«Ustedes son la luz del mundo. Una ciudad en lo alto de una colina no puede esconderse». Mateo 5: 14, NVI
DURANTE LOS SIGLOS de tinieblas espirituales, la iglesia de Dios ha sido como una ciudad asentada en un monte. De siglo en siglo, a través de las generaciones sucesivas, las doctrinas puras del cielo se han desarrollado dentro de ella. Por débil e imperfecta que parezca, la iglesia es el objeto al cual Dios dedica en un sentido especial su suprema consideración. Es el escenario de su gracia, en el cual se deleita en revelar su poder para transformar los corazones.
«¿A qué compararemos el reino de Dios? —preguntó Cristo— ¿Qué parábola nos servirá para representarlo?» (Mar. 4: 30). Él no podía emplear los reinos del mundo como símil. No podía hallar en la sociedad nada con que compararlo. Los reinos terrenales son regidos por el ascendiente del poder físico; pero del reino de Cristo está excluida toda arma carnal, todo instrumento de coerción. Este reino está destinado a elevar y ennoblecer a la humanidad. La iglesia de Dios es el palacio de la vida santa, lleno de variados dones, y dotado del Espíritu Santo. Los miembros han de hallar su felicidad en la felicidad de aquellos a quienes ayudan y benefician.
La obra que el Señor le ha encargado a su iglesia es maravillosa, a fin de que su nombre sea glorificado. Se da un cuadro de esta obra en la visión de Ezequiel del río de la salud: «Estas aguas salen a la región del oriente, descienden al Arabá y entran en el mar. Y al entrar en el mar, las aguas son saneadas. Todo ser viviente que nade por dondequiera que entren estos dos ríos, vivirá. […] Y junto al río, en la ribera, a uno y otro lado, crecerá toda clase de árboles frutales; sus hojas nunca caerán ni faltará su fruto. A su tiempo madurará, porque sus aguas salen del santuario. Su fruto será para alimento y su hoja para medicina». (Eze. 47: 8-12). […]
Mediante la integridad de José la vida de todo Egipto fue preservada. Mediante Daniel Dios salvó la vida de todos los sabios de Babilonia. Y esas liberaciones son lecciones objetivas; ilustran las bendiciones espirituales ofrecidas al mundo mediante la relación con el Dios a quien José y Daniel adoraban. Todo aquel en cuyo corazón habite Cristo, todo aquel que quiera revelar su amor al mundo, es colaborador con Dios para la bendición de la humanidad. Cuando recibe gracia del Salvador para impartir a otros, de todo su ser fluye la marea de vida espiritual.ç
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