El destino del Mundo

Dios creó nuestra historia y a ÉL nos debemos

martes, 5 de abril de 2016

Los Primeros Evangelistas

Los apóstoles  eran miembros de la familia de Jesús y le habían acompañado mientras viajaba pie por Galilea. Habían compartido con él los trabajos y penurias que le habían tocado. Habían escuchado sus discursos, habían andado y hablado con el Hijo de Dios, y de su instrucción diaria habían aprendido a trabajar para la elevación de la humanidad. Mientras Jesús ministraba a las vastas muchedumbres que se congregaban en derredor de él, sus discípulos le acompañaban, ávidos de hacer cuanto les pidiera y de aliviar su labor. Ayudaban a ordenar a la gente, traían a los afligidos al Salvador y procuraban la comodidad de todos. Estaban alerta para discernir a los oyentes interesados, les explicaban las Escrituras y de diversas maneras trabajaban para su beneficio espiritual. Enseñaban lo que habían aprendido de Jesús y obtenían cada día una rica experiencia. Pero necesitaban también aprender a trabajar solos. Les faltaba todavía mucha instrucción, gran paciencia y ternura. Ahora, mientras él estaba personalmente con ellos para señalarles sus errores, aconsejarlos y corregirlos, el Salvador los mandó como representantes suyos.
Mientras habían estado con él, los discípulos se habían sentido con frecuencia perplejos a causa de las enseñanzas de los sacerdotes y fariseos, pero habían llevado sus perplejidades a Jesús. El les había presentado las verdades de la Escritura en contraste con la tradición. Así había fortalecido su confianza en la Palabra de Dios, y en gran medida los había libertado del temor de los rabinos y de su servidumbre a la tradición. En la educación de los discípulos, el ejemplo de la vida del Salvador era mucho más eficaz que la simple instrucción doctrinaria. Cuando estuvieran separados de su Maestro, recordarían cada una de sus miradas, su tono y sus palabras. Con frecuencia, mientras estuvieran en conflicto con los enemigos del Evangelio, repetirían sus palabras, y al ver su efecto sobre la gente, se regocijarían mucho.
Llamando a los doce en derredor de sí, Jesús les ordenó que fueran de dos en dos por los pueblos y aldeas. Ninguno fue enviado solo, sino que el hermano iba asociado con el hermano, el amigo con el amigo. Así podían ayudarse y animarse mutuamente, consultando y orando juntos, supliendo cada uno la debilidad del otro. De la misma manera, envió más tarde a los setenta. Era el propósito del Salvador que los mensajeros del Evangelio se asociaran de esta manera. En nuestro propio tiempo la obra de evangelización tendría mucho más éxito si se siguiera fielmente este ejemplo.
El mensaje de los discípulos era el mismo que el de Juan el Bautista y el de Cristo mismo: "El reino de los cielos se ha acercado." No debían entrar en controversia con la gente acerca de si Jesús de Nazaret era el Mesías; sino que en su nombre debían hacer las mismas obras de misericordia que él había hecho. Les ordenó: "Sanad enfermos, limpiad leprosos, resucitad muertos, echad fuera demonios: de gracia recibisteis, dad de gracia."
Durante su ministerio, Jesús dedicó más tiempo a sanar a los enfermos que a predicar. Sus milagros atestiguaban la verdad de sus palabras de que no había venido para destruir, sino para salvar. Su justicia iba delante de él y la gloria del Señor era su retaguardia. Dondequiera que fuera, le precedían las nuevas de su misericordia. Donde había pasado, los objetos de su compasión se regocijaban en su salud y en el ejercicio de sus facultades recobradas. Se congregaban muchedumbres en derredor de ellos, para oír de sus labios las obras que el Señor había hecho. Su voz era el primer sonido que muchos habían oído, su nombre la primera palabra que hubiesen pronunciado, su rostro el primero que hubiesen mirado. ¿Por qué no habrían de amar a Jesús y cantar sus alabanzas? Mientras él pasaba por los pueblos y ciudades, era como una corriente vital que difundía vida y gozo por dondequiera que fuera.
Los seguidores de Cristo han de trabajar como él obró. Hemos de alimentar a los hambrientos, vestir a los desnudos y consolar a los dolientes y afligidos. Hemos de ministrar a los que desesperan e inspirar esperanza a los descorazonados. Y para nosotros se cumplirá también la promesa: "Irá tu justicia delante de ti, y la gloria de Jehová será tu retaguardia.' (Isaías 58:8) El amor de Cristo, manifestado en un ministerio abnegado, será más eficaz para reformar al que yerra que la espada o el tribunal. Estas cosas son necesarias para infundir terror al violador de la ley, pero el amante misionero puede hacer más que esto. Con frecuencia, el corazón se endurecerá bajo la reprensión; pero se enternecerá bajo el amor de Cristo. El misionero puede no sólo aliviar las enfermedades físicas, sino que puede conducir al pecador al gran Médico, quien es capaz de limpiar el alma de la lepra del pecado. Por medio de sus siervos, Dios quiere que los enfermos, los infortunados, los poseídos de espíritus malos, oigan su voz. Mediante sus agentes humanos, desea ser un "Consolador" cuyo igual el mundo no conoce.

 En su primera jira misionera, los discípulos debían ir solamente a "las ovejas perdidas de la casa de Israel." Si entonces hubiesen predicado el Evangelio a los gentiles o a los samaritanos, habrían perdido su influencia sobre los judíos. Excitando el prejuicio de los fariseos, se habrían metido en una controversia que los habría desanimado en el mismo comienzo de sus labores. Aun los apóstoles fueron lentos en comprender que el Evangelio debía darse a todas las naciones. Mientras ellos mismos no comprendieron esta verdad, no estuvieron preparados para trabajar por los gentiles. Si los judíos querían recibir el Evangelio, Dios se proponía hacerlos sus mensajeros a los gentiles. Por lo tanto, eran los primeros que debían oír el mensaje.







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