Pueden enseñarse en la familia y en la escuela preciosas lecciones deducidas de la obra de la siembra y de la forma en que la
planta se desarrolla de una semilla. Aprendan los niños y los jóvenes
a reconocer en las cosas naturales la obra de los agentes divinos,
y serán capaces de posesionarse por la fe de beneficios invisibles.
Cuando lleguen a entender la obra maravillosa que Dios hace para
suplir las necesidades de su gran familia, y cómo hemos de cooperar
con él, tendrán más fe en Dios, y se darán cuenta mejor de su poder
manifestado en su propia vida diaria.
Dios creó la semilla, como creó la tierra, mediante su palabra.
Por su palabra él le dio el poder de crecer y multiplicarse. Dijo:
“Produzca la tierra hierba verde, hierba que dé simiente; árbol de
fruto que dé fruto según su género, que su simiente esté en él, sobre
la tierra: y fue así... Y vio Dios que era bueno”. Es esa palabra la
que todavía hace que brote la semilla. Toda semilla que hace subir
su verde espiga a la luz del sol, declara el milagroso poder de esa
palabra pronunciada por Aquel que “dijo, y fue hecho”, que “mandó,
y existió” Cristo enseñó a sus discípulos a orar: “Danos hoy nuestro pan
cotidiano”. Y señalando las flores, él les dio la seguridad: “Y si la
hierba del campo... Dios la viste así, ¿no hará mucho más a vosotros?”
Cristo está constantemente trabajando para contestar esta oración y para cumplir esta promesa. Hay un poder invisible que
está continuamente obrando como siervo del hombre para alimentarlo y vestirlo. Nuestro Señor emplea muchos agentes para hacer
de la semilla, aparentemente tirada, una planta viva. Y él suple en
la debida proporción todo lo que se necesita para perfeccionar la
cosecha. He ahí las hermosas palabras del salmista:
“Visitas la tierra, y la riegas;
en gran manera la enriqueces
con el río de Dios, lleno de aguas.
Preparas el grano de ellos,
cuando así la dispones.
Haces se empapen sus surcos,
haces descender sus canales: ablándasla con lluvias,
bendices sus renuevos.
Tú coronas el año de tus bienes;
y tus nubes destilan grosura”.
El mundo material se halla bajo el dominio de Dios. Las leyes
de la naturaleza son obedecidas por la naturaleza. Todo expresa y
obra la voluntad del Creador. La nube y la luz del sol, el rocío y la
lluvia, el viento y la tormenta, todo se halla bajo la vigilancia divina,
y rinde implícita obediencia a su mandato. Es en obediencia a la ley
de Dios como el tallo del grano sube a través de la tierra, “primero
hierba, luego espiga, después grano lleno en la espiga”. El Señor
desarrolla estas etapas a su debido tiempo porque no se oponen a
su obra. ¿Y será posible que el hombre, hecho a la imagen de Dios, dotado del raciocinio y del habla, sea el único que no aprecie sus
dones y desobedezca su voluntad? ¿Serán los seres racionales los
únicos que causen confusión en nuestro mundo?
En todas las cosas que tienden al sostén del hombre, se nota la
concurrencia del esfuerzo divino y del humano. No puede haber
cosecha a menos que la mano humana haga su parte en la siembra
de la semilla. Pero sin los agentes que Dios provee al dar el sol
y la lluvia, el rocío y las nubes, no habría crecimiento. Tal ocurre
en la prosecución de todo negocio, en todo ramo de estudio y en
toda ciencia. Y así ocurre también en las cosas espirituales, en la
formación del carácter, y en todo ramo de la obra cristiana.
Tenemos
una parte que cumplir, pero debemos tener el poder de la Divinidad
para unirlo con el nuestro, o nuestros esfuerzos serán vanos.
Cuando quiera que el hombre alcanza algo, sea en lo espiritual o
en lo temporal, debe recordar que lo hace por medio de la cooperación con su Hacedor. Necesitamos grandemente comprender nuestra
dependencia de Dios. Se confía demasiado en los hombres, y en las
invenciones humanas. Hay muy poca confianza en el poder que Dios
Cómo instruir y guardar a los hijos está listo para dar. “Coadjutores somos de Dios”. Inmensamente
inferior es la parte que lleva a cabo el agente humano; pero si está
unido con la divinidad de Cristo, puede hacer todas las cosas por
medio de la fuerza que él imparte.
El desarrollo gradual de la planta, desde la semilla, es una lección
objetiva en la crianza del niño.
Hay “primero hierba, luego espiga, después grano lleno en la
espiga”. Aquel que dio esta parábola creó la semillita, le dio sus
propiedades vitales, y ordenó las leyes que rigen su crecimiento. Y
las verdades que enseña la parábola se convirtieron en una viviente realidad en la vida de Cristo. Tanto en su naturaleza física como en
la espiritual él siguió el orden divino del crecimiento ilustrado por
la planta, así como desea que todos los jóvenes lo hagan. Aunque
era la Majestad del cielo, el Rey de la gloria, nació como un niño
en Belén, y durante un tiempo representó a la infancia desvalida
mientras su madre lo cuidaba. En la niñez hizo las obras de un niño
obediente. Habló y actuó con la sabiduría de un niño y no con la
de un hombre, honrando a sus padres y cumpliendo sus deseos en
formas útiles, de acuerdo con la capacidad de un niño. Pero en cada
etapa de su desarrollo era perfecto, con la sencilla y natural gracia
de una vida exenta de pecado.
El registro sagrado dice de su niñez:
“El niño crecía, y fortalecíase, y se henchía de sabiduría, y la gracia
de Dios era sobre él”. Y de su juventud se registra: “Jesús crecía en
sabiduría, y en edad, y en gracia para con Dios y los hombres”Aquí se sugiere la obra de los padres y los maestros. Deben
procurar cultivar las tendencias de la juventud para que en cada
etapa de su vida puedan representar la belleza natural propia de
aquel período, desarrollándose naturalmente como las plantas en el
jardín.
Los niños exentos de afectación y que actúan con naturalidad
son los más atractivos. No es prudente darles atención especial, y
repetir delante de ellos sus agudezas. No se debe estimular la vanidad alabando su apariencia, sus palabras o sus acciones. Ni deben
vestirse de manera costosa y llamativa. Esto aumenta el orgullo en
ellos y despierta la envidia en el corazón de sus compañeros.
Debe cultivarse en los pequeños la sencillez de la niñez. Debe
enseñárseles a estar contentos con los pequeños deberes útiles, y el
placer y los incidentes propios de sus años. La niñez corresponde a
la hierba de la parábola, y la hierba tiene una belleza peculiarmente
suya. No se debe forzar a los niños a una madurez precoz, sino que debe retenerse tanto tiempo como sea posible la frescura y la gracia
de sus primeros años.
Los niñitos pueden llegar a ser cristianos aunque tengan una
experiencia proporcionada a sus años. Esto es todo lo que Dios
espera de ellos. Deben ser educados en las cosas espirituales; y
los padres deben darles toda la oportunidad que puedan para la
formación de su carácter a semejanza del de Cristo.