El destino del Mundo

Dios creó nuestra historia y a ÉL nos debemos

jueves, 14 de enero de 2016

LOS MANDAMIENTOS DE DIOS

EL PRIMER MANDAMIENTO
“No tendrás dioses ajenos delante de mí”.
En este primer mandamiento Jehová, el eterno, el que posee existencia propia, el no creado, el que es la fuente de todo y el que lo sustenta todo, es el único que tiene derecho a la veneración y adoración supremas. Se prohibe al hombre dar a cualquier otro objeto el primer lugar en sus afectos o en su servicio. Cualquier cosa que nos atraiga y que tienda a disminuir nuestro amor a Dios, o que impida que le rindamos el debido servicio es para nosotros un dios.
EL SEGUNDO MANDAMIENTO
“No tendrás dioses ajenos delante de mí. No te harás imagen ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas ni las honrarás”.
Este segundo mandamiento prohibe adorar al verdadero Dios mediante imágenes o figuras. Muchas naciones paganas aseveraban que sus imágenes no eran más que figuras o símbolos mediante los cuales adoraban a la Deidad; pero Dios declaró que tal culto es un pecado. El tratar de representar al Eterno mediante objetos materiales degrada el concepto que el hombre tiene de Dios. La mente, apartada de la infinita perfección de Jehová, es atraída hacia la criatura más bien que hacia el Creador, y el hombre se degrada a sí mismo en la medida en que rebaja su concepto de Dios.
“Yo soy Jehová, tu Dios, fuerte, celoso”. 
La relación estrecha y sagrada de Dios con su pueblo se representa mediante el símbolo del matrimonio. Puesto que la idolatría es adulterio espiritual, el desagrado de Dios bien puede llamarse celos.
“Que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen”. 
Es inevitable que los hijos sufran las consecuencias de la maldad de sus padres, pero no son castigados por la culpa de sus padres, a no ser que participen de los pecados de estos. Sin embargo, generalmente los hijos siguen los pasos de sus padres. Por la herencia y por el ejemplo, los hijos llegan a ser participantes de los pecados de sus progenitores. Las malas inclinaciones, el apetito pervertido, la moralidad depravada, además de las enfermedades y la degeneración física, se transmiten como un legado de padres a hijos, hasta la tercera y cuarta generación. Esta terrible verdad debiera tener un poder solemne para impedir que los hombres sigan una conducta pecaminosa.
“Y hago misericordia por millares a los que me aman y guardan mis mandamientos”. 
El segundo mandamiento, al prohibir la adoración de falsos dioses, demanda que se adore al Dios verdadero. Y a los que son fieles en servir al Señor se les promete misericordia, no solo hasta la tercera y cuarta generación, que es el tiempo que su ira amenaza a los que le odian, sino hasta la milésima generación.
EL TERCER MANDAMIENTO
“No tomarás el nombre de Jehová, tu Dios, en vano, porque no dará por inocente Jehová al que tome su nombre en vano”.
Este mandamiento no solo prohibe el jurar en falso y las blasfemias tan comunes, sino también el uso del nombre de Dios de una manera frívola o descuidada, sin considerar su tremendo significado. Deshonramos a Dios cuando mencionamos su nombre en la conversación ordinaria, cuando apelamos a él por asuntos triviales, cuando repetimos su nombre con frecuencia y sin reflexión. “Santo y terrible es su nombre” (Salmos 111:9). Todos deben meditar en su majestad, su pureza, y su santidad, para que el corazón comprenda su exaltado carácter; y su santo nombre se pronuncie con respeto y solemnidad.
EL CUARTO MANDAMIENTO
“Acuérdate del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás toda tu obra, pero el séptimo día es de reposo para Jehová, tu Dios; no hagas en él obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu criada, ni tu bestia, ni el extranjero que está dentro de tus puertas, porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar, y todas las cosas que en ellos hay, y reposó en el séptimo día; por tanto, Jehová bendijo el sábado y lo santificó”.
El cuarto mandamiento no presenta el sábado como una institución nueva, sino como establecido en el tiempo de la creación del mundo. Hay que recordar y observar el sábado como monumento de la obra del Creador. Al señalar a Dios como el Creador de los cielos y de la tierra, el sábado distingue al verdadero Dios de todos los falsos dioses. Todos los que guardan el séptimo día demuestran al hacerlo que son adoradores de Jehová. Así el sábado será la señal de lealtad del hombre hacia Dios mientras exista en la tierra un pueblo que le sirva.
El cuarto mandamiento es, entre todos los diez, el único que contiene tanto el nombre como el título del Legislador. Es el único que establece por autoridad de quién se dio la ley. Así, contiene el sello de Dios, puesto en su ley como prueba de su autenticidad y de su vigencia.
Dios ha dado a los hombres seis días para trabajar, y requiere que su trabajo sea hecho durante esos seis días laborables. En el sábado pueden hacerse las obras absolutamente necesarias y las de misericordia. A los enfermos y dolientes hay que cuidarlos todos los días, pero se ha de evitar rigurosamente toda labor innecesaria. “Si retraes del sábado tu pie, de hacer tu voluntad en mi día santo, y lo llamas “delicia”, “santo”, “glorioso de Jehová”, y lo veneras, no andando en tus propios caminos ni buscando tu voluntad ni hablando tus propias palabras” (Isaías 58:13). No acaba aquí la prohibición. “Ni hablando tus palabras”, dice el profeta.
Los que durante el sábado hablan de negocios o hacen proyectos, son considerados por Dios como si realmente realizaran transacciones comerciales. Para santificar el sábado, no debemos siquiera permitir que nuestros pensamientos se detengan en cosas de carácter mundanal. Y el mandamiento incluye a todos los que están dentro de nuestras puertas. Los habitantes de la casa deben dejar sus negocios terrenales durante las horas sagradas. Todos deben estar unidos para honrar a Dios y servirle voluntariamente en su santo día.
EL QUINTO MANDAMIENTO
“Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová, tu Dios, te da” (Éxodo 20:12).
Este quinto mandamiento sostiene que se debe a los padres mayor grado de amor y respeto que a ninguna otra persona. Dios mismo, que les impuso la responsabilidad de guiar las almas puestas bajo su cuidado, ordenó que durante los primeros años de la vida, los padres estén en lugar de Dios respecto a sus hijos. El que desecha la legítima autoridad de sus padres, desecha la autoridad de Dios. El quinto mandamiento no solamente requiere que los hijos sean respetuosos, sumisos y obedientes a sus padres, sino que también los amen y sean tiernos con ellos, que alivien sus cuidados, que escuden su reputación, y que los ayuden y consuelen en su vejez. También encarga que sean considerados con los ministros y gobernantes, y con todos aquellos en quienes Dios ha delegado autoridad.
Este es, dice el apóstol, “el primer mandamiento con promesa” (Efesios 6:2). Para Israel, que esperaba entrar pronto en Canaán, esto significaba la promesa de que los obedientes vivirían largos años en aquella buena tierra; pero tiene un significado más amplio, pues incluye a todo el Israel de Dios, y promete la vida eterna sobre la tierra, cuando esta sea librada de la maldición del pecado.
EL SEXTO MANDAMIENTO
“No matarás”.
Todo acto de injusticia que contribuya a abreviar la vida, el espíritu de odio y de venganza, o el abrigar cualquier pasión que se traduzca en hechos perjudiciales para nuestros semejantes o que nos lleve siquiera a desearles mal, pues “cualquiera que aborrece a su hermano, es homicida” (1 Juan 3:15), todo descuido egoísta que nos haga olvidar a los menesterosos y dolientes; toda satisfacción del apetito, o privación innecesaria, o labor excesiva que tienda a perjudicar la salud; todas estas cosas son, en mayor o menor grado, violaciones del sexto mandamiento.
EL SÉPTIMO MANDAMIENTO
“No cometerás adulterio”.
Este mandamiento no solo prohibe las acciones impuras, sino también los pensamientos y los deseos sensuales, y toda práctica que tienda a excitarlos. Exige pureza no solamente de la vida exterior, sino también en las intenciones secretas y en las emociones del corazón. Cristo, al enseñar cuán abarcante es la obligación de guardar la ley de Dios, declaró que los malos pensamientos y las miradas concupiscentes son tan ciertamente pecados como el acto ilícito.
EL OCTAVO MANDAMIENTO
“No hurtarás”.
Esta prohibición incluye tanto los pecados públicos como los privados. El octavo mandamiento condena el robo de hombres y el tráfico de esclavos, y prohibe las guerras de conquista. Condena el hurto y el robo. Exige estricta integridad en los más mínimos pormenores de los asuntos de la vida. Prohibe la excesiva ganancia en el comercio, y requiere el pago de las deudas y de salarios justos. Implica que toda tentativa de sacar provecho de la ignorancia, debilidad, o desgracia de los demás, se anota como un fraude en los registros del cielo.
EL NOVENO MANDAMIENTO
“No dirás contra tu prójimo falso testimonio”.
La mentira acerca de cualquier asunto, todo intento o propósito de engañar a nuestro prójimo, están incluidos en este mandamiento. La falsedad consiste en la intención de engañar. Mediante una mirada, un ademán, una expresión del semblante, se puede mentir tan eficazmente como si se usaran palabras. Toda exageración intencionada, toda insinuación o palabras indirectas dichas con el fin de producir un concepto erróneo o exagerado, hasta la exposición de los hechos de manera que den una idea equivocada, todo esto es mentir. 
Este precepto prohibe todo intento de dañar la reputación de nuestros semejantes por medio de tergiversaciones o suposiciones malintencionadas, mediante calumnias o chismes. Hasta la supresión intencional de la verdad, hecha con el fin de perjudicar a otros, es una violación del noveno mandamiento.
EL DÉCIMO MANDAMIENTO
“No codiciarás la casa de tu prójimo: no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo”.
El décimo mandamiento ataca la raíz misma de todos los pecados, al prohibir el deseo egoísta, del cual nace el acto pecaminoso. El que, obedeciendo a la ley de Dios, se abstiene de abrigar hasta el deseo pecaminoso de poseer lo que pertenece a otro, no será culpable de un mal acto contra sus semejantes.

Exodo 20:1-17 







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