El destino del Mundo

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sábado, 22 de abril de 2017

Persecuciones Papales

La persecución contra los Valdenses 

En Francia Habiendo el papado introducido varias innovaciones en la Iglesia, y habiendo cubierto al mundo cristiano con tinieblas y superstición, unos pocos, dándose cuenta clara de la tendencia perniciosa de tales errores, decidieron exhibir la luz del Evangelio en su verdadera pureza, y dispersar aquellas nubes que unos astutos sacerdotes habían extendido sobre él, a fin de cegar al pueblo y oscurecer su verdadero resplandor. El principal entre estos fue Berengario, que, alrededor del año 1000, predicó denodadamente las verdades del Evangelio, según su primitiva pureza. Muchos, convencidos, asintieron a su doctrina, y fueron, por ello, llamados berenganos. Berengario fue sucedido por Pedro Bruis, que predicó en Toulouse, bajo la protección de un conde llamado Ildefonso; todos los puntos de los reformadores, con sus razones para separarse de la Iglesia de Roma, fueron publicados en un libro escrito por Bruis, bajo el título de ANTICRISTO. Para el año 1140 de Cristo, el número de reformados era muy grande, y la probabilidad de su crecimiento alarmó al papa, que escribió a varios príncipes para que los desterraran de sus dominios, y que emplearan a muchos eruditos para que escribieran contra sus doctrinas. En el 1147 d.C. eran llamados Henericianos, debido a Enrique de Toulouse, considerado como su más eminente predicador, y debido a que no admitían ninguna prueba de religión más que las que se pudieran deducir de las mismas Escrituras, el partido papista les dio el nombre de apostólicos. Al final, Pedro Waldo, o Valdo, natural de Lyon, eminente por su piedad y erudición, devino un enérgico oponente del papado; y desde aquel entonces, los reformados recibieron la apelación de Valdenses. El Papa Alejandro III, informado de estos sucesos por el obispo de Lyon, excomulgó a Waldo y a sus seguidores, y ordenó al obispo que los exterminara, si era posible, de sobre la faz de la tierra; así comenzaron las persecuciones papales contra los Valdenses. Las actividades de Valdo y de los reformados suscitaron la primera aparición de los inquisidores, porque el Papa Inocente III autorizó a ciertos monjes como inquisidores, para que hicieran inquisición de y entregaran a los reformados al brazo secular. El proceso era breve, por cuanto una acusación era considerada como prueba de culpa, y nunca se concedió un juicio justo a los acusados. El Papa, dándose cuenta de que estos crueles medios no surtían el efecto deseado, envió a varios eruditos monjes a predicar entre los Valdenses, y a tratar de convencerlos de lo erróneo de sus opiniones. Entre estos monjes había uno llamado Domingo, que se mostró muy celoso por la causa del papado. Este Domingo instituyó una orden, que fue llamada por su nombre, la orden de los frailes dominicos; y los miembros de esta orden han sido desde entonces los principales inquisidores en las varias inquisiciones del mundo. El poder de los inquisidores era ¡limitado. Procedían en contra de quien querían, sin consideración de edad, sexo o rango. Por infames que fueran los acusadores, la acusación era considerada válida-, incluso cuando recibían informaciones anónimas, enviadas por carta, las consideraban como evidencia suficiente. Ser rico era un crimen _igual a la herejía-, por ello, muchos que tenían dinero eran acusados de herejes, o de ser protectores de herejes, para poder obligarlos a pagar por sus opiniones. Los más queridos amigos, los parientes más próximos, no podían servir sin peligro a nadie que estuviera encarcelado debido a cuestiones religiosas. Llevarles algo de paja a los encerrados, o darles un vaso de agua, caía bajo la consideración de favorecer a los herejes, y eran por ello mismo perseguidos. Ningún abogado osaba defender a su propio hermano, y la malicia de los perseguidores incluso llegaba más allá de la tumba; se exhumaban los huesos de los ya muertos, y eran quemados, como ejemplo para los vivos. Si alguien era acusado en su lecho de muerte de ser seguidor de Waldo, sus posesiones quedaban confiscadas, y el heredero quedaba privado de su herencia; y algunos fueron enviados a Tierra Santa, mientras que los dominicanos se apoderaban de sus casas y propiedades, y, cuando los dueños volvían, a menudo pretendían no conocerlos. Estas persecuciones persistieron durante varios siglos bajo diferentes Papas y otros grandes dignatarios de la Iglesia Católica.


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