasado, los fariseos habían hecho circular falsas declaraciones acerca de las más maravillosas manifestaciones del poder de Dios. Cuando Cristo devolvió la vida a la hija de Jairo, había dicho: "La muchacha no es muerta, mas duerme." Como ella había estado enferma tan sólo un corto tiempo y fue resucitada inmediatamente después de su muerte, los fariseos declararon que la niña no había muerto; que Cristo mismo había dicho que estaba tan sólo dormida. Habían tratado de dar la impresión de que Cristo no podía sanar a los enfermos, que había engaños en sus milagros. Pero en este caso, nadie podía negar que Lázaro había muerto.
Cuando el Señor está por hacer una obra, Satanás induce a alguno a objetar. "Quitad la piedra," dijo Cristo. En cuanto sea posible, preparad el camino para mi obra. Pero la naturaleza positiva y ambiciosa de Marta se manifestó. Ella no quería que el cuerpo ya en descomposición fuese expuesto a las miradas. El corazón humano es tardo para comprender las palabras de Cristo, y la fe de Marta no había asimilado el verdadero significado de su promesa.
Cristo reprendió a Marta, pero sus palabras fueron pronunciadas con la mayor amabilidad. "¿No te he dicho que, si creyeres, verás la gloria de Dios?" ¿Por qué habríais de dudar de mi poder ? ¿Por qué razonar contrariamente a mis requerimientos? Tenéis mi palabra. Si queréis creer, veréis la gloria de Dios. Las imposibilidades naturales no pueden impedir la obra del Omnipotente. El escepticismo y la incredulidad no son humildad. La creencia implícita en la palabra de Cristo es verdadera humildad, verdadera entrega propia.
"Quitad la piedra." Cristo podría haber ordenado a la piedra que se apartase, y habría obedecido a su voz. Podría haber ordenado a los ángeles que estaban a su lado que la sacasen. A su orden, manos invisibles habrían removido la piedra. Pero había de ser sacada por manos humanas. Así Cristo quería mostrar que la humanidad ha de cooperar con la divinidad. No se pide al poder divino que haga lo que el poder humano puede hacer. Dios no hace a un lado la ayuda del hombre. Le fortalece y coopera con él mientras emplea las facultades y capacidades que se le dan. La orden se cumplió. La piedra fue puesta a un lado. Todo fue hecho abierta y deliberadamente. Se dio a todos oportunidad de ver que no había engaño. Allí estaba el cuerpo de Lázaro en su tumba rocosa, frío y silencioso en la muerte. Los clamores de los plañidores se acallan. Sorprendida y expectante, la congregación está alrededor del sepulcro, esperando lo que ha de seguir.
Sereno, Cristo está de pie delante de la tumba. Una solemnidad sagrada descansa sobre todos los presentes. Cristo se acerca aun más al sepulcro y, alzando los ojos al cielo, dice: "Padre, gracias te doy que me has oído." No mucho tiempo antes de esto, los enemigos de Cristo le habían acusado de blasfemia y habían recogido piedras para arrojárselas porque aseveraba ser Hijo de Dios. Le acusaron de realizar milagros por el poder de Satanás. Pero aquí Cristo llama a Dios su Padre y con perfecta confianza declara que es Hijo de Dios.
En todo lo que hacía, Cristo cooperaba con su Padre. Siempre se esmeraba por hacer evidente que no realizaba su obra independientemente; era por la fe y la oración cómo hacía sus milagros. Cristo deseaba que todos conociesen su relación con su Padre. "Padre --dijo,-- gracias te doy que me has oído. Que yo sabía que siempre me oyes; mas por causa de la compañía que está alrededor, lo dije, para que crean que tú me has enviado." En esta ocasión, los discípulos y la gente iban a recibir la evidencia más convincente de la relación que existía entre Cristo y Dios. Se les había de demostrar que el aserto de Cristo no era una mentira.
"Y habiendo dicho estas cosas, clamó a gran voz: Lázaro, ven fuera. "Su voz, clara y penetrante, entra en los oídos del muerto. La divinidad fulgura a través de la humanidad. En su rostro, iluminado por la gloria de Dios, la gente ve la seguridad de su poder. Cada ojo está fijo en la entrada de la cueva. Cada oído está atento al menor sonido. Con interés intenso y doloroso, aguardan todos la prueba de la divinidad de Cristo, la evidencia que ha de comprobar su aserto de que es Hijo de Dios, o extinguir esa esperanza para siempre. Hay agitación en la tumba silenciosa, y el que estaba muerto se pone de pie a la puerta del sepulcro. Sus movimientos son trabados por el sudario en que fuera puesto, y Cristo dice a los espectadores asombrados: "Desatadle, y dejadle ir." Vuelve a serles demostrado que el obrero humano ha de cooperar con Dios. La humanidad ha de trabajar por la humanidad. Lázaro queda libre, y está de pie ante la congregación, no demacrado por la enfermedad, ni con miembros débiles y temblorosos, sino como un hombre en la flor de la vida, provisto de una noble virilidad. Sus ojos brillan de inteligencia y de amor por su Salvador. Se arroja a los pies de Jesús para adorarle.
Los espectadores quedan al principio mudos de asombro. Luego sigue una inefable escena de regocijo y agradecimiento. Las hermanas reciben a su hermano vuelto a la vida como el don de Dios, y con lágrimas de gozo expresan en forma entrecortada su agradecimiento al Salvador. Y mientras el hermano, las hermanas y los amigos se regocijan en esta reunión, Jesús se retira de la escena. Cuando buscan al Dador de la vida, no le pueden hallar.














martes, 26 de abril de 2016

UNA COSA TE FALTA



"Y saliendo él para ir su camino, vino uno corriendo, e hincando la rodilla delante de él, le preguntó: Maestro bueno, ¿qué haré para poseer la vida eterna?"
El joven que hizo esta pregunta era uno de los gobernantes. Tenía grandes posesiones y ocupaba un cargo de responsabilidad. Había visto el amor que Cristo manifestara hacia los niños que le trajeran; cuán tiernamente los recibiera y alzara en sus brazos, y su corazón ardía de amor por el Salvador. Sentía deseo de ser su discípulo. Se había conmovido tan profundamente que mientras Cristo iba por su camino, corrió tras él y arrodillándose a sus pies, le hizo con sinceridad y fervor esa pregunta de suma importancia para su alma y la de todo ser humano: "Maestro bueno, ¿qué haré para poseer la vida eterna?" "¿Por qué me llamas bueno? --dijo Cristo.-- Ninguno es bueno sino uno, es a saber, Dios." Jesús deseaba probar la sinceridad del joven, y conseguir que expresara la manera en que lo consideraba bueno. ¿Se daba cuenta de que Aquel a quien hablaba era el Hijo de Dios? ¿Cuál era el verdadero sentimiento de su corazón?
Este príncipe tenía en alta estima su propia justicia. No suponía, en realidad, que fuese deficiente en algo, pero no estaba completamente satisfecho. Sentía la necesidad de algo que no poseía. ¿Podría Jesús bendecirle como había bendecido a los niñitos y satisfacer la necesidad de su alma?
En respuesta a su pregunta, Jesús le dijo que la obediencia a los mandamientos de Dios era necesaria si quería obtener la vida eterna; y citó varios de los mandamientos que muestran el deber del hombre para con sus semejantes. La respuesta del príncipe fue positiva: "Todo esto guardé desde mi juventud: ¿qué más me falta?"
Cristo miró al rostro del joven como si leyera su vida y escudriñara su carácter. Le amaba y anhelaba darle la paz, la gracia y el gozo que cambiarían materialmente su carácter. "Una cosa te falta --le dijo:-- ve, vende todo lo que tienes, y da a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme, tomando tu cruz."
Cristo se sentía atraído a este joven. Sabía que era sincero en su aserto: "Todo esto guardé desde mi juventud." El Redentor anhelaba crear en él un discernimiento que le habilitara para ver la necesidad de una devoción nacida del corazón y de la bondad cristiana. Anhelaba ver en él un corazón humilde y contrito, que, consciente del amor supremo que ha de dedicarse a Dios, ocultara su falta en la perfección de Cristo.
Jesús vio en este príncipe precisamente la persona cuya ayuda necesitaba si el joven quería llegar a ser colaborador con él en la obra de la salvación. Con tal que quisiera ponerse bajo la dirección de Cristo, sería un poder para el bien. En un grado notable, el príncipe podría haber representado a Cristo; porque poseía cualidades que, si se unía con el Salvador, le habilitarían para llegar a ser una fuerza divina entre los hombres. Cristo, leyendo su carácter, le amó. El amor hacia Cristo estaba despertándose en el corazón del príncipe; porque el amor engendra amor. Jesús anhelaba verle colaborar con él. Anhelaba hacerle como él, un espejo en el cual se reflejase la semejanza de Dios.
Anhelaba desarrollar la excelencia de su carácter, y santificarle para uso del Maestro. Si el príncipe se hubiese entregado a Cristo, habría crecido en la atmósfera de su presencia. Si hubiese hecho esa elección, cuán diferente hubiera sido su futuro.
"Una cosa te falta," dijo Jesús. "Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme." Cristo leyó el corazón del príncipe. Una sola cosa le faltaba, pero ésta era un principio vital. Necesitaba el amor de Dios en el alma. Esta sola falta, si no era suplida, le resultaría fatal; corrompería toda su naturaleza. Tolerándola, el egoísmo se fortalecería. A fin de que pudiese recibir el amor de Dios, debía renunciar a su supremo amor a sí mismo.
Cristo dio a este hombre una prueba. Le invitó a elegir entre el tesoro celestial y la grandeza mundanal. El tesoro celestial le era asegurado si quería seguir a Cristo. Pero debía renunciar al yo; debía confiar su voluntad al dominio de Cristo. La santidad misma de Dios le fue ofrecida al joven príncipe. Tuvo el privilegio de llegar a ser hijo de Dios y coheredero con Cristo del tesoro celestial. Pero debía tomar la cruz y seguir al Salvador con verdadera abnegación.
Las palabras de Cristo fueron en verdad para el príncipe la invitación: "Escogeos hoy a quién sirváis.' Le fue dejada a él la decisión. Jesús anhelaba que se convirtiera. Le había mostrado la llaga de su carácter, y con profundo interés vigilaba el resultado mientras el joven pesaba la cuestión. Si decidía seguir a Cristo, debía obedecer sus palabras en todo. Debía apartarse de sus proyectos ambiciosos. Con qué anhelo ferviente, con qué ansia del alma, miró el Salvador al joven, esperando que cediese a la invitación del Espíritu de Dios.
Cristo presentó las únicas condiciones que pondrían al príncipe donde desarrollaría un carácter cristiano. Sus palabras eran palabras de sabiduría, aunque parecían severas y exigentes. En su aceptación y obediencia estaba la única esperanza de salvación del príncipe. Su posición exaltada y sus bienes ejercían sobre su carácter una sutil influencia para el mal. Si los prefiriese, suplantarían a Dios en sus afectos. El guardar poco o mucho sin entregarlo a Dios sería retener aquello que reduciría su fuerza moral y eficiencia; porque si se aprecian las cosas de este mundo, por inciertas e indignas que sean, llegan a absorberlo todo.
El príncipe discernió prestamente todo lo que entrañaban las palabras de Cristo, y se entristeció. Si hubiese comprendido el valor del don ofrecido, se habría alistado prestamente como uno de los discípulos de Cristo. Era miembro del honorable concilio de los judíos, y Satanás le estaba tentando con lisonjeras perspectivas de lo futuro. Quería el tesoro celestial, pero también quería las ventajas temporales que sus riquezas le proporcionarían. Lamentaba que existiesen tales condiciones; deseaba la vida eterna, pero no estaba dispuesto a hacer el sacrificio necesario. El costo de la vida eterna le parecía demasiado grande, y se fue triste "porque tenía muchas posesiones.
Su aserto de que había guardado la ley de Dios era falso. Demostró que las riquezas eran su ídolo. No podía guardar los mandamientos de Dios mientras el mundo ocupaba el primer lugar en sus afectos. Amaba los dones de Dios más que al Dador. Cristo había ofrecido su comunión al joven. "Sígueme," le dijo. El Salvador no significaba tanto para él como sus bienes o su propia fama entre los hombres. Renunciar al visible tesoro terrenal por el invisible y celestial era un riesgo demasiado grande. Rechazó el ofrecimiento de la vida eterna y se fue, y desde entonces el mundo había de recibir su culto.
Millares están pasando por esta prueba y pesan a Cristo contra el mundo; y muchos eligen el mundo. Como el joven príncipe, se apartan del Salvador diciendo en su corazón: No quiero que este hombre me dirija. Se nos presenta el trato de Cristo con el joven como una lección objetiva. Dios nos dio la regla de conducta que debe seguir cada uno de sus siervos. Es la obediencia a su ley, no sólo una obediencia legal, sino una obediencia que penetra en la vida y se ejemplifica en el carácter. Dios fijó su propia norma de carácter para todos los que quieren llegar a ser súbditos de su reino. Únicamente aquellos que lleguen a ser colaboradores con Cristo, únicamente aquellos que digan: Señor, todo lo que tengo y soy te pertenece, serán reconocidos como hijos e hijas de Dios. Todos deben considerar lo que significa desear el cielo, y sin embargo apartarse de él por causa de las condiciones impuestas. Pensemos en lo que significa decir no a Cristo. El príncipe dijo: No, yo no puedo darte todo. ¿Decimos nosotros lo mismo? El Salvador ofrece compartir con nosotros la obra que Dios nos ha dado. Nos ofrece emplear los recursos que Dios nos ha dado, para llevar a cabo su obra en el mundo. Únicamente así puede salvarnos.
Los bienes del príncipe le habían sido confiados para que se demostrase fiel mayordomo; tenía que administrar estos bienes para beneficio de los menesterosos. También ahora confía Dios recursos a los hombres, así como talentos y oportunidades, a fin de que sean sus agentes para ayudar a los pobres y dolientes. El que emplea como Dios quiere los bienes que le han sido confiados llega a ser colaborador con el Salvador; Gana almas para Cristo, porque es representante de su carácter.
A los que, como el joven príncipe, ocupan altos puestos de confianza y tienen grandes posesiones, puede parecer un sacrificio demasiado grande el renunciar a todo a fin de seguir a Cristo. Pero ésta es la regla de conducta para todos los que quieran llegar a ser sus discípulos. No puede aceptarse algo que sea menos que la obediencia. La entrega del yo es la substancia de las enseñanzas de Cristo. Con frecuencia es presentada y ordenada en un lenguaje que parece autoritario porque no hay otra manera de salvar al hombre que separándolo de aquellas cosas que, si las conservase, desmoralizarían todo el ser.
Cuando los discípulos de Cristo devuelven lo suyo al Señor, acumulan tesoros que se les darán cuando oigan las palabras: "Bien, buen siervo y fiel; . . . entra en el gozo de tu señor." "El cual, habiéndole sido propuesto gozo, sufrió la cruz, menospreciando la vergüenza, y sentóse a la diestra del trono de Dios." El gozo de ver almas redimidas, almas eternamente salvadas, es la recompensa de todos aquellos que ponen los pies en las pisadas de Aquel que dijo: "Sígueme."